Comentario
El campo en el que el artista musulmán más a gusto pareció encontrarse fue en el de la geometría, ya que una parte sustancial de su expresión viene guiada por pautas, planas o tridimensionales, constituidas por los lados, vértices y elementos de simetría de figuras más o menos complejas, pero siempre precisas, repetitivas y exactas, es decir polígonos y poliedros regulares. En su versión más pura y simple los lados de tales polígonos serán lazos, esto es, parejas de cintas paralelas que sufren la misma suerte de quiebros o curvas, establecidos con precisión absoluta, pero cuyos cruces son alternantes, de forma que nunca una de ellas es la de arriba dos o más veces consecutivas. Estos polígonos estrellados forman teselaciones que, al menos en teoría, cuajan el campo disponible, dejando sólo algunas zonas del fondo visibles.
El artista se permitió, partiendo de uno o varios polígonos básicos, alcanzar composiciones hipercomplejas mediante operaciones de inclusión, ruptura o supresión, siempre recurrentes y simétricas. Normalmente los polígonos fueron tales, es decir, de lados rectos, pero no faltaron los curvos, obtenidos al sustituirlos de manera sistemática por elementos mixtilíneos. Estos temas valieron para todo, ya fuese el dibujo de azulejos, las trazas de un letrero en un libro, la planta de un edificio o totalidad de una cúpula, formada por miles de piezas de madera ensamblada. Es evidente que en los casos de mayor tamaño y complejidad espacial el rigor admitió un cierto margen de tolerancia, inapreciable a simple vista.
Los sistemas partieron de los pocos ágiles temas de época romana y bizantina, cuyas limitaciones superaron, y así se mantuvieron hasta que, por la regresión de los temas figurativos, fueron casi el único vehículo expresivo. Los primeros ejemplos del amor a la geometría los hallamos en el Islam desde los primeros edificios; en el palacio suburbano de Jirbat al-Mafyar, próximo a Jericó y que se fecha en la última década de la dinastía omeya, los trazados geométricos de figuras elementales combinadas de forma ágil y convincente, se manifiestan como esqueleto articulador de la decoración e incluso llegan a adquirir todo el protagonismo posible. Esto es particularmente notable en la decoración de los paneles que hacían de balaustrada en las galerías altas del patio del palacio y, sobre todo, en las celosías que matizaban la luz del desierto en las ventanas de la cúpula del diwan. Algunas de ellas siguen, literalmente, trazas de otras anteriores, concretamente de la Aljama de Damasco, realizada en las primeras décadas del siglo, con un dibujo en el que se mezclan círculos con hexágonos, y cuyo tratamiento permaneció insuperable durante siglos.
En Al-Andalus la geometría como valor fundamental no alcanzó esta misma cota de precisión y sofisticación hasta bastante más tarde, pues es evidente que, aun durante el Califato, los trazados se mantenían donde lo más sencillo de Jirbat al-Mafyar o en lo más complejo de los ejemplos romanos, para ir despegando durante el siglo XI; es decir, que habremos de esperar hasta otro momento de rigor religioso, el de los almohades, con énfasis en la abstracción, para que el lazo avanzara, hasta alcanzar, en el siglo XIV la cumbre de sus posibilidades.
La geometría tridimensional, trascendiendo la que domina el trazado general de edificios completos, como es el caso de la Cúpula de la Roca, poseyó un desarrollo diferente; en la Antigüedad las figuras tridimensionales de trazado geométrico preciso no fueron abundantes. Quizás el repertorio más exuberante sea el de los muros, bóvedas y cúpulas de la Villa de Adriano en Tívoli, pero ni siquiera en este caso se llegó al empleo de la más elemental de las figuras tridimensionales que estaban llamadas a tener un gran porvenir: la pechina o triángulo esférico. Esta forma no hizo su aparición hasta una época bastante más tardía, a finales del siglo IV y en tierras de Siria; y por ello encontramos pechinas bien conformadas en los edificios omeyas del siglo VIII.Sería necesario esperar a los finales del IX para que en Nisapur, y durante las primeras etapas del Renacimiento iraní, aparezcan unas pequeñas formas decorativas muy características, los mocárabes (llamados también mucamas), que dieron ya para siempre la solución más afortunada al deseo de cubrir con decoración geométrica figuras tridimensionales, aunque no fue éste, obviamente, el recurso único, pues siempre se dio una cierta imitación de lo natural, aunque geometrizado.
El arte clásico usó con parsimonia el recurso de reproducir elementos naturales como temas decorativos y así vemos estilizados follajes y frutos en molduras, marcos, capiteles, paneles, etc. Cuando los espacios a cubrir fueron grandes, la decoración, aun siguiendo esquemas repetidos, no llegó a disponerse de manera tan artificiosa como para que se percibiesen pautas geométricas repetitivas e isótropas, pues siempre dominó el contenido vegetal sobre la traza geométrica subyacente. A medida que el arte romano fue cristianizándose hasta alcanzar la etapa bizantina, el recurso a la geometrización se hizo cada vez más corriente. Fue en este ambiente donde, por intermedio de los mosaicos sobre todo, el primer Arte islámico formó el ideal de abstracción; los artesanos de los omeyas aprendieron las posibilidades de enriquecer sus composiciones geométricas insertándoles de manera subordinada motivos vegetales e incluso animales y humanos, que enfatizasen determinados puntos clave de sus trazados o que simplemente rellenasen los fondos de temas geométricos. Aunque algo hay, en este campo los artistas musulmanes no llegaron a los extremos del arte celta y más concretamente del irlandés, donde los elementos naturales se pliegan a la trama geométrica.
Sin ánimo de hacer un inventario completo recordaremos algunas de las especies con más personalidad. En la época abbasí más antigua la vegetación, labrada a veces a punta de cuchillo en estuco blando y en otras conformada por moldeo, toma apariencia de miembros de vid, con trazados simétricos, sinuosos y en los que las hojas y flores se enlazarán, subordinándose a la composición general que, por influencia de la técnica de modelado, suele ser una sencilla trama de rombos. El tema, que la tratadística europea llamará arabesco, parece proceder tanto de fuentes cristianas, en cuanto a la caracterización de los elementos vegetales, como asiáticas. Este tipo de decoración tiene su más amplio repertorio en Samarra, la ciudad palatina que los abbasíes fundaron en el año 836, tras el abandono de Bagdad, unos 120 km aguas arriba del Tigris.
En aquellos mismos años Córdoba conoció unos temas vegetales, que llamamos genéricamente atauriques, labrados en piedra en la llamada Puerta de San Esteban de su Aljama y cuya cronología se discute aún, pues para unos habría sido de la época del emir Muhammad (855) mientras para otros se trataría del único resto decorativo de la primitiva fundación del emigrado Abd al-Rahman (786); la vegetación, bastante tosca de labra y poco jugosa, adopta una disposición simétrica, pero sin abandonar una cierta configuración natural. En la segunda mitad del siglo X los artesanos cordobeses, según el material que trabajasen, usaron tramas más o menos explícitas para ordenar sus motivos; así usaron una fórmula derivada de la anterior, con inventos locales y aportaciones orientales, para los paneles, en los que alcanzaron una gran maestría compositiva, mientras que cuando trabajaron mosaicos, enfatizaron la temática clásica de los roleos o las composiciones simétricas, recordando a Samarra. En cualquier caso, siguiendo el horror vacui de la decoración de la nueva capital abbasí, la vegetación geometrizada cordobesa cubrió todo tipo de campos, y proporcionó un repertorio tan general que, en adelante, el arte del Occidente islámico viviría de su recuerdo.
La variante de mayor interés tal vez sea la almohade; en su época el material era menos comprometido, pues la yesería, tallada o moldeada, daba más libertad que el mármol, la piedra o el mosaico. De acuerdo con su carácter riguroso, hasta la decoración vegetal fue depurada, legándonos unas elegantes y simplificadas palmetas, veneras, piñas, tallos serpentiformes, etc. Uno de los temas que en esta misma época adquirieron un desarrollo inusitado fue la trama de rombos mixtilíneos, capaz de múltiples usos decorativos, que llamamos Kaft wa Daraj (escalón y hombro); su origen era antiguo, pues la hallamos sobre las torres de Qasr al-Hair al-Garbi (Jordania, fechada en el 727), pero en estos momentos, tal vez por influencia de los arcos entrecruzados, fue cuando adquirió carta de naturaleza en Al-Andalus.
La inclusión de temas de otra naturaleza, ya fuesen animales o humanos, no siguió ninguna pauta especial, salvo la figuración de una mano en el arranque de muchas composiciones arborescentes, recordando la de Fátima, la hija del Profeta; para evitar las sombras, las figuras o incluso las escenas de dos o tres personajes fueron sólo siluetas, con algo de cromatismo plano. Mayor fortuna tuvieron los temas geométricos puntuales (sobre todo polígonos estrellados, nudos, estrellas de David, etc.) que se incluyen en lugares específicos de las composiciones.
En el orden artificial del arte musulmán la Naturaleza tuvo un papel ambiguo, pues si por una parte se plantearon dificultades religiosas para imitarla, por otra, al considerar en ella la perfección de la obra creadora de Allah, se la consideró material artístico, es decir, que como en tantas culturas, la vegetación, los animales, el agua y el aire reales fueron manipulados con vistas a satisfacer necesidades estéticas. Sin embargo, se detecta en esta relación entre el Arte islámico y la Naturaleza real algo de lo visto en la imitación gráfica o plástica de los seres vivos, pues aparecieron tendencias perversas, deseos de mejorar lo natural, y así asistimos al espectáculo, exagerado por la distancia y la literatura, pero con algún contenido real, de los troncos de las palmeras del jardín de un palacio tuluní forradas con planchas de cobre, imágenes hechas de setos recortados, recordando el "Ars Topiaria" de los romanos, estanques llenos de mercurio, autómatas maravillosos, árboles metálicos, etc.Esta línea creativa se consideró blasfema, pero lo cierto es que una vez y otra, la vemos aflorar en los palacios más provinciales y alejados del epicentro de la cultura islámica. En la actualidad nada de esto se conserva, pero sí podemos hacernos una pálida idea sin más que pasear por la Alhambra o admirar las secas fuentes de Madinat al-Zahra, donde el agua fue la principal protagonista; y si el Arte tiene siempre una componente hedonística insoslayable, hemos de reconocer que la habilidosa manera de combinar láminas y saltadores de agua con desniveles y con los vientos dominantes, para producir apreciables descensos de temperatura, como ha sido habitual en la arquitectura iraní hasta nuestros días, resultará que el Arte islámico ha sido no sólo el que más avanzó en este campo, sino que, a despecho de las prohibiciones de los severos varones de la ley, el que más ha modificado unas cuantas de las maravillas de la Creación.
Aparte del recurso de la geometría y el color, el Arte musulmán encontró en la orden del arcángel al Profeta (¡iqra!, ¡lee!) un motivo para explayarse, ya que su revelación se convirtió en uno de los motivos favoritos de la abstracta expresión artística musulmana, pues como el Corán no pudo ilustrarse, sus azoras fueron, junto con los textos conmemorativos, tema para todo. Antes de que esto llegara al extremo más barroco, el primitivo alfabeto de los tiempos del Profeta sufrió un importante cambio, que se realizó en uno de los amsar, la Kufa que fundó el califa Umar en Iraq en el año 16 de la Hégira. Allí se simplificaron las letras precedentes, reducidas además a diecisiete figuras básicas, difíciles de leer, pero elegantes y fáciles de labrar. El invento no hubiese ido a más si Umar no hubiese decidido que la vulgata del Corán se escribiese con la letra kufiyya como compensación por haber rechazado la versión del Libro que los kufíes manejaban. Estas letras decoraron ya la Cúpula de la Roca, y antes las monedas, y poco después todo, aunque apenas sí eran capaces de leerlas. A partir del siglo IX el cúfico, especialmente en epígrafes monumentales, comenzó a recibir apéndices vegetales hasta alcanzar la categoría de cúfico florido, con incremento de sus valores decorativos y su capacidad de cubrir cualquier campo gráfico. Esta moda no fue exclusiva, sino que, además del austero cúfico arcaico, se empleó junto al florido otro, llamado simple, que se impuso en ambientes más rigoristas. El segundo tipo de letra surgió al parecer en Egipto, en la segunda mitad del siglo X; recibe el nombre de nasji o cursiva, siendo características su continuidad y fluidez. En Al-Andalus la escritura nasji fue introducida, como tantos cambios importantes y con futuro, por los almohades; en sus artesanías, especialmente en yeserías y trabajos de metal, fue donde dejaron lo mejor de su elegante escritura cursiva, que repite consignas sobre la unicidad divina; sin embargo, fue en el reino de Granada, y sobre todo en la propia Alhambra, donde la epigrafía decorativa de Al-Andalus llegó a sus máximas posibilidades.