Comentario
En 1971 la historiadora americana Linda Nochlin se hacía una de las preguntas más incómodas de las muchas preguntas incómodas a las que ha tenido que enfrentarse la Historia del arte en las últimas décadas: ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Sin duda se trataba de una pregunta pertinente -como suelen serlo siempre las preguntas incómodas-, y era pertinente, sobre todo, por obvia. Claro que había habido grandes mujeres artistas en la historia, sólo que con frecuencia habían sido borradas, silenciadas.A partir de ese momento empiezan a aparecer cada vez con más frecuencia ciertas posiciones que cuestionan, en un estilo muy propio de los 70, la mirada unifocal y única a la que quieren sustituir por otra que hable desde los ojos de las mujeres y sobre los temas de las mujeres. De este modo van apareciendo artistas que de manera premeditada incorporan a sus planteamientos asuntos excluidos de los grandes problemas de la Historia del arte, asuntos relacionados con las funciones biológicas femeninas -como las propuestas de Judy Chicago (1939) o el tema de la maternidad y la creatividad que Mary Kelly (1941) aborda en Postpartum Document (1976)- y una recuperación de lo que se conoce como artes menores -bordados, patchworh-, obras asociadas, en suma, a la aguja como territorio consensuadamente femenino.El modo en que generalmente trabajaban estas artistas era utilizando formas que se opusieran al marco tradicional -instalaciones, performances, etc.- y, dado que el cuerpo femenino es uno de los puntos de mira fundamentales para crear la mirada impuesta, éste se convertía en el principal lugar de experimentación. Las artistas de los 70, después del primer periodo de reflexión sobre el biologismo, decidían subvertir el cuerpo, su cuerpo, y a través de él toda tradición que lo acompaña. Así Eleonor Antin se enfrentaba al género como charada a través de una serie de performances donde adoptaba diferentes disfraces, entre ellos el de un rey negro e infeliz, El Desdichado, que rompía el típico esquema de poder -masculino/ blanco /clase media. La peculiaridad de sus representaciones era la siguiente: no se trataba de una puesta en escena momentánea, sino de la asunción de determinado papel a lo largo de meses, incorporando el personaje a su propia vida cotidiana.Este tipo de propuesta de disfraz que inician los 70 y perfeccionan los 80 -donde se adoptan diferentes personalidades que invaden la vida privada, la que está fuera del arte- se opone al dilema que Eva Hesse planteara en sus diarios hacia 1964: "No puedo ser tantas cosas". Poco a poco, las artistas optaban por la posibilidad de serlo todo, tal vez porque ya era irrelevante ser algo o porque sabían que nadie era nada, que todos iban disfrazados incluso cuando creían no estarlo. La idea del disfraz se sitúa, además, en las posiciones del momento: es inútil centrarse en las categorías al uso, es necesario subvertir, hibridar.Pero este tipo de planteamiento enraizaba, además, con la idea misma de encontrar la esencia de un "arte femenino", preocupación recurrente en muchos de los trabajos feministas de los últimos 70 y, sobre todo, de los 80. ¿Por qué van a hacer las mujeres un arte diferente por el sólo hecho de ser mujeres? Bien es cierto que en tanto tales han recibido una educación distinta, pero eso no debería ser suficiente para hablar de un "arte femenino". De este modo, se explicita la necesidad de establecer una diferenciación entre arte "hecho por mujeres" -que no tiene por qué ser diametralmente diferente del de un hombre- y el "arte feminista" -que quiere ser diferente, trastocar los valores al uso de la Historia del arte-. Así, Sylvia Sleight en Philip Golub recostado (1971) sigue la iconografía clásica de las "Venus" -figura desnuda echada- pero decide dar entidad al modelo. Ya no se trata de un cuerpo anónimo, como se suele representar por los pintores hombres, sino del retrato cotidiano de un joven que tiene rostro y nombre propio y que, además, muestra la figura de la pintora al fondo reflejada en un espejo, rompiendo la noción del artista voyeur.Las mujeres como colectivo se encuentran unidas por preguntas compartidas, por reivindicaciones propias y se encuentran, además, físicamente en galerías, en exposiciones, en centros de reunión. Se trata de encuentros diferentes, encuentros más con problemas que con personas. Frente al descubrimiento de Tzara por Breton en los 10, las artistas y teóricas de los 70 se sienten unidas a muchas personas de las cuales no conocen siquiera el rostro. El suyo es un encuentro global para el cual el nexo de unión poderoso es el deseo de contestar a esas preguntas, hacérselas otras personas: compartir los problemas. Y lo logran porque muy pronto la consciencia de cómo los asuntos relacionados con la construcción de lo femenino no son territorio exclusivos de las mujeres -ni siquiera de las minorías - acaba por contaminar todo el edificio de la Historia del arte e, incluso, de la acepción misma de la cultura. El análisis de las cuestiones femeninas se abre a la crítica escrita por hombres, como probarían las aportaciones de Craig Owens sobre las artistas de los últimos 70, seguramente porque la propuesta de esa nueva generación de artistas trasciende lo femenino para minar las estructuras en lo más profundo. De hecho, algunas de las artistas que en los 80 se llamarán apropiacionistas, replantearán la noción de autoría -el "genio"- y, al revisar un concepto enraizado en la masculinidad, inaugurarán una nueva aproximación que no se limita a la "iconografía femenina", sino que enfrenta asuntos directamente unidos a la tan comentada muerte -o crisis- del sujeto que acababa por ser un problema colectivo.A las exigencias de las mujeres se unen muy pronto las de las otras minorías -raciales, sexuales...- Estas tratan de construir su propio discurso -no como patología sino como alternativa - y siguiendo un camino semejante al de las artistas de los 70 buscan sus raíces en la propia historia borrada y reconstruida. Aunque es cierto que una vez más el discurso dominante muestra más su incapacidad para dialogar, para posicionarse en un gerundio; es verdad que, pese a la apariencia de éxito, las minorías no han sido aceptadas aún como tales, reduciéndolas el discurso establecido y el mercado artístico a un producto "políticamente correcto", como se discutirá a continuación. También en el caso de las minorías se podría hablar de encuentros, difusos bien es cierto, pero encuentros al fin y al cabo. Las minorías se encontrarán -se reencontrarán más bien - con su propio pasado, con el de sus antepasados, movidas no por el azar, sino por una voluntad de lucha.