Comentario
Tras la Paz de Nimega, el Rey Sol emprenderá una nueva acción diplomática encaminada a aislar a España y al Emperador, dado que su próximo objetivo es anexionarse todos los territorios que circundan a Francia, recurriendo a la misma estrategia que había empleado en 1667 contra la Monarquía hispánica. En efecto, esgrimiendo derechos de dudosa validez jurídica, se incorpora por la fuerza (política de reunión) entre 1681 y 1683 la fortaleza de Casale, propiedad del duque de Mantua, la ciudad libre de Estrasburgo y algunas plazas españolas en los Países Bajos.
Ante este alarde de fuerza, el estatuder Guillermo de Orange inicia negociaciones con Suecia con miras a la firma de un tratado de ayuda mutua, al que se adscribirán también el Emperador y el rey de España, para quien los desafueros de Luis XIV son una provocación intolerable, sobre todo porque se esperaba en Madrid que el monarca francés respetaría a la Monarquía tras el matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans. Esto no impide que en el verano de 1683 las tropas de Luis XIV se adentren en Luxemburgo, sitiando la fortaleza de la capital ducal defendida por los españoles, que no reciben ayuda de ninguno de sus aliados por no verse afectados directamente o, en el caso del Emperador, por tener que afrontar una gran ofensiva otomana. Poco después, el ejército francés, para hacer entrar en razón a Carlos II, invade Flandes, cuyas ciudades se desmoronan ante este nuevo ataque, y Cataluña, que resiste la agresión. Mientras, en el Mediterráneo, la marina francesa somete a la ciudad de Génova, aliada incondicional de España, a un duro bombardeo durante doce días seguidos. Finalmente, Luxemburgo cae en 1684, y Madrid, a su pesar, se ve obligada a ceder este ducado en las negociaciones llevadas a cabo en Ratisbona, quedando así los Países Bajos aislados por completo, dependiendo en adelante su defensa y conservación de Holanda.
La política de reuniones supone el engrandecimiento de Francia, pero también la defección de muchos príncipes alemanes, que atemorizados vuelven su mirada hacia el Emperador, en torno al cual se va a constituir en 1686 la Liga de Ausgburgo, concebida para defender a Alemania de futuras agresiones francesas, y en la que participan Suecia y España, no así los electores de Sajonia y Brandemburgo. La pugna entre Francia y el Emperador por imponer su candidato en el arzobispado de Colonia, provisión resuelta por el Pontífice a favor de Viena, provocará la ruptura de las hostilidades entre Luis XIV y la Liga en 1688 y con ella la ocupación inmediata de Avignon, Philisburgo, el Palatinado y el arzobispado de Colonia. El acceso de Guillermo de Orange al trono inglés, tras el destronamiento de Jacobo II, será el pretexto también para que Francia declare la guerra a las Provincias Unidas. España, que se resiste a involucrarse en la contienda, lo hace en 1690, después de que Inglaterra se integre en la Liga de Ausgburgo.
Como en ocasiones anteriores, Luis XIV despliega toda su fuerza sobre el socio más débil, contra España, invadiendo Flandes, Cataluña e Italia, donde sus ejércitos se imponen a pesar de la resistencia de la infantería española. En 1692 cae Namur y al año siguiente el ejército aliado es derrotado en Neerwinden. En 1694 es Gerona la que se entrega. Por estas fechas los contendientes inician conversaciones diplomáticas que no prosperan. El único triunfo de la diplomacia francesa es la firma en 1696 de un tratado secreto con Saboya que va a permitir a Luis XIV atacar el Milanesado, sin que el Emperador ni España puedan resistir la ofensiva, firmándose en este frente un armisticio meses más tarde. En febrero de 1697 París realiza nuevas ofertas negociadoras a Guillermo de Orange, quien las acepta en nombre de todos los aliados, lo que no obsta para que Luis XIV desencadene una nueva campaña en América y en Europa: Boston es amenazada, Cartagena de Indias es saqueada y Barcelona es sometida a un incesante bombardeo hasta que finalmente se rinde. Estas victorias, sin embargo, no representan el triunfo de Francia ni la derrota del Emperador y sus aliados, que habían demostrado una capacidad enorme de resistencia. La Paz de Ryswijk (1697) pone fin a la contienda. Francia, por motivos no suficientemente claros, aunque relacionados tal vez con la sucesión de la Monarquía hispánica, realiza grandes concesiones al Emperador, pues sólo mantiene en su poder Estrasburgo y algunas plazas en Lorena, y a España, que recupera Cataluña, el Milanesado y las plazas anexionadas desde 1678, estableciéndose guarniciones holandesas para su defensa.
Al finalizar el siglo XVII Europa mantiene la estructura política de 1648 con pequeñas variaciones territoriales y la Monarquía hispánica ha logrado superar el acoso francés a sus dominios. Pero la Paz de Ryswijk es más una tregua que una paz duradera, como se desprende del conjunto de alianzas que tienen lugar de inmediato entre Polonia, Dinamarca, Brandemburgo y Rusia frente a Suecia por el dominio del Báltico, así como de las maniobras diplomáticas de Luis XIV y de Leopoldo I para asegurarse el trono español, especialmente a partir de la muerte del heredero de Carlos II, el príncipe José Fernando de Baviera. Por eso, mientras Luis XIV inicia un acercamiento a Inglaterra, con quien firma dos tratados secretos de repartición en 1698 y en 1699, el Emperador procura asegurar la estabilidad en la frontera sudeste del Imperio y neutralizar a los príncipes electores, en particular al de Brandemburgo, a quien concede en julio de 1700 el título de rey de Prusia.
En Madrid, a su vez, los embajadores de Viena y París despliegan toda su habilidad y su capacidad de intriga a fin de atraerse a la aristocracia cortesana, imponiéndose a última hora la camarilla profrancesa del cardenal Portocarrero, que logra convencer a Carlos II de que la integridad de la monarquía sólo puede ser garantizada si la corona recae en un Borbón. Así, el 2 de octubre de 1700 el monarca redacta un nuevo y definitivo testamento a favor del duque de Anjou, nieto de Luis XIV, que recibirá todas las posesiones de la monarquía, previa renuncia de sus derechos a la Corona de Francia. En este documento se estipula también el orden sucesorio en el supuesto de que el monarca falleciera sin descendencia: en primer lugar, el duque de Berry; a continuación, el archiduque Carlos, hijo del Emperador Leopoldo; por último, el duque de Saboya o sus herederos. Al cabo de dos siglos la Augustísima Casa de Austria dejaba de regir los dominios de la Monarquía hispánica, entronizándose, por decisión de su último representante -paradojas del destino-, a un miembro de la dinastía de su adversario más poderoso, el rey de Francia. La era de los Borbones comenzaba en España y con ella la Guerra de Sucesión y la desintegración de la monarquía de los Habsburgo.