Época: FindeSiglo2
Inicio: Año 1875
Fin: Año 1901

Antecedente:
El Postimpresionismo

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

Refugiarse en el bullicio y el alcohol de la vida nocturna es otra forma de evasión. Vivir Montmartre hasta la saciedad obliga de alguna manera a confundir la obra con la vida. Así transcurría la existencia de Toulouse-Lautrec (1864-1901): entre el recuerdo de una formación conservadora, la compañía de su tara física, la admiración por la obra de Degas, de Bernard y de las estampas japonesas y la huella que iban dejando en él las formas en movimiento de las artistas y el público de los cafés-chantants.
Por la importancia que da a la mirada directa es inevitablemente un hijo del impresionismo. Sobre todo de Degas. Pero no le interesa recrearse en las sensaciones ópticas; Toulouse-Lautrec va más allá de la pura sensación visual. El artista ha logrado captar los aspectos psicológicos de aquel mundo que ve. En su incisivo dibujo y en su línea ha quedado encerrado buena parte del ambiente sofisticado de la belle époque. Y se ha dedicado de lleno a esa artificialidad del ambiente que da el tono de la época, a captar su ritmo vital. Al ilustrarlo, al mismo tiempo, está configurando visualmente su tiempo. Por ello, y aunque se le catalogue como postimpresionista, es realmente un artista Art Nouveau. La sociedad mundana adora verse reflejada, de ahí que el arte de Lautrec fuera admirado y difundido en la época (exponía todos los años en los Indépendants, y con los XX en Bruselas, también a Londres llegaban sus ecos y la galería Goupil organiza en 1897 una exposición de su obra).

De las estampas japonesas ha tomado el ritmo de la línea y su simplificación, el diseño lineal bidimensional, los planos cromáticos amplios y homogéneos. Aprende también a no matizar ni sombrear el color y a limitar el número de ellos -azules, verdes opuestos a violetas y rosas (Au cirque Fernando; Ecuyére, 1887-1888). Sus audaces encuadres están a medio camino entre Japón y Degas. En el Salón de la rue des Moulins (1894) crea un espacio y un movimiento con el diseño y la línea. Continuidad del movimiento y fluidez. Las siluetas se alargan y se contraen, se transforman (véase la litografía de la bailarina Loïé Fuller, 1893). Lautrec consigue simplificar la forma en movimiento. Como para valorar lo esencial necesita un medio rápido, acude al dibujo, se sirve del pastel y la litografía. Su línea y sus contornos retienen las formas que pasan velozmente ante su mirada. El trabajo psicológico es doble, pues no sólo guarda un aire de época en sus dibujos de bailarinas y comediantes, sino a ellos mismos en sus ademanes personales: Valentin, la Goulue, Jane Avril, Ivette Guilbert... Se convierte así en el comunicador de una sociedad en la que inevitablemente vive. Aristócrata por cuna, decadente porque vive la decadencia.

Como todo buen publicista sabe que debe estimular e impactar al espectador. Para ello tiene que ser conciso, basar su obra en la economía de medios. En sus carteles es más sintético que en sus pinturas. En 1891 crea el cartel para el Moulin Rouge. El estilo se acerca a las propuestas sintetistas de la época: amplias superficies homogéneas, contorno acentuado (en él se vuelve casi cortante, afilado, intenso, agudo).

Concisión, contundencia y repetición. Si se repite la tipografía debe hacerse lo mismo con los espectadores: individualidad para la Goulue, anonimato para la masa que en una época mecánica, en la que la uniformidad va ganando terreno, se convierte invariablemente en número. De ahí su modernidad.

El ritmo, por tanto, debe nacer del contraste entre las zonas claras y las oscuras, entre el tamaño de los personajes, entre la profundidad y los primeros planos. No importa que el espacio no sea profundo porque será la línea la que ponga en movimiento las formas. Todo queda integrado: letras y figuras nunca demasiado explícitas, sino sugerentes. Hasta tal punto capta actitudes y psicologías, modos de estar y de ser, que a veces le basta aludir con un simple trazo para referirse a aquello que otras veces había plasmado de manera más realista: Diván japonés (1893), Les Ambassadeurs: Aristide Bruant (1892).

Jules Chéret (1836-1930) es uno de los primeros en desarrollar las técnicas de impresión y del tratamiento de los colores (en 1880 se había logrado introducir la cromolitografía). Chéret realiza publicidad artística para los ámbitos de la bohemia intelectual, teatros, cafés cantantes y revistas. Pronto el éxito alcanzado lleva a los productos de consumo y a las actividades de ocio de masas a utilizar el mismo lenguaje.

El éxito de su exposición de 1889 prueba el status alcanzado por el cartel, considerado hasta entonces como arte aplicada. Fue conocido como el Fragonard de la calle, el Watteau del papel pintado. Con él, la Chérette -esas exquisitas mujercitas del fin de siglo de la electricidad-, personaje a la vez anacrónico y moderno, se convierte en el primer emblema erótico de la sociedad capitalista que irrumpe en las calles y conquista a los paseantes. Sus contornos fluidos y su ritmo ondulante (Bal au Moulin-Rouge, 1892) se aproximan a las propuestas plásticas de la época pero no logra desprenderse del pictoricismo, de la herencia de un tratamiento impresionista en el que las mezclas demasiado jugosas de color restan importancia a la contundencia de las formas.

También había aumentado el tamaño de la litografía. El texto iba cediendo sitio a la imagen y las figuras se realizan con acusados contornos lineales, colores atrevidos y planos sin relieve. Se consigue por primera vez una síntesis caligráfica que engloba formas y símbolos. La escritura y el ornamento se hacen uno y esta unidad -tímida y torpe todavía en Jules Chéret- se logra plenamente en Mucha y Toulouse-Lautrec. La actividad gráfica de Alfons María Mucha (1860-1939) le convertirá en un artista de moda. Paul Moran llegará a definir el Art Nouveau como style nouille pensando en Mucha. A éste no le interesa tanto reflejar los ambientes mundanos cuanto crear una fantasía de taller. Así, en sus carteles, en los contenidos figurativos y en los decorativos, introduce una mezcla de elementos simbolistas, orientalizantes, exóticos en los que se trasluce también sus aficiones por el esoterismo.

Chéret y Mucha estaban fascinados por la pintura de caballete -decorativa y simbolista- y de ella tomaban préstamos. La eficacia del carácter múltiple del cartel divulgaba y popularizaba los estilemas del gran arte. Sólo Toulouse-Lautrec, que se burlaba de Puvis de Chavannes (en 1884 pinta una enorme parodia del Bosque sagrado de Puvis) reivindica la novedad y el lenguaje personal del cartel: la repetición y la onomatopeya frente a la tipografía decorativa, el retrato individual y no la alegoría genérica, la descripción sarcástica contra la evocación simbolista, los registros, planos que oscilan y se escalonan, contra la perspectiva aérea de Chéret, la dureza frente a la evanescencia.