Comentario
La Revuelta de los Países Bajos ocupa, sin duda, un lugar central en el reinado de Felipe II, pero, aún más, en la historia europea de toda la Edad Moderna, pues constituye un impresionante proceso de definición comunitaria y afirmación política en uno de los puntos cruciales del panorama cultural y de la geoestrategia económica continental. El proceso propiamente dicho arranca a comienzos de la década de 1560 con las protestas contra el Cardenal Granvela y la política religiosa de un Felipe II empeñado en aplicar en la zona los decretos tridentinos, pero se convertirá en un movimiento revolucionario en 1568 al colocarse Guillermo de Orange al frente de los rebeldes.
Se inicia entonces la llamada Guerra de los Ochenta Años, que no concluirá hasta 1648, cuando Felipe IV reconozca oficialmente la independencia de las Provincias Unidas, la confederación de los territorios que habían roto todo lazo de dependencia con la Monarquía Hispánica. Con Holanda y Zelanda a la cabeza, las Provincias Unidas se convertirán en una potencia de escala mundial, creadora de un gran imperio comercial que desplazará a los viejos imperios portugués y español.
Han sido varias las causas que se han apuntado para explicar la sublevación de la que era una parte emblemática de los dominios de los Austrias, al fin y al cabo herederos de los Duques de Borgoña. De un lado, se ha señalado que el proceso se debió a la defensa de la libertad religiosa reformada contra el tridentinismo católico que encarnaba Felipe II; de otro, ha sido interpretado globalmente como una revolución contra el absolutismo tiránico de un rey que quería suprimir a su voluntad las libertades de unos territorios que lo reconocían como señor, pero no sin ciertas condiciones.
Superados ya los tiempos en los que Felipe II aparecía en escena para representar el papel del tirano y del fanático, habrá que insistir en que la revuelta fue un movimiento que sólo fue posible en una Europa que se estaba confesionalizando a marchas forzadas, donde el Rey Católico encarnaba el credo romano y los rebeldes el calvinista. En esas circunstancias, la conciliación que aún había sido posible en el caso del luteranismo defendido por los príncipes alemanes resultó ser inviable. Además, cabe preguntarse si los rebeldes, cuyos líderes pertenecían a las elites locales, bien a la nobleza territorial, bien a la oligarquía urbana, luchaban por las libertades de las Provincias o, más bien, por su propia situación privilegiada que había sido alterada con la política de nombramientos eclesiásticos que quería imponer el rey y a la que servía el Cardenal Granvela.
Es indudable que Felipe II dio muestras de cierto empecinamiento en su política flamenca, sobre todo si tenemos en cuenta que la guerra de los Países Bajos fue impopular en Castilla, hacia donde, una vez más, el Rey Católico tenía que dirigirse para mantener el esfuerzo financiero que ésta suponía.
A su salida de los Países Bajos en 1559, Felipe II dejó como Gobernadora a su hermanastra Margarita de Parma-Austria, quien se retiró en 1567 cuando llegó a Flandes el Duque de Alba, Fernando Alvarez de Toledo, cuya fama en los Países Bajos está estrechamente unida a la actuación del célebre Tribunal de Tumultos. Su política de represión y de acción militar se considera fracasada definitivamente en 1572, y Alba es sustituido por Don Luis de Requeséns y Zúñiga, quien trató de llevar adelante una política más conciliadora en un marco de angustias financieras; no en vano 1575 es el año de la segunda bancarrota de Felipe II. Requeséns muere en 1576, y en su lugar se nombra a don Juan de Austria, quien tuvo que hacer frente a una calamitosa situación en la que el descontento era general contra los tercios, que acababan de protagonizar el Saco de Amberes con su furia española, tanto por parte de los católicos como de los protestantes.
Pese a las esperanzas despertadas en que lograse alguna suerte de conciliación con los rebeldes, también su gobierno se ha de dar por fracasado, muriendo Don Juan en Namur a finales de 1578. Alejandro Farnesio, Duque de Parma e hijo de Madama Margarita, se convertirá en el nuevo Gobernador y llevará adelante una sorprendente recuperación militar a lo largo de la década de 1580, permitiendo dominar de nuevo muchos de los territorios que se habían perdido durante los años 1570.
En sus tiempos se produce la definitiva ruptura de los Países Bajos, entre un sur católico (definido en la Unión de Arras) y un norte protestante y rebelde (Unión de Utrecht). Este último rompe sus lazos con Felipe II completamente en 1581 mediante el Acta de Abjuración por la que el Rey Católico es depuesto como señor de las Provincias rebeldes gobernadas por Guillermo de Orange. Este había sido declarado proscrito en 1580 y, como respuesta, publica su Apología, una pieza clave de la literatura antifilipina y de la Leyenda Negra.
Uno de los pilares básicos de la resistencia de las Provincias Unidas fue su capacidad propagandística a través de textos como el de Orange y por medio de estampas y grabados con los que inundarán media Europa. Asimismo, supieron aliarse con todos los otros enemigos y rivales de Felipe II, ante todo con la Inglaterra de Isabel I, decidida defensora de la revuelta holandesa tanto diplomática como militarmente.
Como ya se ha señalado, la solución al problema flamenco no se consiguió hasta 1648. Felipe II, sin embargo intentó al final de sus días una fórmula que, sin duda, suponía cierta intención de conciliación: la entrega de la soberanía de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia casada con el Archiduque Alberto de Austria. A la muerte del Archiduque sin hijos en 1621, los Países Bajos volverán plenamente a la soberanía española.