Comentario
Mientras algunos elementos del caravaggismo se expandían por toda Europa, convirtiéndose en características más o menos permanentes de la pintura de muchos países, el éxito de Annibale Carracci atrajo casi de inmediato hacia Roma a un buen número de artistas emilianos. Entre los Incamminati, Albani, Domenichino y Reni, y entre los ayudantes de Agostino en Parma, Lanfranco y Badalocchio. Frente a la heterogeneidad de los aderenti al Caravaggio la homogeneidad del grupo boloñés es manifiesta, conformando una verdadera escuela tanto por su procedencia como por su sólida formación común.El prestigio de Annibale en Roma y la poderosa comitencia que le sostiene, además del dominio del dibujo y de la técnica del fresco que todos poseían, convirtieron bien pronto a estos pintores emilianos en los exponentes del gusto oficial. El monopolio que ejercieron sobre los ciclos decorativos tanto en iglesias y capillas como en palacios y villas de Roma durante las primeras décadas del siglo, lo demuestra. Colaboraron con Annibale, en plena unidad de intereses, en el palacio Farnese: Albani, Domenichino y Lanfranco; en las lunetas Aldobrandini, Domenichino y Albani, y en la capilla de San Diego (1602-07) (S. Giacomo degli Spagnoli): Albani, Lanfranco y Badalocchio (Barcelona, Museo de Arte de Cataluña, y Madrid, Prado). Sin excluir el estimulante pique que se produjo entre las dos personalidades de mayor relieve, Reni y Domenichino, empeñados en los frescos del oratorio de Sant'Andrea (junto a S. Gregorio Magno, 1608), ni tampoco la rivalidad más enconada, como la que sobrevendrá entre Domenichino y Lanfranco por los frescos de Sant'Andrea della Valle.Partiendo de Annibale, en la diversidad de soluciones personales que aportaron, se configuró el clasicismo seiscentista, entendido como una coherente línea del gusto, cuya afirmación vendrá ligada al enorme y poderoso apoyo de un reducido y selecto círculo de la comitencia más aristocrática de Roma, los Aldobrandini, los Farnese, los Ludovisi, los Borghese, pero, sobre todo, a la exacta definición de sus principios teóricos hecha por monseñor Giovan B. Agucchi, secretario del cardenal Pietro Aldobrandini y, después, del pontífice Gregorio XV.Precisamente, entre 1607 y 1615, este prelado boloñés redactó un "Trattato deIla pittura" (editado en parte en 1646), constituido en una especie de manifiesto del clasicismo. Afirma que en la superación de las heresie manieristas se habían abierto dos vías: la de los pintores que "han puesto su fin en irritar el natural perfectamente tal como ante el ojo aparece", y aquella de quienes han intentado alzarse irás alto "con el entendimiento, que comprenden en su idea la excelencia de lo bello y lo perfecto, que querría hacer la naturaleza, aunque ella no lo ejecute en un único sujeto". A partir de esta primera aproximación, Agucchi afirma que la primera tendencia, y Caravaggio a su cabeza, aun con el mérito de haber reaccionado en contra de la abstracción e irrealidad manieristas, acabó por dejar "atrás la idea de la belleza, dispuesto a seguir del todo la similitud"; por contra, valora como correcta, la segunda, encabezada por Carracci que, teniendo por modelo al arte antiguo y al renacentista, trasportaba la naturaleza siguiendo la teoría de la imitatio como electio, por lo que sus partidarios "no contentos con imitar aquello que ven en un solo sujeto, van recogiendo las bellezas repartidas en muchos, y las juntan todas con fineza de juicio, y hacen las cosas no como son, sino como deberían ser".La argumentación de Agucchi -como años después Giovan P. Bellori en su "Idea del pittore, dello scultore e dell'architetto" (1664), luego publicada como prólogo a sus "Vite..." (1672)- está presidida por una voluntad restauradora, al entender que la restauración del arte del Renacimiento conducida por Annibale Carracci y sus discípulos, como reacción al Manierismo, fue similar a la que en su día realizaron los artistas renacentistas con respecto a la Edad Media. Sin embargo, es evidente que la relación entre Renacimiento y Antigüedad clásica no se podía reducir al mero acto volitivo de Agucchi (y después de Bellori), ya que para los artistas del Renacimiento la clasicidad era un modelo profundo a perseguir, no una forma exterior a imitar; es decir, no era en la asunción de modelos antiguos en lo que el Renacimiento se revela clásico, sino en la fe en el arte como instrumento de conocimiento de la realidad y del hombre.Y es evidente que una confianza igual no era posible en el Seicento después de Copérnico y de Galileo. Por ello, en Agucchi (como en Bellori) el ideal clásico se reduce a la doctrina de la electio, o sea, a un modelo genérico de sublimación de la realidad, que no encuentra una motivación convincente más allá de las razones artísticas. En este sentido, es cierto que el clasicismo seiscentista se erige como el reverso del barroco, pero forma parte del mismo horizonte cultural, es decir, el Barroco (entiéndase aquí como término adherente), testimoniando por un camino distinto la misma pérdida de centralidad del hombre en el cosmos, de igual inseguridad.