Comentario
En el complicado y variable tablero de ajedrez que era la política exterior europea del Setecientos, las posibilidades de actuación de cada nación estaban directamente relacionadas con la fortaleza e idoneidad de tres instrumentos estrechamente relacionados: el poderío económico, las fuerzas armadas y la diplomacia. La política internacional no era esencialmente una cuestión de prestigio dinástico, sino una seria contienda en la que cada país trataba de dar salida a sus mercancías mediante la conquista económica y la salvaguarda militar y diplomática de los mercados. Conscientes de esa transcendente realidad, los gobernantes del siglo hicieron numerosos esfuerzos para mejorar la diplomacia y las fuerzas armadas españolas.
Después de Utrecht la diplomacia hispana había quedado un tanto aislada en el exterior y con una precaria infraestructura técnica para su funcionamiento. Los gobiernos borbónicos dedicaron un evidente esfuerzo a su reorganización. En la cúspide de la diplomacia española se situaba el propio monarca, quien llevaba personalmente los asuntos internacionales no siempre con una óptica exclusivamente nacional, puesto que a veces el peso de los intereses dinásticos resultaba palpable, al menos a principios del siglo. Por debajo del rey se situaba una Secretaría de Estado, que con el paso del tiempo se convirtió en la de mayor rango, siendo de facto en algunos reinados una verdadera Primera Secretaría. Por su cabecera pasaron grandes estadistas como Grimaldi, Alberoni, Ripperdá, Carvajal, Ensenada, Wall o Floridablanca, entre otros. A lo largo del siglo no fue inusual que el monarca y sus ministros tuvieran discrepancias en asuntos exteriores, las cuales se solucionaban siempre a favor del rey o con la dimisión del político de turno. Ni tampoco fue extraño que algunos insignes foráneos ocuparan dichos cargos, que estaban altamente remunerados en metálico o con prebendas nobiliarias como la Grandeza de España.
Pero si Madrid era el centro de las decisiones, las órdenes debían cumplirse en el extranjero a través de una tupida, complicada y diversificada red de embajadores y cónsules que cumplían misiones temporales y ordinarias según las ocasiones. Para el caso de las tareas extraordinarias (matrimonios, coronaciones, firma de tratados) era usual que se enviara un plenipotenciario real. Las embajadas ordinarias se situaban sobre todo en las principales potencias europeas como Inglaterra, Francia, Holanda o Austria y eran ejercidas en su mayoría por nobles y militares no siempre con un grado de profesionalización conveniente, puesto que la carrera de diplomático no acabó cuajando durante el siglo. A pesar de la provisionalidad de los cargos, de la parquedad de las dotaciones para infraestructura y de las dificultades de coordinación, la diplomacia borbónica tuvo una destreza similar a las de muchas naciones europeas.
Ahora bien, la capacidad de una diplomacia estaba estrechamente ligada a la fortaleza bélica de cada país. La lucha en el mercado mundial, la salvaguarda de una monarquía con un territorio peninsular extenso y la amenaza a la que estaban permanentemente sometidas las colonias americanas, llevaron a los gobiernos a realizar serios esfuerzos por crear unas fuerzas armadas competentes, empresa que en tiempos de Carlos III se llevaba la mitad del presupuesto nacional.
Los mayores bríos se centraron en la creación de una Armada rápida y eficaz, sobre todo teniendo en cuenta el lamentable estado en el que había quedado tras la Guerra de Sucesión. El balance de dicho esfuerzo nos ofrece una imagen en claroscuro. Parece evidente el avance de la organización administrativa y política gracias a la creación de tres departamentos marítimos (Cartagena, Cádiz y El Ferrol), en los que se construyeron arsenales, así como el perfeccionamiento de la recluta y preparación de la oficialía y la marinería (Academia de Guardamarinas, Matrícula de Mar). Dicha tarea se realizó especialmente en la primera mitad del siglo de la mano de hombres como José Patiño y el marqués de la Ensenada, lográndose finalmente unas tripulaciones más abundantes y mejor preparadas al servicio de más y mejores buques de guerra. Sin embargo, el esfuerzo financiero realizado no puso la Armada española a la altura de sus adversarias: en 1751 Inglaterra disponía de 15.000 cañones embarcados y España a duras penas rebasaba los 1.500.
El Ejército también disfrutó de atenciones en una monarquía que tenía un vasto territorio peninsular que salvaguardar y tierras europeas que recuperar. Tras la guerra sucesoria todos los esfuerzos se dirigieron hacia la creación de un ejército nacional. El balance del intento es ligeramente positivo: aumento de los efectivos generales (unos 65.000 hombres a mediados del siglo), racionalización administrativa (Secretaría de Estado y capitanías generales), creación de cuerpos auxiliares (ingenieros militares), reorganización de la caballería (ordenanzas de 1768), mejora de las fortificaciones (ciudadela de Barcelona, castillo de Figueres), implantación de escuelas y academias para la preparación profesional de tropas y oficiales, así como una mejor regulación de la intendencia bélica y alimentaria. En tiempos de Carlos III el ejército estaba ya en condiciones de ponerse al servicio de la política exterior española con mayor eficacia. A finales del siglo se había conseguido una cierta dignificación y profesionalización de la carrera militar y se había logrado formar un embrión de ejército nacional constituido por la suma de los profesionales, las levas forzadas (vagos y ociosos) y las quintas (no siempre reclutadas de buen gusto), una milicia que distaba mucho de las antiguas huestes mercenarias de los Austrias.