Comentario
La ambigüedad ante la religión popular la refleja también la Iglesia respecto a la brujería. En este terreno la intelectualidad española dominante asumió los viejos principios formulados por santo Tomás en el siglo XII de que "las brujas realmente van", que propiciarán las actitudes de Nicolau Eymeric (siglo XIV), y ya en el siglo XVI, las obras de Castañega, Ciruelo o Martín del Río. En contraposición, tampoco faltaron los postulados racionalistas que defendían que las brujas "van" imaginariamente, como lo sostenían Pere Gil, Pedro de Valencia y el inquisidor Salazar Frías. La Inquisición, salvo momentos cruciales como el célebre proceso de las brujas de Zugarramurdi en 1610, adoptó sanciones penales suaves sobre las presuntas brujas que juzgó compartiendo la actitud escéptica de estos últimos intelectuales.
La razón quizá sea que la Inquisición debió ocuparse de otros problemas ideológico-religiosos más inquietantes, o quizá se consideró que las presuntas brujas podían ser rentables políticamente como lastres de un avance hacia el capitalismo, o simplemente se valoró su presunta utilidad en el control de la naturaleza en cuatro sentidos: la salud, el sexo, el conocimiento del futuro y la ambición económica, siendo las permanentes alternativas a la medicina académica, el amor conyugal o limitado y la servidumbre del presente y de la pobreza. No hay que olvidar al respecto la apelación de Felipe II al curandero morisco Pinderete o la identificación del discurso médico, clerical y hechiceril en torno al tratamiento del inefable rey Carlos II.
La teología española no fue monocorde. Melquíades Andrés dividía a los teólogos del siglo XVI en autores espirituales, humanistas, alumbrados y luteranos. La propia escolástica se escindió en varias corrientes: la escolástica tradicional entró en confrontación con la teología positiva mucho más historicista que representaba Melchor Cano. En el proceso a fray Luis de León parece que subyace la confrontación de estas dos corrientes escolásticas.
La polémica entre el tomismo ortodoxo de los dominicos y la concepción más moderna de los jesuitas en el vidrioso tema de la gracia divina y la libertad humana va a estallar a través del enfrentamiento dialéctico entre Domingo Báñez y Luis de Molina. El origen está en la publicación del libro de Luis de Molina Concordia liberi arbitii (Lisboa, 1588). La mayor oposición surgió entre los dominicos, al frente de los cuales se colocó Domingo Báñez, que con otros padres de la Orden firmó un libro titulado: Apología fratum predicatorum (...) adversus quesdam novas assectationes ciusdam doctoris Ludovici Molinae (...).
La discusión, centrada fundamentalmente, como decíamos, entre jesuitas y dominicos, hubo de pasar a la Inquisición española, de donde -incrementada- llegó a la Santa Sede. Tras grandes discusiones, Paulo V dictaminó que unos y otros podían defender sus respectivas conclusiones.
Francisco Suárez intervino en la polémica Molina-Báñez, formulando una tercera vía que es conocida como el congruismo. Para Suárez, la gracia eficaz es lo mismo que la suficiente, la única diferencia es que aquélla recibe una gracia congrua, adaptada a las circunstancias. En la obra Defensio fidei, Suárez se involucró en la polémica entre Paulo V y el rey inglés Jacobo I, refutando la fórmula del juramento de fidelidad a la Corona histórica y negando a los súbditos católicos facultades para prestar tal juramento. Suárez defiende aquí, en definitiva, la prioridad de la autoridad espiritual sobre la temporal, como hace también en De legibus. La obra que le dio más fama fue, sin embargo, Disputaciones metafísicas, de la que salen a la luz diecisiete ediciones que van a ir difundiendo su pensamiento por todo el amplio mundo europeo.
Dominicos y franciscanos chocaron fuertemente en su actitud ante los espirituales. Mucho más racionalistas, los primeros adoptan actitudes reticentes ante la tendencia a ofrecer credibilidad a los fenómenos de iluminismo y recogimiento. El proceso a Molinos marca, de alguna manera, el triunfo de los dominicos, que contaron con figuras fundamentales. Melchor Cano, autor de De iustitia et de iure (1537); Bartolomé de Medina, cuya mayor aportación fue haber sentado las bases del probabilismo moral; Diego de Zúñiga, modernizador del pensamiento aristotélico-tomista, fueron las figuras más significativas de los dominicos en estos años. Entre los escolásticos franciscanos destaca fray Alfonso de Castro, autor de De potestae legis poenalis (1551), la mejor obra del derecho penal en el siglo XVI.