Comentario
La Península Ibérica puede dividirse de muchas y diversas maneras, incluso lógicas y naturales, como aquélla de los libros de Geografía, que tan didáctica resultaba, basada en la humedad, es decir, que distinguía aquella parte de nuestro territorio en la que los ríos menores bajan secos en verano de aquellas otras tierras, más verdes por lo tanto, en las que hasta los arroyuelos conservan siempre algo de agua, ya que la aportación pluvial es regular. Por ello, no debe sorprender que los primeros ensayos para acopiar agua, basándose en fuentes naturales, aparecieran en la zona más seca de la Península, en la parte de Andalucía, donde hoy los desiertos, ante nuestra pasividad, progresan a ojos vistas: muchos siglos antes de Cristo parece que los habitantes de Los Millares (Almería) y los del Cerro de la Virgen (Granada) construyeron los más antiguos acueductos conocidos y de los mismos tiempos datan los primeros aljibes.
En las etapas subsiguientes los mismos métodos procuraron el agua necesaria para las poblaciones cuando éstas nacieron, aunque no sabemos si se consiguieron los niveles dimensionales y técnicos que otras culturas, especialmente en el Próximo Oriente, alcanzaron para suministrar agua potable a las ciudadelas en caso de asedio. Cuando la pax romana fue un hecho, las necesidades ya no fueron sólo las de la supervivencia estricta, sino que las de consumo agrícola, industrial, higiénico o suntuario fueron casi tan elevadas como hace cincuenta años. Por ello no les quedó más remedio que fabricar costosas conducciones, que debieron ser abastecidas por medios más caudalosos y más constantes que una fuente o un aljibe.
El embalse, pantano, dique, presa... que todos ellos son sinónimos para el gran público, fue la solución empleada como remedio universal en Hispania y de ello dan buena cuenta los que, en número que se aproxima a los ochenta, se reparten por toda su geografía, sin que tengamos muy claro cuáles son los criterios usados por los investigadores para discernir cuándo un dique es romano o bien posterior; es evidente que aquellos que estaban conectados a una ciudad romana por medio de un acueducto, son candidatos a la romanidad, pues los acueductos son las estructuras hidráulicas más fáciles de identificar, pero en los restantes usos, es decir, los agrícolas y algunos mineros, no nos queda nada claro que el elemento en cuestión sea romano. Como ejemplo de esta posibilidad de error recordaré que en un mismo número de la prestigiosa "Revista de Obras Públicas", el de diciembre de 1974, un ingeniero estudió una presa, la de Ambite, y decidió que es romana y, a renglón seguido, otro autor aseguró que la misma es del siglo XVIII.
El problema que se les planteó a los constructores de presas fue encontrar un lugar en el que la topografía, al encajonar un cauce de agua permanente o intermitente, permitiera, mediante un muro, representar una cantidad suficiente; para ello era necesario que el muro fuese impermeable, cosa que no planteaba muchos problemas, y que fuese estable, tanto si el embalse estuviera lleno como cuando permaneciera vacío; si la presa era de una cierta entidad éste fue siempre el problema más grave, ya que un simple muro no soportaría la presión de las aguas y para resolverlo recurrieron a varios expedientes, tales como el aumento de su espesor o de su potencia, cosa que siempre era más costosa que otras disposiciones, tales como una masa inerte de elementos (espaldón y estribos), solos o asociados, podían ubicarse sólo en la parte exterior, para contrarrestar el empuje de las aguas con el embalse lleno, o en ambos lados, para prever la posibilidad de que, al vaciarse por completo, el empuje de los elementos exteriores provocase el vuelco del muro hacia el interior de la presa.
La estabilidad podía mejorarse haciendo que la línea del muro fuese una curva suave contra la corriente o un polígono de similar disposición; también era una buena precaución dejar unos aliviaderos que permitiesen desaguar rápidamente una parte del contenido en caso de apuro; estos aliviaderos pudieron ser, a la vez, los que en condiciones normales encauzasen el agua hacia el acueducto propiamente dicho, pero lo habitual en grandes embalses fue que el agua para el consumo saliese por el pie de la presa, a fin de tener la seguridad de poder vaciarla entera con vistas a su limpieza, ya que por la erosión tendían a aterrarse con facilidad. La salida del agua por la parte baja requería, en los embalses mayores, las oportunas torres de tomas, situadas en el interior del pantano, como una isla cercana al muro, o por el exterior de éste, como un gran estribo saliente, arrimado al dique.
Ni qué decir tiene que los romanos emplearon para los muros de sus pantanos sillares, tierras más o menos estabilizadas y hormigón, careciéndose de noticias de que los hiciesen con ladrillos. De la eficacia de sus disposiciones pueden darnos una idea varios de los ejemplares recogidos en nuestro inventario, que aún están en funcionamiento. Uno que no ha conseguido sobrevivir es el que surtía a Toletum, construido sobre el río Guajaraz y llamado de la Alcantarilla; era un impresionante muro, de sillares y opus caementicium, de unos veinte metros de altura, con un gran espaldón de tierras, quizás estribos internos y dos torres de toma exteriores, que dibujaba un polígono de casi medio kilómetro de longitud. Su cuenca de 90 km2 le permitía embalsar cinco millones de metros cúbicos; quizás su ruina vino propiciada por la erosión de un rebosadero, que acabó provocando el estallido del conjunto.
Para cerrar esta somera descripción general conviene advertir que las presas son los únicos elementos, entre los que estamos analizando, que no han dado epigrafía alguna, y es muy probable que jamás la poseyeran, pues, al estar ubicadas en lugares agrestes, carecía de interés exponer los datos de sus promotores, que alcanzarían la conveniente difusión si se situaban en alguna de las arquerías del conducto, especialmente si estaba próxima a la ciudad de destino.