Comentario
La tarea de enriquecer, completar y agrandar la mezquita de Córdoba, la obra de Abd al-Rahman I, el fundador de la dinastía, fue responsabilidad de sus sucesores. Su hijo Hisham I edificó el primer minarete. La primera ampliación importante la hizo Abd al-Rahman II, que aumentó sensiblemente la dimensión de la sala de oraciones agregando ocho naves a las doce primitivas. Abd al-Rahman III amplió el patio, hizo construir un nuevo minarete y reforzó con pilares las columnas de la fachada que dan al patio porque presentaban señales de inclinación. De una manera algo distinta a la mezquita de Qairawan, edificada en su plan de conjunto por el emir aghlabí Ziyadat Allah a partir de 836, pero con el mismo espíritu de ensalzar la dinastía, la de Córdoba simbolizó el nacimiento de un foco de poder y de desarrollo cultural regional. Tanto el uno como el otro evolucionarán formando un califato. Las relaciones entre los dos núcleos plantean varios problemas.
El conjunto, que estaba destinado a tener un futuro brillante en ese área cultural, y su rigor decorativo, formado por el mismo arco unido a un alfiz o encuadramiento rectangular, se han utilizado posteriormente sobre todo en las puertas, siendo el ejemplo más antiguo la Puerta de San Esteban, de mediados del IX. Nos podríamos preguntar por los paralelismos evidentes entre esta decoración y la de la obra posterior del mihrab del califa al-Hakam II, con la del mihrab de Qairawan -que no tiene alfiz-y la de la puerta de la biblioteca de la misma mezquita que sí lo tiene. Bastante misteriosa es también la relación entre los nichos en forma de concha, entre dos columnas y con un arco de herradura, que tienen lejanos paralelos orientales del siglo VIII -un enigmático mihrab en Bagdad y las maderas esculpidas de la mezquita de al-Aqsa en Jerusalén-. Esta forma parece haber existido en la primera mezquita de Córdoba, como demuestran los fragmentos de esculturas descubiertos en el sótano. La podemos ver en la decoración del eje, sobre placas caladas que adornan el fondo del mihrab de Qairawan y en cierto modo, recompuesta y ampliada en el mihrab de al-Hakam II.
La historia de la mezquita omeya se clausura con una especie de apoteosis en el siglo X, en época del califato, con las dos últimas ampliaciones mayores, que le dan su forma definitiva: la de al-Hakam II (961-976) a la que acabamos de referirnos y la de al-Mansur, realizada a partir del 987. La imaginación llega a su más alto nivel en la primera de estas ampliaciones: se agrandó más la sala de oraciones y se cubrió la prolongación de la nave central con dos cúpulas. El tramo del muro de la qibla -al que se añadió un nuevo mihrab- se cubrió con otras dos cúpulas a los lados de la del mihrab. Si en el conjunto de la ampliación siguieron fieles a la estética primitiva, en las partes más nobles, que son la nave central y la zona del mihrab, se buscó visiblemente la suntuosidad más deslumbrante. Allí fue donde se desplegó tanto el ingenio de los arquitectos y de los decoradores, como la riqueza del califato, en la composición casi barroca de los arcos polilobulados y los arcos entrecruzados; en la riqueza decorativa de las cúpulas decoradas con nervaduras y esculpidas en forma de concha; en la magnífica decoración de mosaicos que se colocaron en el mihrab y en su fachada.
Conocemos bien la historia de esta última decoración: el califa se dirigió al Basileus, al emperador bizantino, que aceptó enviarle a un artista especializado que fuera capaz de formar a algunos artesanos en al-Andalus y un cargamento de teselas. Sobre todo está claro que, como se deduce por las fuentes, al-Hakam II quiso imitar la ornamentación con la que sus ancestros de Damasco habían embellecido la gran mezquita de su ciudad. En comparación, la obra ordenada por al-Mansur parece casi pobre y sin imaginación porque quisieron hacerla conforme al rigor primitivo del edificio, como reacción, seguramente inconsciente, al lujo exagerado que había caracterizado la fase precedente.