Comentario
Hasta 1494 Isabel y Fernando no obtuvieron el honor de ser titulados Reyes Católicos por la Santa Sede, regida por el papa Alejandro VI, pese a que desde mucho tiempo antes muchas de las actividades políticas de su gobierno tuvieran como telón de fondo la cuestión religiosa, y el deseo de que sus actuaciones fuesen legitimadas por el poder del Papado. La historiografía de este período señala al menos tres grandes líneas de actuación que significan la base sobre la que se edificará en gobiernos posteriores la relación entre la Iglesia y el Estado. Una es la reforma de las estructuras eclesiásticas seculares y regulares de los reinos peninsulares e insulares, tomando partido por los intentos renovadores de las órdenes religiosas; otra es la intensificación de la acción diplomática con el Papado, que consiguió privilegios en relación con el nombramiento de obispos, con la fiscalidad eclesiástica, con el control de los maestrazgos de las órdenes militares, con la actuación de la cruzada y con la titularidad de los territorios descubiertos y por descubrir. La tercera, más discutida y polémica, es la política desarrollada con las sociedades practicantes de otras religiones, principalmente el judaísmo y el islamismo, con la cristianización de las sociedades americanas y con la proyección de una intolerancia organizada contra la herejía.
Si bien es cierto que hasta las incorporaciones de los reinos de Granada, en 1492, y de Navarra, en 1512-1515, y de los maestrazgos de las principales Ordenes Militares a la Corona, no queda completa la estructura eclesiástica de los reinos peninsulares e insulares, puede aceptarse que el gobierno de los Reyes Católicos tuvo que proyectar su actuación sobre una organización regular, masculina y femenina, distribuida en una red compleja cuyos efectivos institucionales se aproximan al millar de conventos, monasterios, organizaciones capitulares, encomiendas y beaterios. La organización secular, incorporando a los obispados preexistentes las anexiones señaladas, se estructuraba en cuarenta y ocho obispados, de los que dieciséis se hallaban en territorios de la Corona de Aragón, treinta y uno en la Corona de Castilla y uno en Navarra. Estos obispados se agrupaban en siete cabeceras metropolitanas, y tres obispados, los de Burgos, León y Oviedo, mantenían una relación de independencia respecto de la monarquía, al depender directamente de Roma. Algunos obispados conservaban todavía el señorío temporal sobre su jurisdicción más inmediata, caso de los obispados de Palencia, Osma, Tuy, Santiago y Sigüenza, y otros, como Tarragona, Oviedo y Zamora, conservaban algunos derechos que legitimaban su representación en los concejos respectivos y en la designación de algunos cargos municipales.
En esta estructura, tanto las relaciones administrativas y jurídicas, como las pastorales y económicas, se hallaron vinculadas a entidades metropolitanas de desigual tamaño por el número de obispados sufragáneos que contenían, y por el conjunto de habitantes sobre el que habían de proyectar su tarea pastoral. Además, los ámbitos jurisdiccionales eclesiásticos no fueron coincidentes, ni con las demarcaciones fiscales y judiciales que pueden establecerse con dificultad en el interior de cada reino, ni tampoco con las fronteras estrictamente políticas existentes entre cada uno de ellos. Al menos se distinguen ocho grandes unidades metropolitanas, una de ellas situada en territorio portugués, y ya descontada la directa relación y dependencia de Burgos, León y Oviedo con el Pontífice; ordenados de mayor a menor, por el número de obispados sufragáneos, en la Corona de Castilla existieron los arzobispados de Santiago (diócesis sufragáneas de Coria, Plasencia y Badajoz, Zamora, Avila, Ciudad Rodrigo y Salamanca, y Tuy, Lugo y Mondoñedo), Toledo (Palencia y Segovia, Sigüenza, Osma y Cuenca, Córdoba y Jaén), Granada (Málaga, Guadix y Almería), Sevilla (Cádiz y las Islas Canarias). Dependientes del arzobispado de Braga, en el reino de Portugal, eran las diócesis de Orense y de Astorga.
En la Corona de Aragón, las archidiócesis de Tarragona (obispados sufragáneos de Barcelona, Girona, Urgell, Vic, Lleida y Tortosa), Zaragoza (Tarazona, Huesca Jaca, Segorbe-Albarracín, Calahorra y Pamplona) y Valencia (obispados de Cartagena y Mallorca).
Esta compleja red asistencial, judicial, económica y política puede también ser jerarquizada por las rentas que valoraban la capacidad de administración y el poder de cada obispado; todas estas variables, rentas, administración y poder hicieron que sobre los principales cargos eclesiásticos se proyectasen los intereses hegemónicos de las principales familias de la nobleza y también de la propia monarquía. La corrupción posible era evidente y estaba más que demostrada; la vieja aspiración nobiliar de colocar a sus segundones en puestos de relieve social vinculados a la Iglesia, estaba acompañada del interés de la propia familia real por colocar a sus bastardos y allegados de confianza en idénticas responsabilidades. Las rentas fueron determinantes en un proceso en el que se mezclaron otros intereses que también tocaban al mismo Papa. Las cuestiones que afectaban a los nombramientos de los obispos, la prolongación temporal de las sedes vacantes y la tardanza en efectuar las provisiones definitivas, junto con el absentismo característico de los titulares de las diócesis, y la administración de las rentas durante la sede vacante, se habían convertido en problemas políticos que urgía resolver. A veces, aparatos eclesiásticos muy poderosos como el del arzobispado de Toledo, que contaba con una nómina de casi dos mil beneficiados y capellanes, y con más de ciento cincuenta dignidades y canongías, que convertían al arzobispo en la autoridad encargada de velar por los inmediatos intereses de una enorme comunidad de eclesiásticos que se distribuía en cuatro vicarías y una veintena de arciprestazgos, cualquier retraso en la provisión o ausencia del titular creaban grandes problemas. Importan, pues, las rentas, porque ellas fueron en más de una ocasión meta de las grandes familias nobiliarias, del propio Papado y también de la monarquía. En la Corona de Castilla la iglesia de Toledo y, a distancia sensiblemente inferior, Sevilla, Granada, Santiago, Burgos y Sigüenza eran las archidiócesis y diócesis con más ingresos. Las más pobres se situaban en la periferia castellana: Coria, Ciudad Rodrigo, Tuy, Mondoñedo, Lugo, Orense, y las andaluzas de Guadix, Málaga, Almería y Cádiz.
En la Corona de Aragón, la jerarquización de las iglesias por las rentas acumuladas privilegiaba a Zaragoza sobre todas las demás. Siguiendo un orden de mayor a menor, inmediatamente detrás de la archidiócesis pueden situarse las iglesias de Tarragona, Tortosa, Urgell; y con menor riqueza las de Barcelona, Lérida y Tarazona.
Pero más que la jerarquización de las iglesias importan los problemas generales que, en buena parte, se deducen de la importancia económica de los obispados. Una de las primeras tareas del gobierno de los Reyes Católicos fue la de afrontar el problema de la elección de los obispos. Desde 1418, tanto los reinos españoles como los italianos y francés, conocieron un concordato organizado por el papa Martín V por el que el Papado se reservaba en exclusiva el derecho a nombrar obispos, aunque se reconocía cierta capacidad de elección y presentación previas a cargo de los cabildos de las iglesias. Este convenio, prácticamente desconocido en la práctica diplomática de los reyes españoles con la Santa Sede, no tuvo efectos debido a la costumbre aceptada por el Papado de que los reyes españoles tuviesen opinión muy decisiva sobre la provisión de los maestrazgos y prioratos de las Ordenes Militares. La costumbre, que invocaba el conocimiento de personas idóneas para ocupar dichas dignidades, fue utilizada por Juan II de Castilla y sería el portillo inicial por el que la Monarquía Católica reivindicaría el privilegio de colocar personas idóneas al frente de las sedes episcopales.
Si bien es cierto que existieron otras bulas que lesionaban la prerrogativa papal de la exclusividad en los nombramientos, como la concedida por Calixto III a Enrique IV en 1456, o por Pío II en 1459, en las que se reconocían que el Papa actuaría siempre en el tema de los nombramientos de obispos y de otras dignidades eclesiásticas, sobre personas idóneas propuestas por el rey, y que probablemente no conociesen, o no quisiesen utilizar, las diplomacias de los Reyes Católicos, el hecho es que el control absoluto de los obispados y grandes abadías y prioratos se convirtió en un objetivo político de primer orden. De obtenerse el objetivo, la monarquía se aseguraría el control de los principales centros de poder eclesiástico y, al tiempo, se aseguraría un decisivo control sobre el empleo de sus rentas. Sin embargo, estas concesiones que privilegiaron la actuación real castellana sobre la exclusividad del Papado basada en derecho, han de comprenderse desde las afueras de la concepción historiográfica tradicional que ha querido fijarse en las relaciones entre la monarquía y el Papado como presididas por un mutuo afecto que, ni siquiera en el tiempo de los Reyes Católicos, es posible constatar. Los reyes aragoneses jamás obtuvieron prerrogativas similares. Existen numerosos ejemplos que significan la existencia de coyunturas en las que siempre afloraron los problemas de índole general que constituyeron el trasfondo de toda la cuestión: entre los deseos de los reyes y los de la autoridad final que era el Papa, que en más de una ocasión utilizó su capacidad en beneficio de su propia familia, como es el caso de Calixto III que nombró obispo de Valencia a su sobrino Rodrigo Borja, adelantándose al deseo de Juan II de Aragón, que a su vez lo quería para su hijo Juan de Aragón, se interpuso la capacidad electiva y muchas veces manipulada por los intereses de la nobleza y por los de los propios canónigos de los cabildos de las iglesias, como ocurrió con algunos deanes y racioneros de las iglesias de Zamora, Ciudad Rodrigo y Avila. También la política desarrollada entre los Estados, el tema común de la cruzada ante el Islam y los propios problemas internos de la Iglesia, fueron factores influyentes en la explicación actual de la resolución de la pugna establecida entre las dos capacidades políticas más importantes empeñadas en el control real de los obispados, el Papado y la monarquía.
Si la tensión por el control afectaba a los dos poderes establecidos más interesados, también se fragmentaba en cada uno de los poderes que podemos considerar como locales. Del lado romano el favor personal de algunos cardenales y legados se inclinaba en ocasiones fuera de los intereses del propio Papa, como también sucedía en el interior de los cabildos de las iglesias locales donde las dignidades mantenían sus propios deseos de promoción, e incluso en el mismo seno de la Monarquía Católica, donde los deseos de Isabel raras veces coincidieron con los de Fernando. Así, en la Concordia de Segovia de 1475, Isabel se sobreimpone a la voluntad de su marido limitando en éste como en otros asuntos su actuación en Castilla: la reina se reservó el derecho a negociar personalmente con la Santa Sede la provisión de obispados, maestrazgos y otras dignidades eclesiásticas.
La historia de las provisiones castellanas y aragonesas nos ofrece la imagen de una tensión permanente entre todos los poderes, grandes y pequeños, que podían intervenir en su designación. Sin embargo, en medio de toda esta compleja relación, pueden señalarse unos caracteres originales que marcarán positivamente para las iglesias locales las actuaciones de los Reyes Católicos: la exigencia y selección de obispos naturales de los reinos donde iban a ejercer su trabajo social pretendía resolver un triple problema. En primer lugar, frenar la injerencia de los poderes ajenos vinculados a los intereses y compromisos particulares del Papado y de la Curia que, con más frecuencia de la deseable, entregaban las dignidades vacantes a extranjeros que demoraban su toma de posesión o, haciéndose cargo del obispado, se ausentaban de él bloqueándolo y administrándolo desde la distancia de otro cargo más rentable.
En segundo lugar, colocar al frente de los obispados personajes de ciencia y de conciencia que, además de cumplir con la obligación de residencia en la diócesis respectiva, se convirtieran en enérgicos controladores de los poderes capitulares, en auxiliares cualificados en la administración de justicia y también en la administración general de los reinos y en directores del proceso de asimilación de las minorías practicantes de otras religiones, y de la vigilancia de las continuas apariciones de herejías y movimientos espiritualistas.
Por último, seleccionar a los mejores recabando de las instituciones existentes, los colegios universitarios que atendían en última instancia la formación de la escasa exigencia que se requería para recibir órdenes sagradas, y de las principales órdenes religiosas, los efectivos humanos más aptos. La Historia de la Iglesia en España ha aportado nombres singularmente valiosos para comprender otros procesos que también jalonan el gobierno de los Reyes Católicos: desde la regencia del cardenal Cisneros, hasta la tolerancia aplicada al resultado social de la conquista de Granada de Hernando de Talavera, confesores, obispos, inquisidores, presidentes de consejos, moralistas, reformadores de órdenes religiosas y simples misioneros en Granada y en Indias, conformaron una nómina de resultados que ha de valorarse en su justa medida. La Monarquía Católica consiguió controlar la presencia extranjera en los obispados de ambas coronas y también la presión nobiliaria; sobre ciento treinta y dos nombramientos de arzobispos y obispos hechos durante su reinado, ochenta procedieron de sectores no controlados por la alta nobleza, sólo veinte fueron extranjeros, y los treinta y dos restantes fueron el tributo que hubieron de pagar la costumbre y la corrupción, la estrategia sabida de colocar segundones de la nobleza y parientes de la propia monarquía. Algunos episodios institucionales y sociales revelan la existencia de las mismas tensiones de siempre, pero ha de aceptarse, como balance final de la política religiosa de los Reyes Católicos, que la capacidad efectiva y cuidada en la selección de los miembros del episcopado dio sus frutos positivos; como también lo dieron las permitidas reformas que se generaron en las principales órdenes religiosas.
Uno de los caracteres más significativos de todo proceso social orientado a la conquista de la racionalidad es el desarrollo de su capacidad de interiorización; este desarrollo, normalmente atribuido por la historiografía a individualidades geniales y angustiadas por la irresolución del problema personal de su ser en el mundo, es viejo desde el momento en que en todo tiempo precedente se acompañó el agotamiento del devenir del hecho religioso de la radicalización de una nueva forma de estar, o de una nueva forma de pensar. El tiempo del Renacimiento fue especialmente rico en radicalismos; unos, como el movimiento de la devotio moderna, el erasmismo y la descalcez, procuraron congeniar el traslucir su nueva posición interior ante el mensaje evangélico y su transmisión pedagógica con el gesto externo de una práctica alejada de toda sombra de corrupción, de superstición y de traición a los ideales fundadores. Otros, más preocupados por la forma, buscaron más que en la acomodación individual la transformación global de unas estructuras que se conocían cansadas. Unos y otros confluyeron en una corriente imparable de actitudes reformistas que desembocaron en una profunda reforma de la Iglesia que por fortuna aún no se ha resuelto. La interiorización del mensaje evangélico y la asimilación de la angustia provocaron a nivel general una triple vía de acción reformadora; la más condenada, la que puso en entredicho el contenido dogmático tradicional sostenido por la Iglesia, no se produjo en España. La más minoritaria, que entendía como trabajo previo a la obtención de la salvación individual la supresión de las desigualdades favorecidas por las ataduras feudales, tampoco tuvo eco en la sociedad española. La más fácil, la que comprendió que todo se reducía a disciplinar al clero y a los fieles, y al tiempo proponía una reacomodación moral dirigida a obtener nuevas formas de expresión religiosa, encontró una amplia aceptación. Ninguna de las vías fue uniforme y las rupturas y disidencias sirvieron para demostrar la vitalidad de todos los movimientos.
En la España de los Reyes Católicos, la tercera de las vías registró la tensión entre el conventualismo y la observancia, entre la corrupción palpable y los deseos minoritarios de una renovación interior y formal. La vida relajada de los conventos y monasterios, su desarreglo económico, la pérdida de sus valores espirituales y la continua injerencia de los nobles plantearon la necesidad de una reforma que fue solicitada del Papado en repetidas ocasiones hasta 1487, y que no fue puesta en práctica hasta el pontificado de Alejandro VI. Las bulas y breves pontificios concedidos en el último semestre de 1493 señalan el comienzo de una reforma sistemática que afectó inicialmente a los monasterios femeninos catalanes, y que gradualmente se extendería por el resto de la Corona de Aragón. El nombramiento de visitadores de la confianza real, la sustitución de las religiosas indisciplinadas por monjas reformadas, la planificación de un nuevo orden en la vida del interior de los monasterios, la restauración de la clausura y la designación de capellanes instruidos en el nuevo espíritu reformista, hicieron posible una revitalización de la vida religiosa y una mayor observancia de los principios regulares. Algo semejante se desarrolló en las principales órdenes monásticas y conventuales masculinas; benedictinos, dominicos, agustinos, carmelitas y franciscanos iniciaron en los años finales del siglo XV un proceso reformista que culminó con el triunfo de la observancia. Aunque el proceso no se cerró hasta muy avanzado el siglo XVI, la observancia introdujo gradualmente unos valores que conducirían a las formas de espiritualidad que constituirían la base de la mística y de las nuevas formas de piedad.
A través de la literatura espiritual y de los tratados morales podemos conocer que el triunfo de la observancia sobre los claustrales condujo a los regulares españoles hacia la revitalización de la propia espiritualidad y hacia la moralización disciplinada de sus costumbres. La interiorización del mensaje evangélico, la oración mental, la valoración de la soledad, la penitencia intimista y la austeridad en la propia vida y en las relaciones con los demás fueron los caracteres más visibles de una reforma disciplinar que se hizo desde el interior de cada orden, que en ocasiones resultó ser traumática y que tuvo su más firme valedor en el cardenal Cisneros. Sin embargo, tanto la preocupación manifestada por los Reyes Católicos a través de sus diplomacias cerca del Papado, como la restauración del respeto a las reglas de las órdenes, como la adopción de las nuevas vías ascéticas y espiritualistas de los observantes, no permiten señalar una conexión clara entre lo que se ha calificado como reforma española y las profundas modificaciones y sacudidas religiosas que determinarán el hecho del protestantismo a comienzos del siglo XVI. Probablemente haya de revisarse el conjunto de concepciones historiográficas que significan la actividad reformista de los Reyes Católicos y de su más inmediato colaborador, el cardenal Cisneros, como antecedente de la transformación general que inspiró el Concilio de Trento en oposición al protestantismo, y como causa y justificación del retraso que en los reinos hispanos tuviera la aplicación de los decretos tridentinos; otros hechos y procesos redujeron a niveles más modestos la magnitud de la reforma española, y en ello tuvo mucho que ver la instalación y potenciación de un aparato represivo autorizado por bula de Sixto IV en 1478: la Inquisición.
Sin embargo, existen importantes indicios que prueban una preocupación generalizada por mejorar las condiciones de formación religiosa del clero y de los fieles; además de las realizaciones universitarias propiciadas por el cardenal Cisneros en Alcalá y en Salamanca, puede anotarse un incremento de la literatura doctrinal y de la actividad pedagógica de las iglesias. Así, los Sínodos de Alcalá en 1480, Ávila en 1481, Jaén en 1492, Zaragoza en 1495, Salamanca y Canarias en 1497, Plasencia en 1499, Badajoz en 1501, reiteran la obligación que tienen los párrocos de exponer públicamente por escrito, y predicar durante ciertas épocas del año los fundamentos de la fe cristiana y las principales oraciones. El Sínodo de Jaén de 1492 establecía la obligación que tenían los sacristanes de enseñar la doctrina, y proponía que las escuelas que se abriesen lo hicieran en las proximidades de las iglesias para facilitar la asistencia de los niños a determinados oficios religiosos; y el Sínodo de Badajoz de 1501 recordaba además la obligación que tenían todos los párrocos de concentrar en sus iglesias a todos los niños menores de doce años para enseñarles la doctrina cristiana. Esta intensificación de la preocupación por la formación religiosa de los niños y adultos también se produjo en relación con los judíos y moriscos. Al menos en la etapa de mayor tolerancia.