Comentario
Aunque quebrantado por la Reforma el aparato ideológico-político que sostenía al cristianismo y unía a Europa, la Iglesia Romana -tras experimentar un extraordinario resurgimiento-, en vísperas del Jubileo de 1600, se preparaba para celebrar su triunfo, sin duda que relativo, sobre las iglesias reformadas. Y es que, en su intento de reconquistar espiritualmente los territorios perdidos de Europa, la Contrarreforma católica, inspirándose en los principios dogmáticos y disciplinarios proclamados en Trento, aun no habiendo podido erradicar la herejía, sí había logrado detener el avance protestante, recuperar grandes zonas geográficas e importantes masas de población y corregir sus abusos más irritantes. A mayor abundamiento en lo pírrico del triunfo, en 1598, la muerte de Felipe II había ratificado una realidad política: el fracaso del proyecto filipino por instaurar un Imperio hispánico con pretensiones de hegemonía extracontinental, más allá de los límites europeos, en defensa de la verdadera fe. En ese mismo año, poco antes, España acababa de firmar el Tratado de Vervins que venía a proclamar, tácitamente, la acelerada progresión de Francia como gran potencia hegemónica de Europa.Estas efemérides con las que se inició el siglo, confirmaban el definitivo arraigo y la multiplicidad de las comunidades protestantes y el desplazamiento hacia el Norte del equilibrio de poderes europeo, hechos que se hicieron realidad, sobre todo, a partir de la inflexión crítica señalada por la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), un conflicto político y social originado en los recíprocos y continuos enfrentamientos religiosos. Porque, dicho sea, esta guerra no sólo destrozó los Estados, maltrató las economías y aniquiló a los hombres -a lo que ayudaron, y bastante, las epidemias y el hambre-, sinoque también destruyó la solidez de la Contrarreforma católica y deshizo la coherencia de la Internacional calvinista, consumándose a un tiempo la pérdida de la supremacía habsbúrgica, tanto española como austríaca, al firmarse la Paz de Westfalia (1648) en beneficio del predominio europeo de Francia, cuya imparable ascensión ratificaría la Paz de los Pirineos (1659), pero que, al iniciarse el siglo XVIII, cedería ante el empuje de Inglaterra. Y es que, el concepto inglés del equilibrio de poder político europeo escondía, cínicamente, la idea de hegemonía.Se iniciaba, pues, una era de complejas relaciones, definidas por un fanático pluralismo político y unas crueles guerras devastadoras y propiciadas por las tensiones entre las fuerzas históricas emergentes: el absolutismo monárquico y el capitalismo burgués, a todo lo cual se sumaron, para complicar el panorama, los conflictos religiosos entre católicos y reformados (muy especialmente, calvinistas), las reformas institucionales internas y los cambios dinásticos, los sentimientos nacionalistas y las sublevaciones emancipadoras dentro de los Estados, las luchas entre las oligarquías aristocráticas o burguesas contra los poderes soberanos, las crisis sociales de subsistencia y las revueltas populares.Europa, fuertemente marcada por un permanente estado de tensión y conflicto, de violencia y disimulo, llegó a la extrapolación de sus problemas y a trasladar sus disputas a otros continentes. En el deseo de conquistar la unidad, de imponer su hegemonía política o de someter y colonizar comercialmente otros territorios en su beneficio, los distintos Estados maniobraron a escondidas, ejecutaron increíbles fintas diplomáticas, dieron golpes de efecto aquí y de fuerza allá, o retorcieron sus líneas políticas.Significativo en este sentido, fue el caso de las protestantes y burguesas Siete Provincias del Norte de los Países Bajos, que no sólo declararon su independencia de España con la constitución de la Unión de Utrecht (1579) -segregación que la Corona española admitiría de hecho al firmar la Tregua de los Doce Años (1609), pero sólo la sancionaría oficialmente por la Paz de La Haya (1648)-, sino que también, con el fin de explotar determinados productos (café, caña de azúcar, etc.) y de reforzar su comercio de esclavos, atacaron varias posesiones ultramarinas hispanoportuguesas, ocupando temporalmente Bahía (1624) y Recife (1630) y asentándose definitivamente en Curazao (1634) y la Guayana (1636); de este modo, la nueva República, además de conquistar su independencia, coadyuvó en América al hundimiento del poder español en Europa y creó su propio imperio colonial, convirtiéndose en una de las mayores potencias marítimas y comerciales del mundo, tras fundar sus Compañías de las Indias Orientales (1602) y de las Indias Occidentales (1621).Por el ascenso político de las clases mercantiles en Inglaterra y Holanda y por la consolidación del poder en la persona del soberano en Francia, estos países -en los que se acometieron, en diversa medida, unos acusados cambios institucionalesrepresentan, no sin reservas y ciertas contradicciones recurrentes, la encarnación de los principios doctrinales y políticos del liberalismo burgués capitalista y del absolutismo monárquico de origen divino, definidores del siglo XVII europeo. Sin duda, junto a la relevante singularidad del advenimiento histórico del Estado holandés, el caso más significativo sería el vivido por Inglaterra, que entre 1641 y 1688 conoció toda una serie de reformas estructurales y de revoluciones político-sociales internas, incluyendo una guerra civil, la ejecución de un rey y la abolición de la monarquía, la instauración de un régimen republicano parlamentario, en extremo puritano, y su degeneración en una dictadura personal, y la restauración monárquica absolutista que, finalmente, con un cambio dinástico por medio, se trocaría en monarquía constitucional.En esta acusada ceremonia de la confusión, los Estados italianos, Francia, Portugal y España, junto con los territorios de Flandes -los Países Bajos del Sur, bajo soberanía de la Corona española, con más o menos autonomía gubernativa, pero por idiosincrasia y tradición tan burguesas, capitalistas y liberales como sus copaisanos del Norte-, permanecieron fieles a la fe católica; por el contrario, Inglaterra, Escandinavia y la República de las Siete Provincias Unidas, afirmaron su fe protestante, ya anglicana, ya luterana, ya calvinista.Después de la Guerra de los Treinta Años, se confirmó la adhesión de Renania, Bohemia, Polonia, Hungría y Austria al catolicismo, mientras que la fe reformada arraigaba definitivamente en la Alemania nórdica. Pero, la Paz de Westfalia, al verificar la libertad de los príncipes germánicos frente al poder imperial habsbúrgico -reducido desde entonces a sus posesiones dinásticas de Austria y Hungría-, autorizó la fragmentación del Sacro Imperio Romano, que pasaba a constituir una confederación de Estados independientes, originando el súbito nacimiento político de casi trescientos cincuenta pequeños Estados principescos autónomos (se recordarán, por su incidencia histórica, Brandenburgo-Prusia, Baviera y Sajonia), y sancionó, por atomización, el triunfo del absolutismo monárquico. En consecuencia, además de los modelos italianos católicos de Génova y Venecia, el sistema republicano tan sólo se mantendría en los Países Bajos neerlandeses y en la Confederación Helvética.Además de un período de contiendas generalizadas, el Seiscientos europeo fue, paralelamente, una fase de fuerte contracción y recesión económica, con un colapso general de los precios y una caída de los salarios, a lo que se unió una acusada crisis demográfica. Con todo, la clave para superar esta acentuada recesión debe situarse en el distinto tipo de reacciones que ante estos fenómenos se plantearon y las soluciones que acometieron los diversos países. Así, ante unas dificultades y circunstancias adversas (que, sin ser las mismas, eran similares o cuanto menos parangonables), mientras algunas comunidades pecaron de un gran inmovilismo conservadurista, tanto en lo económico como en lo social, refeudalizando sus estructuras, las sociedades inglesa y holandesa -a las que favoreció su situación geográfica ante el traslado del tráfico comercial desde el eje del Mediterráneo al eje del Atlántico- se movilizaron en extremo y tomaron la iniciativa, permitiendo vía libre, comercial y financiera, a la nueva burguesía y creando nuevas y participativas formas de gobierno parlamentario.