Comentario
Para la retratística inglesa del quinientos, es decisiva la producción de este artista alemán que, en relación con la corte británica, desarrolló lo que constituye el colofón de su carrera artística y uno de los hitos del género en Europa. Vista su producción continental, Hans Holbein el Joven (1497/98-1543) se traslada a las Islas Británicas por vez primera en 1526; recomendado por Erasmo a su amigo Thomas Moro, traba, por mediación de este último, relaciones profesionales con círculos en torno a la corte británica. De esta primera etapa inglesa de Holbein, datan el desaparecido retrato del humanista inglés y su familia y el que realizó del autor de "Utopía" en solitario, que sigue plenamente la línea del retrato clasicista que ya había plasmado en los de Erasmo.
Una segunda y decisiva etapa inglesa desarrolla Holbein a partir de 1532, en la que consigue afianzarse como retratista de corte de Enrique VIII. A partir de estos momentos, la retratística de Holbein inicia un proceso, de talante manierista, mediante el que insistirá en el distanciamiento del retratado, insertando la figura en un espacio irreal, del que desaparecen o cambian de sentido los objetos (mesa, pared, cortina, etc.) utilizados para ayudar a definir un espacio real y concreto.
Las imágenes que antes obtenían un realce plástico por la luz y el juego de volúmenes, tienden ahora a distenderse en superficies planas. El artista opta por un absoluto frontalismo del retratado (Retrato de Enrique VIII, 1536) y limita el papel de las manos -fundamentales en la concepción gestual del retrato clasicista- haciéndolas posar, sin ademán alguno, sobre el cuerpo (retratos de las reinas Jane Seymour y Ana de Cléves, hacia 1540). Al tiempo, las vestimentas, que utiliza como auténticas superficies a decorar, imprimen su linealidad a los cuerpos que contienen, de los que desaparece toda idea de redondez plástica. Cuando procede, acompaña al retratado la inscripción latina de su edad, lo que supone abundar en motivos abstractos.
Cuando inserta a sus retratados en un espacio perspectivo, como en su famoso retrato de Los embajadores Jean de Dinteuille y George de Selve (1533), prototipo e hito en el género de retrato doble, la propia perspectiva es burlada insertando una calavera curiosamente deformada que, en su mensaje de vanitas dirigido sólo a quienes sepan ver, convierte las múltiples actividades de los protagonistas del cuadro, atestiguadas en los numerosos accesorios incluidos, en pura vanidad. La presencia de la calavera cuestiona toda la espacialidad del cuadro, plena de elementos de naturaleza muerta que adquieren un valor simbólico, centrado en el laúd con una cuerda rota -la armonía se ha quebrado- que, a su vez, centra la composición.
En sus últimas obras, como en el retrato de Eduardo VI como Príncipe de Gales a los seis años, o en el magnífico retrato de Simón de Cornualles (hacia 1540-1543), Holbein opta por la modalidad de retratos de absoluto perfil donde, a modo de efigies de monedas o medallas, los retratados quedan contenidos en un neutro espacio circular que, a su vez, se recorta en el fondo oscuro de la superficie general, rectangular, del cuadro.
La tendencia, como hemos visto iniciada por Holbein, a abstraer el carácter individual del personaje y a colocarlo en un mundo de símbolos y emblemas, se acentúa en tiempos de Isabel I. La imagen mítica de la propia reina como Astraea -diosa de la Justicia- es ya un puro emblema, donde el vestido, las joyas, etc., son los que centran la atención e interés del espectador y hacen de la retratada un mero soporte-maniquí de toda la complicada vestimenta. El retrato de dama de la corte isabelina, de hacia 1590, resulta evidente al respecto; la enajenación de la personalidad de la retratada es tal que podría hablarse perfectamente de anónimo autor y también de anónima retratada; el vestido y sus lujosos complementos, de prolijo y caligráfico desarrollo, son los auténticos protagonistas de la obra.