Comentario
A partir de aquí la historiografía decimonónica, y aun posterior, entendió el Barroco como antítesis del Renacimiento y, por ende, de la clasicidad. Usado el término por los historiadores y críticos de fines del siglo XIX con el original significado negativo y peyorativo, fue Jacob Burckhardt (Cicerone, 1855) el primero en rechazar la posición de Milizia, dándose cuenta de que "la arquitectura barroca habla el mismo lenguaje del Renacimiento, pero en un dialecto degenerado". Aún persistiendo el tono negativo, este juicio abrió la puerta a estudios más objetivos desde el plano de la perspectiva histórica (C. Gurlitt, A. Schmarsow, A. Riegl) y dio pie a Heinrich Wölfflin (Renaissance und Barock, 1888) para intentar la revaloración del Barroco -coincidiendo con el descubrimiento por Manet de la pintura española del siglo XVII y de Velázquez en particular-. Su esfuerzo se concentró sobremanera en las transformaciones estilísticas sufridas por la arquitectura, fijando su nacimiento en la segunda mitad del siglo XVI y oponiendo a las peculiaridades del estilo clásico las señas de identidad del estilo barroco, reconocibles en: el pictoricismo, la construcción en profundidad, la forma abierta, el sentido de la unidad, y la relación entre todos los elementos de la composición.Participando de esta revisión crítica, Benedetto Croce (Saggi sulla letteratura italiana del Seicento, 1911) puso el acento en la recuperación en clave historicista del siglo, reconstruyendo su tejido cultural, y obviando en gran medida dar un juicio de valor; con todo, en 1929 (Storia dell'etá barocca in Italia), volvió a poner el acento en la decadencia del siglo XVII, retrotrayendo el significado de la palabra a su acepción negativa, como sinónimo de falto de poética, de feo, de gusto pervertido, de no estilo. Y este vuelco sustancial, cuando el debate acababa de enriquecerse, por un lado, con trabajos como el de Werner Weisbach (Der Barock als Kunst der Gegenreformation, 1921) que, además de plantear el problema de la relación con el arte manierista post-tridentino, proponía su tesis del "Barroco como arte de la Contrarreforma", triunfante y conexionada con el absolutismo, y, por otro, con la gran exposición sobre el Seicento, montada en Florencia, en el palacio Pitti (1922), primer intento de estudio orgánico del arte barroco, y de modo paralelo con los trabajos crítico-filológicos de R. Longhi, M. Marangoni, A. Muñoz, G. Delogu, y tantos otros. Clara demostración del interés que despertaba el arte Barroco lo constituye el aporte en clave contenutista de Emile Mâle (Art religieux aprés le Concile de Trente, 1932), que intenta establecer los contenidos religiosos de la nueva iconografía y la disciplina que los informa.En fin, varios estudiosos, motivados por los sugerentes análisis de Wölfflin, quisieron reconocer en lo barroco una categoría ideal en perpetua antítesis con lo clásico. Sin duda, la más atractiva de esas teorías fue la del ensayista español Eugenio D'Ors (Lo barroco, 1936), defensor del Barroco como eón, o modalidad transhistórica del arte, categoría perenne de lo sensible universal, femenino y dionisíaco como alternativa a lo racional, masculino y apolíneo. Aunque parece retomar la definición en negativo y peyorativa de los clasicistas, sin embargo, la convirtió en positiva y elogiosa, quizá porque, libre de convictos racionalismos academicistas e iluministas, y con su humor crítico, diluyó los parámetros cronológicos (señaló hasta veintidós especies de barroco), distendió las intenciones y gozó de las formas.Sólo a partir de la II Guerra Mundial se plantearon más precisas y claras síntesis históricas, afrontándose la cuestión en términos novedosos, haciéndose la necesaria distinción en el arte seiscentista de los dos filones fundamentales, marcando sus interrelaciones: el realismo caravaggesco y el barroco en sus diversas formulaciones. Han sido fundamentales en este sentido las aportaciones de G. Briganti, R. Wittkower, G. C. Argan, E. Battisti, F. Haskell, M. Fagiolo Dell'Arco, A. Griseri, P. Portoghesi, C. Brandi...