Comentario
Algo semejante ante sucede con Albert Giacometti (1901-1966), considerado durante muchos años un ser absolutamente al margen y que, de hecho, no trabajó con grupos artísticos, pero cuya obra, vista a fin de siglo, muestra sus raíces hondamente clavadas en un sustrato común a los artistas europeos de posguerra. Un crítico americano vio sus figuras como "escapadas de Dachau", símbolos de la desesperación y de la opresión, que luchan desesperadamente por vivir, aunque él afirmaba que sólo eran pruebas en torno al problema de la expresión.Giacometti era un suizo que ya había jugado antes de la guerra un papel importante en el ámbito del surrealismo, con esculturas como Mujer cuchara o Mujer degollada, y con objetos surrealistas, como El objeto inútil o invisible que fascinó a Breton y que él mismo bautizó. El escultor que, además, era un gran escritor, ha contado en 1947, en una carta a Pierre Matisse, su trayectoria: en la segunda mitad de los treinta inicia lo que será su manera característica, con personas muy cercanas a él, Diego -su hermano- posando por las mañanas y una modelo -Rita- por las tardes (más adelante Anette, su cuñada). En el taller de Montparnasse, a medio camino entre la cueva troglodita y el estudio de un artista, empieza a crear un universo personal poblado por pequeñas figuritas casi invisibles (cuando volvía de Zurich a París después de la guerra, las llevaba en el bolsillo), que construye primero en arcilla o escayola, con un armazón ligero y después pasa a bronce. Pero antes de llegar a la fundición las figuras van perdiendo consistencia física, por una labor inacabable de resta. Giacometti quita y quita materia de sus esculturas en escayola, hasta dejarlas en la mínima expresión, en su pura esencia, más pura y más profunda cuanto menos consistencia física tiene. Las figuras son casi ilusiones ópticas que pueden desaparecer en cualquier momento, como los fantasmas de Michaux. Así trabaja en unos cuantos temas -en unas cuantas obsesiones, como Saura-: bustos, mujeres sentadas o de pie, hombres andando y pequeños grupos de figuras (aisladas siempre, aunque se encuentren en grupo, como Cuatro pequeñas figuras sobre una base, 1965-1966, Londres, Tate Gallery).Amigo de los intelectuales que se movían por París en estos años en medio del existencialismo, algunas de las interpretaciones más lúcidas de Giacometti, las han escrito ellos, Sartre y Genet, sobre todo. "Después de tres mil años, la tarea de Giacometti y los escultores contemporáneos no es enriquecer las galerías con nuevas obras, sino probar que la propia escultura es posible... no es una cuestión de progresión infinita; hay una meta definitiva que alcanzar, un único problema que resolver. ¿cómo modelar un hombre en piedra sin petrificarlo?" ha escrito Sartre.Pero Giacometti también es pintor. El mismo proceso que lleva a cabo en la escultura -restando materia una y otra vez hasta llegar casi a la nada- es el que realiza en sus dibujos con las líneas; éstas no añaden, quitan; no hacen la figura más consistente, sino más evasiva. Y otro tanto sucede con la pintura: cuando se miran sus cabezas se ve la concentración de pasta pictórica en torno a ellas, fruto de una continua labor de borrar y volver a pintar, como Penélope en espera de Ulises. Monócromas y situadas siempre en el interior del taller -un lugar cerrado y oscuro-, el pintor las aleja de nosotros construyendo una especie de túnel, con un juego de marcos cada vez más pequeños, colocados uno dentro de otro y disminuyendo el tamaño de las cabezas. La preocupación por la figura en el espacio -el vacío y el abismo- es un tema crucial en la literatura existencialista y es también una de las preocupaciones fundamentales de otros artistas, como Bacon. Giacometti lo veía como algo radicalmente separado, y lo explicaba en un texto de 1946, El Sueño, la Esfinge y la Muerte de T, a partir de una experiencia personal: una mañana, mientras paseaba; tuvo la impresión de que "no había relación entre las cosas, estaban separadas unas de otras por abismos de espacio sin fin. Miré mi habitación con terror y un escalofrío me recorrió la espalda". Giacometti podía esperar a Godot.