Comentario
Hace algunos años, en un memorable y provocador texto, Manfredo Tafuri explicaba su propia idea de la historia de la arquitectura en estos términos: "una historia verdadera no es aquella que se arropa con pruebas filológicas indiscutibles, sino la que recoge su propia arbitrariedad, que se reconoce como edificio inseguro". Es curioso, sin embargo, comprobar cómo una parte de la crítica e historiografía más recientes, fundamentalmente en relación al arte y la arquitectura contemporáneos, reconoce en la arbitrariedad la salvación de su propia inseguridad, negando la pertinencia de la historia como disciplina. Una actitud que se sitúa exactamente en las antípodas de la elocuente y brillante cautela enunciada por Tafuri, porque, en efecto, durante los últimos años asistimos a un proceso insólito en el que el historiador quiere ser artista o arquitecto, incorporando a su disciplina los procedimientos e instrumentalización de la memoria y de la historia de estos últimos y, por otro lado, el historiador del arte y de la arquitectura es sustituido, sobre todo recientemente, por el periodista.En este contexto, plantear una historia que identifique y asuma la arbitrariedad de sus gestos, sin renunciar a nada, admitiendo conscientemente que imponer un orden implica inseguridad conceptual, provisionalidad de conclusiones, es cada vez más un reto estimulante. Incluso hacer un manual implica más riesgos y arbitrariedades sugerentes que otros textos que nacen con la voluntad de sólo reconocerse en aquéllos.Entre las actitudes que defienden que la literatura o la poesía invadan el género de la historia y la mantenida por Giorgio de Chirico cuando, en 1919, escribía que "toda obra de arte profunda contiene dos soledades: una a la que podríamos llamar soledad plástica... la segunda sería la de los signos", existe el inestable equilibrio definido por Massimo Scolari cuando afirmaba, en 1982, que "lo inexplicable de las líneas es la señal de lo superfluo; un bello diseño es silencioso". Y se trata de un problema estético e histórico que ya fue anticipado por Klee, dibujando ángeles nada elocuentes, como, sin embargo, sí lo era el que diseñaba describiendo la arquitectura perfecta del Templo de Salomón en la visión de Ezequiel. En efecto, Klee los dibujó absortos, recostados, mirando hacia atrás, melancólicos y, recientemente, Scolari los ha convertido en máquinas voladoras. Pero se trata de máquinas que no tratan de secundar la modernidad de un proyecto, como era frecuente en muchos dibujos constructivistas de los años 20 en los que para subrayar su carácter progresista se acompañaban por aviones en vuelo. La máquina angélica de Scolari recorre paisajes desérticos, en los que los edificios son apariciones o, sencillamente, huellas clavadas en la tierra, como ocurre con su dibujo Torre de Babel (1979), en el que la Torre aparece completa pero su forma es un vacío excavado en la arena y, a pesar de todo, casi como un presagio silencioso, otra Torre comienza a levantarse en el lado inferior derecho del dibujo.En el empeño de buscar cómo ha sido la arquitectura del siglo XX la forma de la Torre de Babel aparece con frecuencia, tanto en dibujos y proyectos como en textos historiográficos. Es más, si hubiera que hacer figurativa la idea de historia planteada por Tafuri, ningún otro más adecuado que ese edificio mítico, arquitectura inestable donde las haya, edificio inseguro como propone el historiador italiano. La Torre, una de las Maravillas del Mundo, ha sido frecuentemente representada en la historia del arte, unas veces en proceso de construcción, símbolo de un esfuerzo colectivo, de un desafío a los dioses, mientras que en otras ocasiones aparece en el momento de su destrucción, verdadera representación de la confusión de las lenguas y del caos universal.Precisamente, cuando las vanguardias históricas y la arquitectura racionalista y funcionalista del Movimiento Moderno comenzaban a consolidar los principios y reglas de un único estilo, Geoffrey Scott podía escribir, en 1924, en el epílogo a la segunda edición de su brillante y polémico libro "La Arquitectura del Humanismo" (1914): "Considero que la teoría fue la que provocó las charlas en la construcción de la Torre de Babel. Es el sustituto de la tradición". Y aquí aparece una observación fundamental sobre uno de los grandes mitos del Movimiento Moderno, el de su rechazo de la tradición, de la historia. Algo absolutamente incomprensible para alguien que consideraba que la grandeza de la arquitectura italiana de los siglos XVI y XVII procedía de que el suelo en el que construyeron esos arquitectos se hallaba cargado con el legado de sus ruinas.Scott podía establecer, indirectamente, algunos de los más consolidados tópicos del Movimiento Moderno y de la arquitectura contemporánea: por un lado, el de la supuesta coherencia que debe existir entre la teoría y la práctica, y que ha servido a tantos historiadores para certificar los atributos de la modernidad, funcionalidad y racionalidad a arquitectos y edificios. Sin embargo, la teoría era para Scott sinónimo de confusión babélica. Por otra parte, frente al principio del rechazo programático de la Historia y de la Tradición, el Movimiento Moderno, como los arquitectos italianos del Renacimiento y del Barroco, también estableció un coloquio con el legado de la memoria, al menos en la práctica. Y es que hay que admitir que la arquitectura moderna, además de referirse a instancias externas a la arquitectura, como el desarrollo industrial y tecnológico o la respuesta a demandas sociales y funcionales, también es una cuestión de decisiones formales.En 1965, el mismo año de su muerte, escribía Le Corbusier: "Nunca he cesado de diseñar ni de pintar, buscando, donde podía encontrarlo, el secreto de la forma". El protagonista de casi todas las historias posibles de la arquitectura del siglo XX resumía con una confesión en forma de consigna su actitud ante el proyecto.