Comentario
Muchas décadas después se sigue discutiendo si allí los aliados se repartieron efectivamente el mundo en zonas de influencia o es ésta una simplificación que buscaron los analistas o los historiadores.
Naturalmente, no hubo en Yalta -la localidad de Crimea elegida para la reunión- un reparto del mundo stricto sensu. Pero la Conferencia fue una demostración del "arte de disponer de los demás", como ha escrito agudamente André Fontaine en su Historia de la Guerra Fría y, en este sentido, es perfectamente lícito hablar de reparto. Al menos, ese era el espíritu de los reunidos.
Las circunstancias previas a la Conferencia favorecían este espíritu. A diferencia de Teherán, ahora sí estaba decidida la guerra. Los aliados habían realizado la Operación Overlord, el desembarco en Normandía, y allí marcaron el principio de un fin que, en los primeros meses de 1945, resultaba inminente.
Los hechos hablaban por sí mismos. El desembarco -que se produjo el 6 de junio de 1944, y no en mayo, como se había previsto en Teherán- constituyó una demostración de fuerza. En un momento en que el III Reich notaba el desgaste bélico y se encontraba con dificultades de abastecimiento, los aliados lanzaban al frente europeo 75 divisiones, casi 7.000 buques y lanchas de desembarco y 13.000 aviones.
Desde aquel momento, el proceso de derrota del Eje se aceleró y solamente la ofensiva de las Panzern Divisionen en Las Ardenas, durante el mes de diciembre de 1944 -extraordinario canto del cisne del mariscal Von Rundstedt-, hizo vacilar el firme avance de los aliados.
La preparación de la posguerra era una realidad, y cada uno de los Tres Grandes la deseaba a su modo. Stalin parecía conformarse con las posiciones concretas de su Ejército en el Este de Europa. Roosevelt -tan universalista y tan amante del Derecho Internacional como lo había sido Woodrow Wilson en la Primera Guerra Mundial- fomentaba la reunión de Bretton Woods -New Hampshire- para fortalecer el dólar o la de Dumbarton Oaks -en plena capital, Washington- para fijar las líneas maestras de lo que sería la Organización de las Naciones Unidas. Churchill, que no estaba en condiciones de operar como sus homólogos, viajaba a Francia, Italia, Grecia y Moscú. Sin este viaje, sin la entrevista del premier británico con Stalin en la capital soviética, el 9 de octubre de 1944, no se pueden entender muchas de las cosas que ocurrieron en Yalta.
Así lo cuenta Winston Churchill en sus Memorias: "Únicamente se hallaban presentes Stalin, Molotov, Eden y yo, además de los intérpretes, que eran el mayor Birse y Pavlov. El momento era favorable para negociar y, por tanto, yo dije: "Hablemos de nuestra situación en los Balcanes. Vuestros Ejércitos se encuentran en Rumania y en Bulgaria, donde nosotros tenemos intereses, misiones y agentes. Dejémonos de ofertas y contraofertas como si estuviéramos chalaneando. Por lo que a Gran Bretaña y a Rusia se refiere, ¿qué diríais si tuvieseis una mayoría del 90 por 100 en Rumania y nosotros un porcentaje análogo en Grecia, participando, en cambio, en pie de perfecta igualdad, en Yugoslavia?"
Mientras los intérpretes procedían a la traducción, apunté lo que sigue en media cuartilla:
"Rumania: Rusia, 90 por 100. Los demás aliados, 10 por 100.
Grecia: Gran Bretaña (de acuerdo con los Estados Unidos), 90 por 100. Rusia. 10 por 100.
Yugoslavia: 50-50 por 100.
Hungría: 50-50 por 100.
Bulgaria: Rusia, 75 por 100. Los demás aliados, 25 por 100".
Pasé la hoja por encima de la mesa a Stalin, quien, entretanto, había escuchado la traducción. Se produjo un breve silencio. Después tomó un lápiz azul y con él escribió un grueso visto bueno en la hoja, antes de devolverla. Así, en menos que canta un gallo, se aprobó la división de fuerzas. Siguió un largo silencio. La hoja con la rúbrica de Stalin estaba allí, en el centro de la mesa. Finalmente, yo dije:
"¿No nos considerarán unos cínicos por haber decidido cuestiones de consecuencias tan graves para millones de hombres de una manera tan improvisada? Quememos esta hoja."
"No, guárdela usted", dijo Stalin.
Y así lo hice".
Esa media cuartilla no haría su aparición en Yalta, pero, indudablemente, tuvo más importancia que las deliberaciones de los siete días de la Conferencia.
La disposición de los Tres Grandes ante el nuevo encuentro se mantenía con las características habituales. Roosevelt, que había sido elegido excepcionalmente para un cuarto período presidencial, dijo en el discurso de inauguración de ese nuevo mandato: "Nos hemos convertido en ciudadanos del mundo, miembros de la comunidad humana. Hemos aprendido esta sencilla verdad tan bien expresada por Emerson: El único medio de tener un amigo es comportarse como un amigo".
Churchill seguía confiando en su diplomacia personal, que era un reflejo de la que el Reino Unido había mantenido durante el último siglo. Pocas semanas antes de la Conferencia, en una visita al general De Gaulle, le confiaba: "El momento de las dificultades les llegará a los rusos cuando tengan que digerir lo que han tragado. Es posible que entonces resucite San Nicolás a los pobres niños que el ogro ha metido en el saladero. Mientras tanto, yo estoy presente en todos los negocios, no permito nada a nadie y voy sacando lo que puedo".
El comportamiento de Stalin demostraba que Churchill era aún más optimista que Roosevelt. Porque, sin declaración alguna, puso en claro que las "tragaderas" soviéticas digerían cuanto cayera en ellas y que la afirmación de Churchill -"... no permito nada a nadie"- apenas podía referirse a Grecia, pues en los demás puntos se imponía la contundencia soviética y, muy particularmente, en Polonia, donde pudo decirse que "consiguió la muerte de todos los polacos que resistían".
Las tribulaciones de Churchill se harían patentes desde que comenzaron las negociaciones para concretar los detalles de la Conferencia. Fue Stalin quien fijó la fecha y el lugar. Para una y para otro esgrimió la excusa de las operaciones bélicas que ocupaban al Ejército soviético y que hacían precisa su proximidad, relativa proximidad, al escenario de las batallas.
Al elegir Crimea, contentó a medias a Roosevelt, que había pedido "un lugar del Mediterráneo para poder encontrarse después con algunas personalidades europeas".
La opinión de Churchill era contraria al lugar elegido: "Si nos hubiéramos pasado diez años buscando no habríamos podido encontrar en todo el mundo un sitio peor que Yalta. Es solamente bueno para pillar el tifus, y los piojos mortíferos medran por todas partes".
Pero el informe del embajador norteamericano en Moscú, Averell Harriman, fue bueno y Roosevelt prefirió la opinión de su embajador a la del premier.
Éste no andaba descaminado. El palacio de Livadia, en Yalta, sede central de las reuniones y residencia del presidente norteamericano, había sido residencia de verano de los zares, posteriormente sanatorio para tuberculosos y, por fin, cuartel general de los nazis. Estos, al abandonarlo, dejaron tan sólo dos cuadros, que fueron los que adornaron el dormitorio de Roosevelt.
Para preparar el lugar y su entorno se enviaron 1.500 vagones de ferrocarril, cargados de personal y de materiales, entre los cuales se contaban árboles trasplantados. Los servidores, reclutados sin información alguna, creyeron que se trataba de una deportación masiva a Siberia.
Los norteamericanos fueron hospedados con un relativo confort. Pero los ingleses se alojaron en el palacio Voronsotv, a diez kilómetros de Livadia, sin más comodidades que una cama grande para Winston Churchill. El resto de su delegación se albergó de mala manera, con un cuarto de baño para cada veinte personas.
Stalin se hospedó en la villa de Koreiz, a veinte kilómetros de la residencia de Roosevelt.
Los preliminares de la Conferencia marcaron el mismo signo que la de Teherán. Stalin visitó inmediatamente al presidente norteamericano, pero no vio al premier británico hasta una hora después, cuando las delegaciones en pleno celebraron la primera reunión conjunta.
Durante una semana se mantendrían los trabajos a distintas escalas: plenos, almuerzos de los Tres, encuentros informales, reunión de los ministros de Asuntos Exteriores, etcétera.
Sobre lo ocurrido en Yalta existieron, en principio, informaciones contradictorias, quizá porque fue eso lo que faltó: información. Todo estaba considerado top-secret.
Se ha escrito que, como en Teherán, no existió orden del día. Pero también se ha dicho -John T. Flynn, "El mito de Roosevelt"-: "El orden del día (4 de febrero, la iniciación de la Conferencia) constaba de tres asuntos:
Adopción del Plan de Dumbarton Oaks para la Organización de las Naciones Unidas; condiciones para obligar a Alemania a rendirse, y trato que había de reservarse a Polonia y demás naciones liberadas".
Se ha dicho, asimismo, que los Grandes no firmaron documento alguno. Pero el Departamento de Estado de los Estados Unidos entregó a los periodistas -el 12 de marzo de 1957, ¡doce años después de la Conferencia!- el protocolo completo, que constaba de 14 apartados, con la firma de los tres estadistas y que se mantuvo en secreto sin que todavía se sepa por qué motivo.
En el intervalo se había producido un éxito periodístico de The New York Times. El dominical del 17 de marzo de 1955 de este importante periódico fue un trabajo monográfico titulado "Los papeles de Yalta". En él se transcribían las notas tomadas por el consejero especial del presidente, Charles Chip Bohlen, una de las cabezas más lúcidas del Departamento de Estado en veinticinco años. Esta edición es la única fuente documental que existe sobre la Conferencia de Yalta -denominación popular- o de Crimea -denominación oficial- u Operación Argonauta -título en clave para el Servicio de Inteligencia.
De las notas de Bohlen se deduce que Franklin Delano Roosevelt se dejó, de nuevo, seducir por un extraño encanto que, sólo él, encontraba en Stalin.
La primera "infidelidad" a Churchill, con quien se había entrevistado en Malta antes del penoso viaje hasta Crimea, se produjo en la primera entrevista que tuvo con Stalin a los pocos minutos de llegar al palacio de Livadia. Fue a propósito de Francia y el general De Gaulle, al que Roosevelt no tenía demasiadas simpatías después de saber que se comparaba a sí mismo con Juana de Arco y Clemenceau.
Gracias a la disputa, Stalin y Roosevelt acabarían decidiendo que Francia podría tener un sitio junto a los grandes aliados en la ocupación de Alemania después de la guerra, pero sólo a título de favor.
Como en Teherán, Stalin y Churchill volvieron a chocar porque el comportamiento del británico era bien distinto al del líder norteamericano. Mientras Roosevelt se deshacía en alabanzas a la hospitalidad del mariscal soviético, el premier no desaprovechaba oportunidad para poner de manifiesto las diferencias de mentalidad y comportamiento entre la URSS y los pueblos libres de Europa Occidental.
Así, por ejemplo, cuando Churchill manifestó su reserva ante la posibilidad de no ser reelegido en las elecciones que el Reino Unido tenía convocadas para el verano, Stalin, con una ironía excesivamente desenfadada, bromeó: "¿Teme usted esas elecciones?" A lo que le contestó, muy enojado, Churchill: "¡Y estoy orgulloso de temerlas! ¡Estoy orgulloso del derecho del pueblo británico a cambiar de Gobierno cuando le parezca oportuno!"
No faltan en las notas de Bohlen detalles que reflejan, siempre como en Teherán, una cierta frivolidad: se necesitaron ¡cuarenta y cinco brindis! en la primera reunión de los ministros de Asuntos Exteriores -un almuerzo en el palacio Yussupovski, el 6 de febrero- para dar a la Conferencia, a petición de Molotov, el nombre oficial de Crimea.
Ese fue todo el fruto de la comida, porque cuando surgió el tema de Alemania los ministros convinieron en que no estaban en condiciones -por razón jerárquica- de llegar a un acuerdo eficaz. Y el tema se dejó para un pleno.
En Yalta hubo ocho sesiones plenarias, otras tantas reuniones de ministros de Asuntos Exteriores, tres cenas y un almuerzo de trabajo. Los 14 apartados del documento final aluden a los temas siguientes:
Acuerdos
La derrota de Alemania; la ocupación y el control de Alemania; las reparaciones de guerra a cargo de Alemania; la conferencia para la creación de las Naciones Unidas; una declaración sobre la Europa liberada; Polonia; Yugoslavia; reuniones de ministros de Asuntos Exteriores que seguirían a este encuentro de Yalta, y una pomposa declaración de unidad entre los aliados, tanto en guerra como en la paz.
Había un acuerdo más: en los tres meses siguientes a la capitulación de Alemania, la URSS se comprometía a entrar en guerra con Japón en estas condiciones:
a) Se mantendría el status de Mongolia Exterior.
b) Se restablecerían los derechos de la URSS, violados por la perfidia de Japón en 1904. Estos derechos aludían a:
-La devolución a la URSS de la parte meridional de las Sajalin e islas vecinas.
-Internacionalización del puerto de Darién, garantía de las prioridades de la URSS y establecimiento de Port Arthur como base naval de la Unión Soviética.
-Explotación en común del ferrocarril del sur de Manchuria, respetando las prioridades de la URSS y la soberanía china sobre Manchuria.
c) Se devolverían a la URSS las islas Kuriles.
Al final de estas líneas, los Tres Grandes estamparon sus firmas.
En esencia, lo que se fijaba en Crimea era:
-Alemania. -Se dividiría en cuatro zonas de ocupación a cargo de Estados Unidos, URSS, Reino Unido de Gran Bretaña y Francia, administradas por una Comisión Interaliada de Control, establecida en Berlín (que sería dividido en cuatro sectores análogos).
Se adoptaba el principio de desmembramiento del Reich. Para estos efectos se creaba un comité, presidido por el secretario del Foreign Office, Anthony Eden.
Se fijaba la cuantía de las reparaciones a cargo de Alemania -calculada por Stalin-, en veinte mil millones de dólares, pagaderos en diez años. La mitad sería para la URSS, en razón de las pérdidas humanas y materiales que había sufrido.
-Polonia. -Se fijaba la frontera soviético-polaca de acuerdo con la línea Curzon (12)
Polonia cedía a la URSS la Bielorrusia Occidental y la Galitzia Oriental a cambio de que la frontera germano-polaca se desplazara hasta la línea fijada por los ríos Oder y Neisse. Se advertía, sin embargo, que las fronteras definitivas sólo serán fijadas en el Tratado de Paz con Alemania (que, como se sabe, nunca llegó).
El segundo punto referente a Polonia fue una clara derrota para los occidentales, especialmente para Winston Churchill. Se trataba de un reajuste en el Gobierno provisional de Lublin, con la entrada de representantes de la resistencia interior y del Gobierno en el exilio.
No deben olvidarse dos cosas: que Polonia había sido para los ingleses el leitmotiv de su entrada en la Segunda Guerra Mundial. Y que una vez la guerra en marcha, el llamado Gobierno provisional de Lublin no era otra cosa que una marioneta impuesta por Moscú, levantada solamente para oponer una razón legal al Gobierno en el exilio de Londres, presidido por Nikolajczyk.
El reajuste pensado en Yalta, así como la organización de unas elecciones libres con escrutinio severo -que también se acordaron en Crimea- fueron el vehículo apto para que Moscú instalase el aparato comunista que edificó la posterior Polonia.
-Yugoslavia. -Se formaría un Gobierno de unión nacional: Tito-Subasic. Aquí, las tentativas de Stalin, no demasiado diferentes a las pensadas para Polonia, terminaron de manera bien distinta por la decidida postura de Tito.
-Organización de Naciones Unidas. En líneas generales Stalin permitió que el armazón de la futura organización internacional fuera parecido al que Roosevelt pensaba desde 1942 y que se había dibujado en Dumbarton Oaks. Pero el mariscal soviético consiguió interponer los obstáculos pertinentes para que algo que todavía no había nacido tuviese defectos esenciales. Por ejemplo, la presencia de Rusia, Ucrania y Bielorrusia en la Asamblea General, como tres miembros distintos.
Los occidentales acabaron por sentirse satisfechos: Stalin había pedido la admisión, como miembros separados, de las 16 Repúblicas federadas de la URSS, sin que Roosevelt hubiese tenido, al menos, un comentario sarcástico citando los, entonces, cuarenta y ocho Estados de Norteamérica.
Más grave fue la cuestión propuesta -y aceptada- del veto para los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Era como admitir una parálisis para la Organización y el tiempo lo confirmaría.
-Estatuto de los estrechos. -La URSS consiguió la revisión de la Convención de Montreux, 1936. Esta revisión se hacía en favor de los soviéticos para no depender del control de los turcos.
-Los pueblos liberados. -Se hacía una declaración de principios estipulando que serán ayudados a formar Gobiernos provisionales ampliamente representativos de todos los elementos democráticos, comprometiéndose a establecer, cuanto antes, mediante elecciones libres, los Gobiernos que correspondan a la voluntad de los pueblos.
Esto sonaba muy bien sobre el papel, pero cada uno de los Grandes hacía su interpretación particular. Franklin D. Roosevelt se sentía decepcionado por los criterios colonialistas de Churchill y por la postura de Stalin, que no respetaba las formas de la democracia. Olvidaba que los norteamericanos habían ayudado al almirante Darlan a tomar el poder en Argel; que se oponían a la vuelta de los franceses a Indochina y de los ingleses a Birmania, y que apoyaban al régimen de Chiang Kai-Chek, logrando, incluso, la promesa de Stalin de que no apoyaría a los comunistas de Mao.
Churchill se oponía a las aspiraciones de los pueblos coloniales a la independencia nacional, pero atacaba a Stalin por ayudar a los comunistas de Polonia y Rumania a que se hicieran con el poder.
Stalin declaraba que, ante todo, había que liquidar a los alemanes, pues siempre buscarían la revancha, y pretendía actuar libremente en las esferas de influencia reconocidas por Churchill (recuérdese la media cuartilla ofrecida por el premier británico el 9 de octubre de 1944).
Pero, al mismo tiempo, impedía al Partido Comunista francés intentar la toma del poder, obligaba a los griegos a rendir las armas, aconsejaba a Tito que pactase con el rey y sugería otro tanto a Mao en relación con Chiang.
Para que no faltase la última nota de paralelismo con Teherán, Roosevelt se marchó de Crimea convencido de que había demostrado su autoridad moral entre los Grandes y aducía, como argumento, que siempre había aparecido sentado en el centro en las fotografías oficiales de la reunión.
Los hechos cambiarían bastante las apreciaciones. El presidente norteamericano abandonó Yalta muy decaído por el avance imparable de la enfermedad -poliomielitis- que le atenazaba desde años atrás.
En idénticas condiciones viajaba el hombre que había preparado la Conferencia, el consejero personal del presidente, Harry Hopkins. Ni uno ni otro vivirían lo bastante como para saber si la Conferencia de Yalta había servido para algo.