Comentario
A las 10,30 de la noche del domingo 8 de febrero los centinelas de la XXII brigada australiana dieron la alarma. Sus líneas telefónicas estaban cortadas por el continuo fuego artillero que habían soportado durante 18 horas ininterrumpidas y por los bombardeos de la aviación japonesa, con lo que no pudieron contar con el apoyo de la artillería propia, ni con las baterías de focos que habían logrado instalar.
Disparando desde muy corta distancia contra las sombras que comenzaban a moverse por la playa y cargando contra ellas a la bayoneta consiguieron aniquilar a la primera oleada japonesa, pero la segunda logró formar ya una cabeza de puente y los pequeños grupos de combate japoneses, eludiendo las posiciones australianas, comenzaron a infiltrarse entre las unidades de la XXII brigada, tomándolas por detrás o de flanco, dislocando su sistema defensivo y haciéndolas pelear en tal confusión que a la mañana del día siguiente esa brigada había desaparecido como unidad de combate. Sus hombres, en total desorden, habían retrocedido hasta el punto de que el lunes se les podía hallar en Bukit Timah (a 20 kilómetros de la costa) y hasta en la ciudad de Singapur (a 30 kilómetros).
Desde la torre del palacio del sultán de Johore, donde había instalado su cuartel general, Yamashita podía seguir cómodamente las evoluciones de sus hombres. Unos 4.000 operaban ya en la isla y atacaban el aeródromo de Tengah, a unos 8 kilómetros de la costa, mientras un enjambre de pequeñas embarcaciones seguían transportado tropas y material a la otra orilla. Al caer el día, las tropas australianas se habían retirado hasta un buen escalón de defensa, la denominada línea Jurong, que se apoyaba en los ríos Jurong y Kranji. Clave para la defensa de estas posiciones era que los japoneses no lograsen desembarcar en la orilla este del Kranji.
Los australianos defendieron con tesón ese punto y los japoneses hubieron de desistir en sus ataques, esperando encontrar puntos más débiles en las defensas de la línea. Sin embargo, nunca pudieron averiguarse los motivos, los australianos abandonaron sus posiciones en la madrugada del día 10 y toda la línea Jurong se desplomó en esa jornada. Los críticos militares, aunque no responsabilicen a Percival de estos desastres, le reprochan su tozudez de seguir esperando un ataque al este de la calzada y de mantener inactivas a dos divisiones que, al menos teóricamente, estaban en situación de aplastar a los japoneses.
Ya poco quedaba por defender. Los japoneses se habían adueñado de casi toda la zona australiana y contaban ya con ambos lados de la calzada, con lo que repararon rápidamente el tramo destruido y comenzaron a meter por ella sus unidades blindadas. Los 14 aparatos británicos que aún volaban (8 Hurricanes y 6 anticuados Búfalos) recibieron la orden de abandonar la isla puesto que los cuatro aeropuertos o estaban en manos japonesas o inservibles por hallarse bajo el fuego de la artillería japonesa. Las divisiones 111ª y 18ª se replegaron hacia Singapur.
Los japoneses avanzaban ahora lentamente, tanteando las nuevas posiciones inglesas y avasallando aquellas más débiles. La verdad es que la defensa, salvo casos esporádicos como el de la Iª Brigada malaya, que resistió en sus posiciones de Pasir Penjang hasta el último hombre, no era muy dura. Sin aviación ni carros y bajo un continuo fuego artillero y aéreo, las tropas británicas tenían la moral por los suelos y sus jefes empeñados en entender todas las órdenes al revés.
El día 13 Yamashita envió un mensaje a Percival invitándole a rendirse. Como éste no respondiera, pues tenía la orden de defenderse incluso dentro del perímetro urbano, los japoneses cañonearon y bombardearon la ciudad con más furia que nunca, al tiempo que su infantería atacaba con ferocidad en el sur, alcanzando los arrabales de la ciudad y cometiendo una injustificable masacre entre el personal médico y los pacientes del Hospital Militar de Alejandra.
El día 14, aunque los japoneses hubieran mermado la intensidad de su ataque, sobre todo el artillero, la situación de Singapur era límite. Los japoneses dominaban todos los embalses de la isla y el suministro de agua a la ciudad dependía ya únicamente de la estación de bombeo de Woodleigh, situada a menos de 800 metros de las posiciones japonesas, cuya agua se perdía en buena parte por las numerosas roturas que los bombardeos habían ocasionado en las cañerías.
El domingo, día 15, por la mañana, Percival reunió a los generales y autoridades de la isla y en 20 minutos, tras un análisis de la situación, con "silenciosa amargura decidimos rendirnos", según palabras textuales del general australiano Gordon Bennett.
Por la tarde, el general Percival, acompañado por tres oficiales de su estado mayor, enarbolando una bandera británica y otra blanca, llegaron a las líneas japonesas. Fueron conducidos hasta los locales de la casa Ford, donde funcionaba el estado mayor japonés, y se les invitó a sentarse en una larga mesa. Minutos después apareció Yamashita: "El ejército japonés no tendrá en cuenta sino una rendición sin condiciones a las 10 de la noche hora de Tokio" (8,30 h. en Singapur).
Percival trató de ganar tiempo, de negociar una salida mejor que la rendición incondicional, pero el japonés se mostró inflexible: "¿aceptan ustedes nuestras condiciones? ¿Sí o no? Las cosas hay que hacerlas rápidamente o, de lo contrario, reanudaremos el fuego". Percival hundido, firmó. Eran las 8,10 de la tarde del 15 de febrero.
Había terminado la lucha en Malasia, sin duda la peor derrota sufrida por el Imperio Británico en toda la II Guerra Mundial. El balance era estremecedor: 138.708 bajas entre muertos, heridos y prisioneros, mientras que los japoneses contabilizaban 9.824 bajas. Londres había perdido más de 250 aviones, 2 acorazados -Prince of Wales y Repulse-, más de 1.000 piezas de artillería, más de 100.000 toneladas de combustible y las materias primas estratégicas de Malasia.
Churchill, abrumado, diría: "éste será uno de los mayores escándalos que podrán jamás conocerse". Mientras, en Tokio, el jefe del gabinete general Tojo, declararía ante el Parlamento: "La conquista de Singapur, equivale a la conquista de todas las bases británicas y norteamericanas de Asia Oriental".
El general Percival, pese a sus errores, fue disculpado, tanto que después de su liberación estuvo entre los invitados de primera fila a la ceremonia de rendición del Japón. Según James Leasor (Singapur, la batalla que cambió al mundo) la poca fortuna y las equivocaciones de Percival se debieron a "dirigir un ejército mal equipado y mal entrenado, que carecía en absoluto de moral y que se encontraba en un país para cuya defensa los ineptos políticos de preguerra habían descuidado pagar la póliza de seguros".