Época: arquitectura
Inicio: Año 1850
Fin: Año 1900

Antecedente:
La arquitectura en la segunda mitad del siglo XIX

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

Acontecimientos concebidos como escaparate público para dar a conocer los adelantos de la industria, el comercio y las artes, las Exposiciones Universales tuvieron como punto de referencia original diversas muestras que, con ese objetivo pero de ámbito estrictamente nacional, venían celebrándose en algunos países. A partir de 1851 se internacionalizaron, tomando ese adjetivo de Universales, y se institucionalizaron como un acontecimiento periódico que se viene prolongando hasta nuestros días, tal como lo evidencia la Expo 92 de Sevilla.
En realidad, vienen a ser una exhibición del poder industrial, comercial y creativo de los países participantes, así como un instrumento de proyección política y de imagen de la nación organizadora, que por espacio de varios meses se convierte en anfitriona de monarcas, jefes de estado y personalidades, al tiempo que receptora de un público millonario.

El precursor de estas muestras fue François de Neufchâteau, ministro francés del Interior, quien tras impulsar la idea y la organización, el 19 de septiembre de 1798 inauguró en el parisino Campo de Marte una exposición de productos industriales y artesanos franceses, con la intención de que a partir de entonces tuviera carácter anual. Aunque este último objetivo no llegará a cumplirse, sí se seguirán organizando estas exposiciones nacionales con una cierta periodicidad: en 1801 y 1802, en los jardines del Louvre; en 1806, en la explanada de la Concordia; en 1818, 1819, 1823, 1827 y 1834, en la plaza de la Concordia, y en 1839, 1848 y 1849, en los Campos Elíseos.

También en Inglaterra se habían celebrado algunas exposiciones de carácter local. Pero será Londres la ciudad que acogería por primera vez, en 1851, una "gran exposición de los productos de la industria de todas las naciones", bajo el auspicio del príncipe Alberto y la labor de un eficiente funcionario llamado Henry Cole.

Para proyectar el local que alojaría el acontecimiento se recurrió a un genio autodidacta, Joseph Paxton (1803-1865), jardinero del duque de Devonshire en Chatsworth, quien, con gran experiencia en la construcción de invernaderos, imaginó el palacio de exposiciones como uno de éstos, si bien de enormes dimensiones: 563 metros de largo por 124 de ancho.

Esta construcción presentaba como características originales un chasis y unos postes enlazados en su parte baja, resultando espectacular la cantidad de elementos incorporados: 3.300 pilares de hierro, 2.224 viguetas, 300.000 cristales y 205.000 marcos de madera. El conjunto resultante, con una superficie cubierta de 70.000 metros cuadrados, se reveló como un gran prefabricado, cuyos elementos podían desmontarse sin destruirse.

El Crystal Palace de Paxton, calificado por algunos de sus detractores como el monstruo de cristal, fue catalogado durante mucho tiempo como obra maestra e, incluso, como una de las maravillas del mundo arquitectónico. Desgraciadamente hoy desaparecido a causa de un incendio, este palacio ejerció una decisiva influencia en la concepción de otros pabellones levantados en posteriores exposiciones universales.

Este fue el caso de Nueva York, ciudad que en 1853 organizó la segunda muestra de estas características y que dispuso de un Crystal Palace basado en la idea de Paxton, con la novedad de presentar una gran cúpula de fundición. La edición correspondiente a 1855 se celebró en París, donde el arquitecto Viel levantó el Palacio de la Industria; un edificio concebido como réplica al de Londres; si bien su ancho duplicó largamente al de aquel, y en el que se emplearon grapas metálicas y cristal engastado.

Hasta finales del siglo XIX, Londres y París se alternaron en la organización de estas exposiciones, destacando Francia en cuanto a las novedades arquitectónicas que presentaron los sucesivos certámenes.

La Exposición Universal de París de 1889 contó con una Galería de Máquinas, construida según el proyecto del arquitecto Louis Dutert (1845-1906) y del ingeniero Contamin (1840-1893). Algo menor que el Crystal Palace londinense, huía del aspecto de invernadero y sus monumentales pilares descansaban sobre 40 pilastras de albañilería. La bóveda, cuya altura alcanzaba los 43 metros, cubría, sin ningún apoyo intermedio, una superficie de 4,5 hectáreas. El edificio despertó una expectación similar a la que en su día suscitara el pabellón de Paxton. Así la describió y valoró el arquitecto Jourdain: "La galería de máquinas, con su fantástica nave de 115 metros sin tirantes, su vuelo audaz, sus proporciones grandiosas y su decoración inteligentemente violenta, es una obra de arte tan bella, tan pura, tan original y tan elevada como un templo griego o una catedral".

Años antes, en la edición también parisina de 1867, un joven ingeniero francés, Gustave Eiffel (1832-1923), se haría famoso por calcular y construir, junto con J. B. Kranz, otra Galería de Máquinas. Pero sería en la Exposición Universal de París ya citada de 1887, conmemorativa del centenario de la Revolución francesa, donde Eiffel lleva adelante otro ejemplo de la nueva arquitectura. Se trata de la famosa torre que tomó su nombre, una obra que sorprendió y desató entonces toda suerte de reacciones, negativas en su mayoría.

Eiffel, experto en la construcción de puentes, estaciones de ferrocarril y edificios de hierro, ya había participado, con anterioridad a la realización de su torre, en la construcción de la estación de Pest (Hungría), en la de los almacenes Au Bon Marché de París y, tal como se hace referencia más arriba, en los cálculos del techo de la Galería de Máquinas de la Exposición de 1867. Asimismo, suya fue la ejecución de muchos puentes, entre los que destacan el del Duero, en Portugal, y el viaducto de Garabit, en Francia, de 165 metros de luz sobre las aguas del río Thuyére, como igualmente concebiría la estructura metálica que sustenta la estatua de La Libertad, en Nueva York.

La construcción de la torre Eiffel, de 300 metros de altura, requirió, entre otros muchos números mayúsculos, la ejecución de 5.300 dibujos que detallaban las 18.038 piezas diferentes que integraban su estructura y cuyo ensamblaje requirió siete millones de remaches. Dos años de trabajo y un promedio de doscientos cincuenta obreros posibilitaron su finalización, cuya realidad trataba de rivalizar con los monumentos más altos del mundo.

Una vez más, la innovación y la originalidad que suponía el emblemático proyecto de Eiffel propiciaron la proliferación de descalificaciones y de negros presagios. Ya desde el inicio de las obras, no faltaron especialistas y matemáticos empeñados en demostrar su seguro derrumbamiento cuando se alcanzaran los 228 metros de altura. Por otro lado, el 14 de febrero de 1887 las páginas de "Le Temps" publicaron un manifiesto titulado "Protesta de artistas", en el que se rechazaba su proyecto según los argumentos siguientes: "Escritores, escultores, pintores y amantes apasionados de la belleza hasta ahora intacta en París, venimos a protestar con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra indignación en nombre del gusto francés despreciado y en el nombre del arte y la historia francesa amenazados, en contra de la erección en pleno corazón de nuestra capital de la inútil y monstruosa torre Eiffel. ¿Hasta cuándo la ciudad de París se asociará a las barrocas y mercantiles imaginaciones de un constructor de máquinas para deshonrarse y afearse inseparablemente? Pues la torre Eiffel, que ni siquiera la comercial América querría, es, no lo dudéis, la deshonra de París. Todos lo sienten, todos lo dicen y todos lo lamentan profundamente, y no somos más que un débil eco de la opinión universal, tan legítimamente alarmada".

No obstante tan virulento ataque, la torre Eiffel vendría a convertirse, pesara a quien pesara, en el símbolo de la modernidad. Con ella, su autor demostró que el arte no era destruido por la técnica, sino que la técnica se limitaba a ofrecer nuevos recursos para el desarrollo del arte. Y así, habría poetas, como Cendrars, Apollinaire y Cocteau, que cantarían su belleza; pintores, como Delaunay o Seurat, que la plasmarían en sus cuadros, y escultores, como Duchamp-Villon, que verían en ella el anuncio de un nuevo concepto espacial.