Comentario
Según la Carta (art. 4.1.), podían ingresar en la ONU, sin distinción de derechos y obligaciones con los firmantes de San Francisco, todos los Estados amantes de la paz dispuestos a cumplir los preceptos fijados. Era, no obstante, la propia Organización la que debería convenir -mediante un doble respaldo, el del Consejo de Seguridad y el de la Asamblea-, si un Estado determinado merecía formar parte del conjunto.
El mecanismo para la admisión venía a ser el siguiente: la Asamblea General debería pronunciarse, por mayoría de dos tercios, previa recomendación del Consejo de Seguridad, donde podía haberse ejercido, previamente, el derecho de veto. De este modo, la admisión de los nuevos Estados ha venido realizándose en oleadas sucesivas, producto tanto de la política de contrabalanceo de los bloqueos (abierta desde el comienzo de la guerra fría) como del fabuloso proceso de descolonización que sigue a la terminación de la guerra.
Durante los primeros cinco años de vida de la ONU, sólo nueve Estados ingresaron, elevando a 60 el total de miembros. Cuatro de ellos (Afganistán, Islandia, Tailandia y Suecia) lo hicieron en 1946, dos (Pakistán y Yemen) en 1947, uno en 1948 (Birmania), Israel ingresó en 1949 y, finalmente, en 1950 entró Indonesia.
En los años siguientes, crecidos los antagonismos y desveladas las suspicacias, los conflictos para la entrada fueron mayores, al hilo de las presiones soviéticas para introducir al bloque de las democracias populares, bloque que pretendía ser neutralizado con países europeos o asiáticos. La intervención del Tribunal Internacional de Justicia se hizo precisa en dos ocasiones.
La primera de ellas (mayo de 1948) el tribunal falló en contra de la tesis soviética, que hacía dependientes unas de otras las admisiones, pero sin que ello tuviera repercusiones prácticas. En otra ocasión (marzo de 1950) se reafirmó la facultad de veto del Consejo frente a la capacidad de la Asamblea para dar luz verde a cualquier candidato al ingreso.
Ello produjo, en definitiva, un serio bloqueo de la ampliación de la composición estatal de la ONU durante mucho tiempo, prácticamente una década. Por fin, el 14 de diciembre de 1955, la URSS abandonó por sorpresa la práctica del veto, y el Consejo recomendó la entrada, de golpe, de 16 nuevos miembros, que ratificó la Asamblea. Ingresaron entonces seis Estados europeo-occidentales (Austria, España, Finlandia, Irlanda, Italia y Portugal), cuatro democracias populares (Albania, Bulgaria, Hungría y Rumania) y seis países afroasiáticos (Camboya, Ceilán, Jordania, Laos, Libia y Nepal).
Un año más tarde dieron el mismo paso Japón, Marruecos, Sudán y Túnez, recién obtenida su independencia estos tres últimos. A partir de entonces, la admisión en la ONU resultaría una especie de culminación del proceso de independencia. En 1969 eran 126 los países miembros de la ONU. El proceso de incorporación, sin embargo, no había terminado aún.
Con respecto a las funciones, decir que el mundo de la preguerra determinaba necesariamente que ocupase un indiscutible primer plano, entre los objetivos del acuerdo de 1945, la adopción por las potencias de "medidas colectivas eficaces" para prevenir y eliminar las amenazas a la paz. Las Naciones Unidas se constituían así en organismo para la seguridad, el organismo para la seguridad por excelencia de la posguerra.
De ahí la importancia del Consejo de Seguridad, compuesto por cinco miembros permanentes (Estados Unidos, Francia, URSS, Gran Bretaña y China) y otros seis (que más tarde se convirtieron en diez) electos para un período de dos años. Y de ahí también la necesaria dotación al Consejo de la fuerza armada suficiente para la defensa de la paz.
Había dos condiciones para que el sistema llegase a funcionar: la primera (art. 43 de la Carta), la existencia previa de convenios entre la Organización y los Estados para dotar a aquélla de las fuerzas militares pertinentes; la segunda, que la actuación inmediata de dichas fuerzas habría de producirse no mediando el veto de ninguno de los miembros del Consejo.
Estas dificultades trataron de subsanarse llegado el momento. La guerra fría y sus nuevas circunstancias hicieron creer a algunos que las imposiciones de la Carta podían ser modificadas en favor de las competencias otorgadas a la Asamblea. En 1950, el boicot soviético al asunto de la representación china permitió al Consejo seguir un camino que llevó a la participación militar de las Naciones Unidas junto a Corea del Sur y en contra de Corea del Norte. Por este procedimiento, y a pesar de la fuerte oposición comunista, la Asamblea adoptó en el mes de noviembre un proyecto patrocinado por Estados Unidos (la resolución Unidos para la Paz) en el que se otorgaba a la Asamblea General la facultad de recomendar el empleo de la fuerza armada cuando el Consejo de Seguridad se hallara obstruido por el veto.
Poco habría de cambiar las cosas, en definitiva, dicho acuerdo, persistente el recelo entre los grandes. La hostilidad entre los bloques impediría de hecho a la ONU cumplir su papel, por más que la détente abierta tras la crisis cubana de los misiles se hiciera también perceptible, lógicamente, en la gran convención de las potencias. De ahí a una efectiva cooperación, no obstante, mediaba todo un mundo.
En el plano de la seguridad colectiva, lo único visible a lo largo de estos años ha sido la capacidad de la ONU para ayudar a aquellos países que verdaderamente se hallan dispuestos a mantenerse dentro del estado de paz. Nadie puede, sin embargo, imponerles tal deseo ni hacerles mantenerse en tal actitud. Pero si realmente se hallan dispuestos a no hacer la guerra, la ONU puede proporcionarles una ayuda valiosa y tal vez esencial.
Todo ello dista mucho de las "medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar las amenazas a la paz" de que habla la Carta, de modo que la Organización sólo ofrece una contribución marginal a la seguridad, un incremento que en sí mismo es pequeño, pero que las circunstancias específicas pueden convertir en enormemente válido.
Las tareas de la ONU, sin embargo, se han visto ampliadas en otros terrenos, con funciones distintas del mantenimiento de la paz y la seguridad, funciones que, con el correr del tiempo, han llegado a convertirse en sus preocupaciones principales.
En primer lugar, la ONU (a través de sus organismos) ha buscado promover el cambio social vertebrado por la descolonización y los problemas del desarrollo económico. Junto a ello, se ha preocupado de canalizar las reclamaciones de los nuevos Estados en pro de la reforma estructural del comercio y la inversión internacionales, procurando también facilitar la cooperación técnica, incluido el proceso de normalización y el intercambio de información.
Capítulo importante -previsto ya en los inicios, pero especialmente desarrollado con los años- ha sido el de la protección y denuncia de violaciones en el campo de los derechos humanos (abordado con persistencia en casos como el del apartheid sudafricano), y, por último -pero no en último lugar-, la ONU se ha entregado con firmeza a procurar el estímulo del interés público mundial en asuntos de dimensiones globales (como la situación mundial del armamento nuclear, la contaminación, la degradación del medio ambiente o la destrucción de los recursos naturales).
Diversos acontecimientos orientaron el papel de las Naciones Unidas en direcciones que los términos explícitos de la Carta no preveían por completo. De un lado, los alineamientos políticos de la posguerra hicieron que los determinantes básicos de los conflictos volvieran a residir en la decisión y voluntad de las potencias (especialmente de las denominadas superpotencias). Por otra parte, el desarrollo de una tecnología de armamento nuclear creó una estructura, reforzada, de poder jerárquico en el orden internacional, introduciendo a la vez los términos de una relativa moderación.
A ello hay que añadir el reverdecer de las luchas políticas interiores, de los conflictos civiles, y -una vez más hay que citarlo- el gran proceso de descolonización. Por último, el resultado de la guerra civil china y la distorsionada representación de dicha potencia en las Naciones Unidas por deseo expreso de Estados Unidos, volcarían a la Organización hacia un amplio campo de actuaciones donde desarrollar lo que la escena política negaba y que las potencias habían suscrito en San Francisco: la cooperación de los Estados. La vaguedad de funciones depositadas en el Consejo Económico y Social disculpa sus vacilaciones primeras; pero ellas no fueron obstáculo para que, en diciembre de 1948, quedara aprobado por la Asamblea un texto fundamental en la historia de las Naciones Unidas: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La resolución 217, por la que se adoptaba, decidía también seguir trabajando en la convocatoria de una Convención que previera las medidas coactivas precisas para obligar a los Estados a respetar dichos derechos.
En 1952 la Asamblea decidió que deberían redactarse dos convenios separados, uno que se ocupara de los derechos civiles y políticos, y otro que lo haría de los derechos económicos, sociales y culturales. Los proyectos fueron ultimados por la Comisión respectiva dos años más tarde, pero aún durante otros doce más sufrieron retoques y modificaciones. Por fin, unánimemente y por más de cien Estados, los textos definitivo vos se aprobaron en diciembre de 1966.
Un país dispuesto a ratificar el Convenio sobre Derechos Civiles y Políticos habrá de reconocer el derecho de todo ser humano a la vida, la libertad, la seguridad personal y la intimidad; se compromete además a proteger legalmente a su pueblo contra tratamientos crueles, inhumanos, o vejatorios. Prohibirá la esclavitud, garantizará el derecho a un proceso justo y protegerá a los individuos contra arrestos o detenciones arbitrarias.
Reconoce, igualmente, la libertad de pensamiento, conciencia y religión, la libertad de opinión y expresión, el derecho de reunión pacífica y la libertad de asociación. También queda recogido el matrimonio por libre consentimiento de los contrayentes, la protección de los niños y la conservación de la herencia cultural, religiosa y lingüística de las minorías.
Todo país que ratifique el Convenio sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aceptará su responsabilidad en la promoción de mejores condiciones de vida para su población. Reconocerá el derecho de todos a trabajar, percibir un salario justo, disfrutar de la Seguridad Social y de niveles de vida dignos. Se responsabilizará en la lucha contra el hambre, a favor de la salud y la educación. Y asegurará el derecho a la libre asociación sindical.
En ambos convenios se reconoce el derecho de los pueblos a su autodeterminación y se prohíbe terminantemente cualquier forma de discriminación. El balance de adhesión de los Estados no era, sin embargo, gozoso: a finales de 1969, sólo 44 Estados habían firmado los dos convenios, aunque, de ellos, eran únicamente seis los que lo ratificaron: Colombia, Costa Rica, Chipre, Ecuador, Siria y Túnez. La labor de las Naciones Unidas es, pues, todavía, una tarea contra gigantes.