Comentario
El acorazado Bismarck es botado el 14 de febrero de 1939 en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo en medio de un griterio ensordecedor y flamante de banderas. Se trata de una extraordinaria obra de la ingeniería naval alemana, una verdadera fortaleza flotante que los técnicos nazis más fanáticos consideran casi indestructible.
El desplazamiento final del poderoso acorazado es un misterio guardado celosamente por el Alto Mando alemán. Los corresponsales de prensa presentes en la botadura dudan que el III Reich respete con su mayor navío de guerra el límite fijado por el tratado de Versalles: 35.000 toneladas.
Lo cierto es que, una vez montada la poderosa unidad, su perso a plena carga supera la respetable cota de las 50.000 toneladas.
Su obra viva es una muralla infranqueable para la artillería de mayor calibre de la Royal Navy, pues se halla protegida por cinco planchas de acero, seprada por compartimientos estancos.
Tras el éxito obtenido por sus cruceros Scharnhorst y Gneisenau en el Atlántico, que en febrero y marzo de 1941 han hundido o capturado 22 mercantes británicos con 115.000 toneladas, Hitler pretende repetir la hazaña.
Impetuosamente, el Führer envía a combatir a la unidad más poderosa de su moderna Marina de Guerra, el Bismarck, antes de que finalice la construcción del otro acorazado gemelo, el Tirpitz, que debía formar con aquel una formidable pareja de gigantes del mar.
En la noche del 19 de mayo de 1941, el Bismarck, acompañado del crucero pesado Prinz Eugen, zarpa del puerto de Gotenhafen rumbo al fiordo noruego de Kors.
La idea es sorprender a los numerosos convoyes que abastecen Gran Bretaña. Para ello, aprovechando el factor sorpresa y la niebla, hay que atravesar la ruta del norte de Islandia, el estrecho de Dinamarca.
Componen la mayor parte de la tripulación del Bismarck jóvenes de poco más de veinte años. También van a bordo quinientos cadetes de menor edad, la flor y nata de la juventud hitleriana con vocación marinera, educados en la fe ciega del destino de una raza superior.
Manda el grupo naval alemán el almirante Lütjens, controvertido jefe tras aquella famosa y última misión, al que se ha calumniado de nazi furibundo y marino incompetente. La mayor parte de los modernos autores justifican sus decisiones navales y los investigadores han comprobado claramente que no era nazi -como sostendría la película ¡Hundid el Bismarck! - ni siquiera consentía en buena parte de la situación creada, como se demuestra por sus enérgicas protestas contra la campaña judía en Alemania. El comandante directo del Bismarck era otro competente marino, capitán Lindemann, que, al parecer fue partidario de una acción más conservadora que la adoptada por su jefe.
A primeras horas del 21 de mayo de 1941, el almirantazgo británico recibe la comunicación urgente de que dos navíos de guerra enemigos han cruzado los estrechos de Belt, Kattegat y Skagerrak. Inmediatamente, el crucero de batalla Hood y el acorazado Prince of Wales zarpan rumbo al estrecho de Dinamarca, marcado todavía por el límite de los hielos al norte de Islandia. Prácticamente, toda la Home Fleet, Flota Metropolitana de Gran Bretaña, se moviliza tras los barcos alemanes.
Los británicos comprenden enseguida que la pareja de barcos contrarios pretende realizar idéntica misión contra el tráfico mercante que el Scharnhorst y Gneisenau.
A las 19 horas y 22 minutos del 23 de mayo, el crucero Suffolk, dotado de radar, descubre por fin al gran acorazado alemán y su escolta y mantiene con ellos un prudente contacto visual en el estrecho de Dinamarca. Comienza así la caza del Bismarck.
A las cinco y media de la madrugada del 24 de mayo el Hood y Prince of Wales (35.000 toneladas) detectan a unos 25 kilómetros a los navíos enemigos. Durante dos minutos los adversarios se observan, temiendo cada cual el poderio ajeno.
Al menos en teoría, los britanicos tienen ventaja, ya que el acorazado Prince of Wales puede batir sin dificultad al crucero pesado Prinz Eugen, pues son diez cañones de 356 mm contra ocho de 203 milímetros.
Por su parte, el Hood debe hacer frente al Bismarck con idéntico armamento pesado: ocho piezas de 381 mm. en cuatro montajes dobles. Botado en 1918, el gran crucero de batalla de la Royal Navy desplaza 46.000 toneladas a plena carga (4.000 menos que su formidable oponente), pero por su estructura está peor protegido que el coloso alemán.
El almirante Lütjens duda qué camino seguir. Las órdenes recibidas excluyen el combate directo con las grandes unidades navales británicas, para dedicar su atención a destruir convoyes poco protegidos. Sin embargo, cuando la distancia queda reducida a 23 kilómetros, la suerte está echada; es imposible retroceder sin presentar batalla.
En el otro lado, el vicealmitante Holland contempla preocupado desde el puente del Hood la mole del Bismarck y la más pequeña del crucero pesado. Son puntos oscuros que destacan en la línea gris del horizonte, mientras cada hombre piensa en la terrible incertidumbre del colosal duelo.
Los timbres de los cuatro buques enfrentados han colocado a sus tripulantes en zafarrancho de combate. Los ascensores llevan los proyectiles desde las entrañas de los poderosos ingenios navales hasta la boca de la recámara de cada cañón.
Un atracador hidráulico introduce primero el reluciente proyectil y los saquetes de pólvora. Atornillados los cierres, se colocan los estorpines. Los grandes calibres de 15, 14 y 8 pulgadas elevan sus bocas al cielo, mientras la dirección de tiro prepara sus cálculos a gran velocidad. Mediante telémetros y radares (éstos aún primitivos) son medidas distancias, y la central calculadora convierte los datos en alzas y derivas, que ya definitivamente pasan a las torres acorazadas artilleras.
Casi a un tiempo los navíos abren fuego, aunque el vicealmirante Holland se adelanta en dar la orden más dramática. Son los primeros instantes de increíble tensión.
Tras tres salvas sin resultado, el acorazado alemán logra enmarcar al Hood en su rosa de tiro. A los seis minutos exactos de iniciarse el gran combate, una inmensa llamarada de color amarillo, y rojo brota del crucero de batalla más grande del mundo. Una columna de humo muy densa se eleva al cielo, mientras cae al mar envuelta en una bola de fuego incandescente una de las torres dobles pesadas con piezas de 381 mm.
La quinta andanada del Bismarck resulta de terrorífica eficacia, cuando un colosal incendio se propaga en pocos segundos por la parte central del navío enemigo.
Es el tiro de gracia para el Hood, alcanzado de lleno en el pañol de municiones de popa. Partido en dos, el veterano crucero de batalla se lleva al fondo del Atlántico a 1.497 tripulantes; quedan vivos de la tragedia sólo tres testigos.
Tras su sensacional triunfo, Lütjens ordena dirigir el fuego sobre el acorazado Prince of Wales, cuyos hombres han asistido aterrados e impotentes al trágico final del buque insignia de la Royal Navy.
Este, centrado por el fuego del Bismarck y del Prinz Eugen, resulta seriamente alcanzado: dos piezas inutilizadas y grandes destrozos en el puente, con importantes pérdidas de personal. Su única posibilidad de seguir a flote es huir, cosa que hace ante la pasividad de los dos buques alemanes. Poco después se uniría a los cruceros Norfolk y Suffolk, conduciendo la caza del Bismarck,
Aún se preguntan los historiadores navales por qué dejó Lütjens que escapara el acorazado británico. La única respuesta válida es que su misión era destruir los convoyes británicos, estrangular el tráfico con las islas, y que el marino alemán se atuvo a sus directrices; hundir aquel acorazado no influiría en el curso de la guerra, dada la inferioridad de la Marina alemana; mandar al fondo del mar dos docenas de mercantes era más rentable para Berlín.
Mientras Lütjens se debatiría en estos u otros pensamientos para olvidarse del Prince of Wales, le llegaron los partes de pérdidas: no había ni un solo muerto, pero el buque había recibido un impacto que le hacía perder combustible y dejar un amplio rastro. Otro proyectil había originado también desperfectos que reducían su velocidad en dos nudos. Poca cosa, aunque luego sería causa del desastre.
En Londres se clama venganza y el almirantazgo lanza todas sus fuerzas en busca del acorazado enemigo. Sus rutas de aprovisionamiento están en grave peligro y, además, hay que vengar al Hood. Hacia la zona, guiados por el grupo perseguidor, se dirige el almirante Tovey, con el acorazado King George V, el crucero de batalla Repulse el portaaviones Victorious y una docena de destructores.
Desde Gibraltar sale la fuerza H, con el crucero de batalla Renown, el portaaviones Ark Royal y el crucero pesado Sheffield, más su escolta de destructores. Los acorazados Rodney y Ramillies, que escoltaban dos convoyes, fueron separados de ellos y lanzados tras la pista del Bismarck.
Todo ese inmenso dispositivo hubiera servido de poco si Lütjens hubiese seguido hacia el sudoeste, donde les esperaba apoyo submarino y donde hubiera sido difícilmente alcanzable, porque sus más peligrosos enemigos, los acorazados y portaaviones británicos eran más lentos -salvo el herido Prince of Wales y el King George V- y los buques capaces de alcanzarle, los cruceros de batalla, eran más débiles que el Hood y, por consiguiente, víctimas seguras del coloso alemán.
Durante todo el día 24 los dos buques de Berlín navegaron velozmente hacia el sur, seguidos por Norfolk, Suffolk y Prince of Wales a poca distancia. Al anochecer, el Bismarck viró en redondo y atacó a sus perseguidores, que rápidamente abrieron distancias para escapar de los certeros cañones alemanes. En la hora siguiente, y aprovechando la confusión, el Prinz Eugen cambia de rumbo y, a toda máquina, rompe el contacto. Cuando el grupo perseguidor vuelva a agruparse y reemprender la caza, sus pantallas de radar ya sólo registrarán la presencia del Bismarck.
Es, pues, seguro que a esas horas Lütjens había renunciado a su misión corsaria por el Atlántico. Los motivos manejados por los expertos son escasez de combustible, a causa del perdido o contaminado con agua salada por el impacto recibido. Eso le aconseja volver a casa, pero ¿por dónde?. Regresar, de nuevo, por el estrecho de Dinamarca, parece imposible, pues tendría que desafiar a toda la flota británica. Así, elige algo teóricamente más arriesgado, entrar en el puerto de Brest, ante las propias narices de Londres, pero algo que, con fortuna, podría lograr en poco más de cuarenta y ocho horas y sin tropiezos desagradables.
A esas horas del ocaso del día 24 otro marino que teme el tropiezo es Tovey. Si su grupo choca con el Bismarck sabe que, tras la experiencia del Hood, bien pudiera ocurrirle lo mismo. Su única ventaja son los aviones del Victorious, pero el tiempo es malo. Con todo debe jugarse esa carta. Así, a las 0,04 horas del domingo 25, los torpederos del portaaviones lograban localizar y atacar al acorazado alemán. Bajo un feroz fuego antiáreo, que abate dos aviones y toca a casi todos los demás, lanzan sus torpedos. Sólo uno hace blanco, choca contra la coraza lateral, hace temblar al buque, mata a un marinero y levanta sólo la capa de pintura.
Es de noche y llueve, Lütjens está contento. Esa situación favorece sus propósitos. Ordena zafarrancho de combate y un cambio de rumbo que le hace caer disparando con todas sus piezas sobre el grupo perseguidor. Luego vuelve a cambiar de rumbo y sigue disparando unos minutos. Cuando los británicos vuelven a agruparse, el Bismarck ha desaparecido de sus radares. Son las 3,06 horas del 25 de mayo.
El acorazado alemán navegará a toda máquina hacia Brest durante las próximas treinta y una horas. Los buques de la Royal Navy le buscarán, primero en dirección suroeste, luego hacia el noreste. Lütjens ha ganado más de medio día, pero cometió el error de lanzar un mensaje diciendo que regresaba a puerto. Lütjens creía estar localizado, pues sus instrumentos detectaban las señales de radar británicas; no sabía que eran tan débiles que su rebote no alcanzaba a los buques emisores.
Su mensaje no orientó mucho a la flota británica, pero sí a la observación aérea. A las 10,30 del 26, el Bismarck fue avistado por un Catalina, aparato de reconocimiento de gran radio de acción. El júbilo fue enorme en la sala de operaciones del almirantazgo, en Londres; pero el almirante Tovey no se alegró tanto. Dos de sus grandes unidades, el Prince of Wales y el Repulse, navegaban hacia puerto faltos de combustible; lo mismo les ocurre a la mayor parte de sus destructores.
Él mismo se hallaba a más de 130 millas por la popa del buque alemán y aún más lejos navegaba el Rodney, que apenas si sacaba más de 21 nudos de sus máquinas. En definitiva sólo la fuerza H, que se hallaba a unas 110 millas del Bismarck navegando con rumbos encontrados, podría intervenir.
El grave problema de Tovey era que lanzar al crucero de batalla Renown, apoyado por el crucero pesado Sheffield y cuatro destructores contra el Bismarck era condenarles a una segura destrucción. Sólo una posibilidad le quedaba, que los aviones del Ark Royal lograsen alcanzar y detener al acorazado de Berlín.
En éste se vive una rutina de guerra, sin excesiva tensión, al anochecer del lunes, 26 de mayo. La acogedora base de Brest, en la Francia ocupada, apenas si dista 500 millas y al amanecer del día siguiente estarían dentro del radio de acción de la Luftwaffe y contarían con una tranquilizante pantalla aérea.
En el Ark Royal el contraalmirante Somerville, que ha recibido la tajante prohibición de atacar al Bismarck con sus buques, dispone sus anticuados Swordfish como último argumento. Quince aparatos, cargados cada uno de ellos con un torpedo de 455 mm. se aprestan al despegue.
Los pilotos no están en las mejores condiciones, pues han volado toda la tarde en busca del buque alemán y hastan han atacado por confusión al crucero Sheffield, que se ha acercado a 25 millas del Bismarck para tenerlo controlado. Sus torpedos, sin embargo han sido afinados al máximo, pues los lanzados contra el Sheffield mostraron deficiencias en el mecanismo de explosión.
Despegan casi de noche, a las 20 horas, con una mar picada que cubre de espuma la pista de despegue del Ark Royal, A las 20,47, guiados por el Sheffield, atacan los aviones del capitán Coode. Su lentitud, pese al camuflaje del crepúsculo y las nubes, permite el zafarrancho de combate en el Bismarck. Entran en acción hasta las grandes piezas de 380 mm con disparos de metralla. Un centenar de cañones y ametralladoras antiaéreas hacen trepidar la mole de acero.
Los atacantes se ocultan entre las nubes, tras los chubascos, entre las olas. El Bismarck, a 28 nudos de velocidad, navega cubierto de espuma tratando de escapar de los letales peces explosivos. El capitán Coode no pierde la cabeza, la lluvia, el terrible fuego antiaéreo... dificultan mucho la misión, por eso no ataca en masa, busca su oportunidad y lanza a sus aparatos cuando existe un resquicio para el éxito. Un aparato estalla en el aire, cinco más son alcanzados en el momento de lanzar y se retiran renqueando.
Tras cuarenta minutos de ataque, sólo un impacto, contra el blindaje lateral, que apenas si tiene más efecto que un fogonazo. Queda un último avión por lanzar. El Bismarck lo ve venir. Dispara contra él con todo, a la vez que el timonel mete la caña 12° a babor para escapar al torpedo. Este surca el agua oscura y estalla a popa del Bismarck. Aparentemente su efecto ha sido nulo. Los alemanes respiran aliviados cuando se ven navegar a toda máquina sobre el agua. Los británicos comprueban desesperanzados que su torpedo nada hizo. El Bismarck no ha movido ni un metro su curva trayectoria... sin embargo, Coode aprecia rápidamente que algo ocurre: su presa no varía el rumbo, sino que traza dos círculos consecutivos a gran velocidad.
Ya para entonces el capitán Lindemann ha advertido a Lütjens que tienen una grave avería: el torpedo ha bloqueado los dos timones, inmovilizándolos 12° a babor. Primero tratan de gobernar con las hélices, pero no resulta posible. Luego, luchan por volar el timón para continuar el rumbo a base de motor. Todo imposible. La noche del 26 al 27 de mayo es tremenda. Durante toda la noche el coloso avanza penosamente dando tumbos y esquivando los ataques con torpedos de cuatro destructores y el crucero Sheffield. Todos ellos recibirán alguna herida aquella noche.
Entretanto, Tovey navega a toda máquina con el King George V, seguido del Rodney y del Norfolk. Lütjens espera su llegada, con los cañones a punto. Antes de amanecer envía su último telegrama a Berlín: "El buque ha quedado ingobernable. Lucharemos hasta la última granada. ¡Viva Alemania!"
A las 8,47 de la mañana del 27 de mayo, a 24.500 metros de distancia, abre fuego el Rodney con seis piezas de 406 mm. Dos minutos después responde el Bismarck, con cuatro piezas de 381 mm. En ese momento disparan también el King George V y el Norfolk, y minutos después se les une el crucero pesado Dorsethire. El Bismarck, que sólo avanza a ocho nudos y que no puede cambiar de rumbo, se convierte en un blanco perfecto, sobre el que cae una cascada de proyectiles.
Su puente se convierte en un infierno, sus piezas son desmontadas una tras otra, la cubierta es un mar de fuego batida por una catarata de metralla. Con todo, su artillería, cada vez menos abundante, cada vez menos precisa, sigue funcionando, disciplinadamente hasta las 9,31, en que dispara la última granada.
Los británicos, pretextando que no había arriado su bandera (cuestión más que imposible bajo la tempestad de metralla), siguieron disparando sobre él hasta las 10,16 horas. El consumo británico de munición fue en aquéllos ochenta y nueve minutos de 2.876 proyectiles de los calibres 406, 356, 203 y 152 mm.
Pero el Bismarck no se hundía, pese a que Lindemann (Lütjens debió morir al principio de la acción) ordenó la apertura de los grifos de las sentinas y bodegas para que el buque no quedara en manos británicas. Finalmente, el Dorsethire le alcanzó con tres torpedos que constituyeron el golpe de gracia. Según los británicos durante aquella batalla se lanzaron contra el Bismarck 71 torpedos y al menos ocho hicieron blanco...
A las 10.39 de la mañana se hundía el Bismarck; los supervivientes alemanes, poco más de un centenar, y los marinos británicos pudieron ver cómo en la proa del buque, sobre una de las torres, se mantenía erguido y en posición de saludo el capitán del navío Lindemann. Cuando desapareció se encontraba a 400 millas de Brest.
Al día siguiente, Churchill enviaba un telegrama al presidente Roosevelt comunicándole el fin del Bismarck que era "una obra maestra de la ingeniería naval".