Época: Cd1020
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1848

Antecedente:
Pintura y escultura entre revoluciones

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

La estatuaria de Jean-Antoine Houdon (1741-1828) que era, al contrario que la canoviana, la más próxima a los criterios del Barroco, se guió al retratar en 1806 a Napoleón por cánones de solemnidad y purismo que moderaban las sutilidades sensualistas de otros retratos. De todos modos, la escultura francesa más acreditada en el imperio preservó la herencia del propio clasicismo barroco. Joseph Chinard (1756-1813), Charles-Louis Corbet (1758-1808) y Pierre Cartellier (17571831) tenían más o menos la misma edad que Canova y también esculpieron para la corte del general corso. En cambio, sus obras, como las de Houdon, estaban desprovistas de la fría distancia formalista de Canova, mantenían la gracia atemperada del clasicismo anterior, y sabían servirse de un noble realismo, como en el majestuoso busto de Napoleón realizado por Corbet en 1801, cuya expresividad y empaque obligan a intuir el drama de un general romántico.El escultor más joven de los que asumieron encargos oficiales en el imperio fue Denis Antoine Chaudet (1763-1810), autor de la estatua de Napoleón que corona la columna de la place Vendóme, probablemente el ejemplo por excelencia del formalismo neorromano más oficialista, y también más canoviano. La impronta de Canova, que ciertamente fue un artista venerado en Francia, se deja notar más en los pintores, o bien en escultores menores que en algún momento realizan obras oficiales con la correspondiente pompa y frialdad retóricas, con los ingenios que tan fácilmente se aprendían en la Academia.Los ingredientes del formalismo y la sensualidad, que se reparten desigualmente en el arte de la estatuaria francesa de la primera década de siglo, se disponen también como dos aspectos de la interpretación estética a conciliar en la pintura de este mismo período. El peso del rigor clásico en la pintura fue tan fuerte como el magisterio de David, y su riqueza expresiva tan amplia como los recursos artísticos del genial pintor de la Revolución.Jacques-Louis David (1748-1825) prestó su saber artístico a la glorificación del Imperio, pero sus cuadros políticos, por un exceso de teatralidad, no lograron la heroica sinceridad de sus lienzos del período revolucionario. Es el David retratista la personalidad artística más firme del momento, aunque fuesen sus formulismos de pintor de historia los que alcanzaran realmente todos los favores de la moda. Su retrato de Napoleón en su despacho presenta un personaje impaciente y autocomplacido en un lienzo virtuosamente verista. No desmerece de otros de sus grandes retratos, como el de Madame Chalgrin; consigue encuadrar una composición serena y disciplinada en todos sus elementos sin menoscabo de su capacidad de penetración psicológica, que es soberbia. La obra de David llevó a cabo el gran gesto heroico de abolición de las frivolidades barrocas y del decadentismo cortesano, que facilitó el afianzamiento de una nueva pintura idealista en Francia. Sólo que su obra estaba demasiado llena de sutilezas y sus discípulos fueron demasiado numerosos, como para que el influjo que ejerció se decantara en una sola dirección.Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867) fue el discípulo de David cuyos retratos podían medirse con los mejores. No guardan, en cambio, grandes afinidades con los de su maestro, salvo por su definición lineal y por su voluntad idealista, que atesora el amor a la verdad y a la imaginería clásica. Ingres agrega un prudente tino erótico que envuelve a sus figuras, especialmente las femeninas, de una sentimentalidad perdidamente romántica. Sus retratos más davidianos son precisamente los masculinos, muy sobrios y psicológicamente centrados, como el excelente de Monsieur Bertin (1832), no muy lejano en el gesto de la figura central del retrato de grupo de David Michel Gerard y sus hijos, de comienzo de siglo. En otros se vislumbra el fervor romántico por el independiente papel del artista, como en la figura de su condiscípulo El pintor Granet (1807), realizado en Roma, donde Ingres residió durante décadas y donde, a partir de 1834, dirigió la Academia Francesa. Pero, desde un principio quiso Ingres distinguirse de David: el verismo del retrato Monsieur Philibert Riviére (1805) hace honor a la rotundidad volumétrica y a la frugalidad verista de David, pero ilumina a la figura de frente y prescinde así del claroscuro de éste. Con ello quiso colocar su pintura en las vías de un primitivismo más afín a la retratística del Renacimiento, especialmente de Holbein, factor éste que conscientemente había de manifestar su independencia con respecto a las formas de representación de su maestro.Es muy rica su otra retratística realizada a lápiz y lo acredita como uno de los mejores dibujantes de la historia. La seguridad de su trazo no es su única virtud. Este es fino y de una precisión que podría endurecer la definición de las figuras, pero es capaz de modelar los sujetos con tales suavidad y ternura, que éstos se realzan en su inmediatez humana, en su presencia cabal, en su individualidad psíquica inintercambiable. De la sugestiva y aparentemente estilista precisión de sus líneas resultan seres pasmosamente ciertos.El sentimentalismo de Ingres parece contradecir la impositiva distancia de su orden analítico y de su acabado perfeccionista. Su poética es la que conjuga ambos términos, la que en un mismo lienzo perfila la frente escultórica de Granet con un bucle de ideal artista inspirado y se detiene en el peso y las calidades matéricas del sayo que prueban nuestro conocimiento táctil. Las fricciones de la sensibilidad de Ingres se revelan particularmente en sus figuras femeninas. Sus retratos de la mujer y la hija de Riviére son literalmente seductores, cada uno a su modo, como las personas. La imagen de Madame de Senonnes (1814), brillante y alambicada, parece el ejercicio de estilo de un virtuoso amante de las formalidades frías, pero son las sutilidades de la expresión, los pequeños detalles del gesto, el repentino atractivo sensible de los objetos y las encarnaciones, los aspectos que revelan la mano de un pintor entregado, turbado por la realidad.La Gran Odalisca (1814) es obra paradigmática a este respecto, el ejemplo más extremo, que Valéry encontró poco menos que repugnante. El alargado desnudo de su espalda y las relaciones de proporción revelan tentaciones manieristas, acentuadas por sus diversos detalles exóticos. Incluso el azul casi tóxico del cortinaje y el insustancial acabado cerúleo de las encarnaciones hacen que su estilo imponga la distancia de lo artificioso entre el espectador y la belleza humana de la modelo, como si el artista interpusiera entre ambos una demostración de sus propias habilidades. Pero la accesibilidad de su mirada hace comprensible su sexualidad, y de una compleja figura artística pasamos a ver los volúmenes atractivos y reconocemos la presencia paradójica de un erotismo informe y disoluto. Es imagen que provoca a la vez amargor y delirio, una visión fatalista de las cualidades del arte. Mucho más sencilla y delicada es La grande baigneuse (1808), aunque está igualmente influida por modelos del manierismo toscano.Ingres se introdujo también en la pintura alegórica y de historia. Pero dentro de la pintura de tema, aparentemente tan accesible para un pintor formalista como él, sólo dio con soluciones memorables en sus recreaciones literarias. Pensamos en su tema de Ariosto Roger libera a Angélica (1819), en su hiperclásica Apoteosis de Homero (1827) y en El sueño de Ossián (1813), la más arriesgada y rupturista de estas composiciones. Formal y cromáticamente revela al pintor onírico y extático que pugnaba con el dotado naturalista que fue Ingres. Sus habilidades estilísticas y la inercia de su época le llevaron a aplicar criterios historicistas de muy diversa procedencia: quiso mostrar su dominio del lenguaje manierista, ocasionalmente asumió la poética de Füssli, y encontró formas que se medían con los legados de Rafael, Mantegna, Holbein y cuantos pintores tentaron las virtudes de su pincel. Sus convicciones de sofisticado formalista revierten en el arte de sus seguidores, como Hippolyte Flandrin (1809-1856) y Théodore Chassériau (1819-1856).La maestría de sus retratos es, sin embargo, la que consiguió marcar una huella más profunda en la tradición artística del siglo XIX, a la que retó con la originalidad de sus realizaciones. Son muchos los pintores que hubieran podido tributarle. En España el retratista más acreditado del siglo, Federico de Madrazo (1815-1894), se debe a la tradición ingresiana. Su arte del retrato conecta, sin embargo, más con el del Ingres más tardío, el de logros como el lienzo del Duque de Orleans (1842), que es claroscurista, pero además más sencillamente ameno y directo que otras de sus obras, pues responde a una puesta en escena simple de la elegancia cortesana. Sin que debamos marginar su deuda para con Ingres, muchos cuadros de Madrazo denotan también, desde luego, su fiel admiración por los retratos de Velázquez, y el género contó en España con buenos cultivadores en el siglo XIX: su coetáneo C. L. de Ribera (1815-1891), por ejemplo, y, más allá, el primer gran referente de un verismo rígido posterior a Mengs, que fue el retratista fernandino Vicente López (1772-1850), un aséptico formalista, pero también un notable conocedor de la psicología de sus sujetos.A juzgar por lo que más le liga a una moda extendida, que era el afán de fabulación, las composiciones más típicamente románticas de Ingres no dejan de ser sus cuadros de exaltación literaria. Otros discípulos de David también se entregaron a recreaciones mitológicas y literarias. Anne-Louis Girodet Trioson (1767-1824) dejó, en tal sentido, obras muy representativas de este nuevo gusto por el formalismo de líneas anhelantes y por la fabulación efectista. Retrató a Chateaubriand e interpretó su prosa en El entierro de Atala (1808). Su Apoteosis de Napoleón es una celebración ossiánica del emperador. El sueño de Endimión, ya de 1791, dejaba ver los aspectos que retiene de David. Son precisamente el estilo lineal, la idealización del cuerpo y la efectividad literaria de la puesta en escena. El compromiso verista se reduce en favor de un mayor artificio y la coloración se hace más plana, como buscando un grado de abstracción mística en la presentación del tema, que sería, en realidad, un recurso para la atracción del mito.En Eros y Psique (1797) de François Gérard (1770-1837) también se manifiesta el encanto de las líneas delicadas, los formulismos manieristas, el preciosismo complaciente y la interpretación dulce y pulida del mito. Gérard fue un estupendo retratista, uno de los más requeridos en la corte napoleónica. En él, como en otros de los pintores románticos de esta primera generación, se observa que la elocución patética de David se halla sumamente amainada, mientras que la magia hedonista y el componente sentimental y abstracto cobran mayor importancia en sus formas. Es el David blando, el de los temas amatorios, el que rebrota en muchos de sus discípulos, aunque extremándose en estilos amanerados y sentimentales que padecen la gracia erótica de las niñas tontas. La iluminación mórbida y la idealización formal del sentimiento contribuyen a esa tarea que denominamos, porque no hay un verbo más figurativo, abstraer.Esta tendencia a un dramatismo atenuado, pero con gran énfasis sentimental, y que no omite los encantos de un erotismo sofisticado, la comparten bastantes autores. Habría que recordar, por sus calidades, a P.-N. Guérin (1774-1833), y muy especialmente a Pierre-Paul Prud'hon (1758-1823). El modelo aleccionador de Correggio fue una referencia común entre estos discípulos de David. Correggio puede considerarse, junto a Rafael, el autor más reverenciado por la literatura artística de la época dentro y fuera de Francia. El caso de las afinidades correggianas de Prud'hon es el de un pionero. Démonos cuenta de que es el mayor de estos autores y que sólo era diez años más joven que David. Fue un maestro de la plasticidad lírica y del misterio sensual, pero la magia de sus composiciones sirvió también a asuntos morales patéticos, como en su lienzo El crimen perseguido por la Venganza y la Justicia (1808), que emplea el claroscuro con un efecto arrebatador. Este apoyo no encontró soluciones tan felices entre otros pintores del momento que también ensayaron de manera comparable la idoneidad del estilo sublime en temas alegóricos.El idealismo sentimental de los brillantes artistas franceses que nombramos estaba imbuido de una gracia erótica que Friedländer identificó para muchos justamente con el ideal de la volupté décente. Nos hemos referido a la derivación davidiana de los nuevos comportamientos artísticos, distinguiendo la obra del maestro de la de los discípulos como se diferencian los ideales plásticos clásicos de los coquetos sincretismos manieristas. Eso sí, tuvo la suerte de contar con algunos seguidores de gran talento.