Comentario
En España, al igual que en el resto de Europa, durante este período van a convivir dos alternativas formales que proceden de tradiciones artísticas diferentes: una, emocional y expresiva, vinculada a los planteamientos dramáticos del arte tradicional, y otra, de cuño clasicista, relacionada con las opciones más severas del Manierismo italiano. Pero, mientras en Europa ambas alternativas podemos asociarlas a círculos cultos y refinados, en España responden a planteamientos mucho más radicales. Como hemos podido apreciar, el lenguaje clasicista se reduce a los círculos próximos a la corte y a los ambientes humanistas más sofisticados, mientras que las alternativas vinculadas al arte oficial de la Iglesia, por su carácter emocional y expresivo, se convierten en manifestaciones populares de tipo devocional, en consonancia con las funciones asumidas tradicionalmente por la imagen religiosa. Sin embargo, a finales del siglo XVI y por influencia del arte de El Escorial el fenómeno clasicista se extiende incluso a este campo, dominando todo el panorama artístico durante varios años.
En lo referente a la escultura, es necesario señalar que ésta, por el papel asumido en la configuración de una imagen religiosa apta para el consumo de la mayoría de los fieles, necesariamente tuvo que mantener los recursos expresivos que le eran propios y que le habían caracterizado en el período precedente. Por tanto, no es de extrañar que determinadas técnicas tradicionales, y sobre todo la continuidad en el uso de los retablos, sean los elementos recurrentes para lograr los niveles emocionales y expresivos que caracterizan la plástica española al margen de la estética clasicista formulada en El Escorial. Se trata, salvo raras excepciones, de una escultura polícroma en la que el dorado, estofado y diversas técnicas del color contribuyen a acentuar su carácter dramático y emotivo, localizándose en los retablos y en los grupos devocionales las mejores manifestaciones en este área. Al contrario que en el Renacimiento italiano, en el que la atención del fiel se captaba fundamentalmente mediante una concepción monumental y diáfana del espacio sagrado, en España una mayor preocupación por los problemas religiosos centró la atención de los creyentes en los elementos más inmediatos como los altares y retablos donde se exponían las verdades de la fe cristiana y el misterio de la salvación del género humano. Estos, colocados en el presbiterio y en las zonas dominantes de la iglesia, atraían directamente la atención de los fieles, en su gran mayoría iletrados, como complemento de la liturgia sagrada y de su escasa formación religiosa.
A la muerte de Berruguete, la figura más representativa en el campo de la escultura religiosa seguía siendo Juan de Juni (h. 1507-1577, quien continuó desarrollando los modelos devocionales ensayados anteriormente y mantuvo hasta sus últimos días el trabajo de escultor de retablos. Esta actividad artística siguió siendo predominante en las últimas décadas del siglo XVI, aun cuando la influencia del lenguaje clasicista se hizo más efectiva, manteniéndose sin dificultad hasta muy entrado el siglo siguiente. Un buen ejemplo del mantenimiento de este fenómeno fueron las numerosas obras de Gaspar Becerra, Francisco del Rincón y Esteban Jordán, y especialmente de Juan de Anchieta, quien supo articular una acertada síntesis entre el dramatismo de Juan de Juni y el monumentalismo derivado de la escultura de Miguel Angel, apuntando las soluciones formales que dominarán la estatuaria española en los últimos años del siglo XVI.
El proceso de clarificación formal iniciado por Juni en el Retablo de la Antigua de Valladolid y continuado por Gaspar Becerra en el retablo mayor de la catedral de Astorga, tuvo su culminación en el de Santa Clara de Briviesca terminado por Pedro López de Gámiz en 1569. Ordenado de acuerdo a unos principios monumentales y a un enorme deseo de claridad en la presentación de las imágenes, este retablo, con independencia del modelo establecido por Juni, supuso el restablecimiento de las fórmulas clásicas del Alto Renacimiento. Su clara disposición y la concepción clasicista de sus figuras, dependientes, de modelos del Clasicismo italiano, ejercieron una enorme influencia en otros escultores que, como Juan de Anchieta, realizaron su trabajo en tierras del Norte de España. Desde esta nueva perspectiva, fue Anchieta el que mejor supo interpretar el arte de Miguel Angel en clave heroica y monumental. Su colaboración con López de Gámiz en el altar mayor de Briviesca le permitió orientar su obra en este sentido, dando muestras de una gran claridad estructural y de un sentido miguelangelesco de la forma en obras posteriores como el Retablo de la Trinidad de la catedral de Jaca y el altar mayor de la iglesia de Zumaya, donde las formas y composiciones clásicas se combinan con ciertos efectos emocionales de carácter patético. Estos criterios se mantuvieron en la escultura romanista del País Vasco, Navarra y Aragón a través de la obra de alguno de sus discípulos como Lope de Larrea, Ambrosio de Bengoechea y Nicolás de Berastegui.
En la zona de Castilla fue el escultor Esteban Jordán, continuador de Juni y Becerra en Valladolid, el encargado de someter la estructura del retablo al lenguaje de los órdenes clásicos. En sus obras más importantes, como el Retablo de la Magdalena de Valladolid o el altar mayor de la iglesia de Santa María de Medina de Rioseco, este proceso de simplificación estructural va acompañado de una concepción de la forma más clásica y monumental, y de un concepto del relieve donde las escenas se aprecian con inusual claridad, a pesar de la reducción volumétrica que se establece en los mismos. Podemos encontrar múltiples referencias a estas soluciones en otros retablos de Castilla como el de los jesuitas de Medina del Campo, de su discípulo Adrián Alvarez, o el de la colegiata de Villagarcía de Campos de Juan de Torrecilla, construido entre 1579 y 1582 de acuerdo a las trazas dadas por Juan de Herrera.