Comentario
Los primeros encuentros oficiosos en busca de la paz entre españoles y franceses se produjeron a fines de 1794, pero fue en mayo de 1795 cuando Bourgoing, el que fuera último embajador francés en Madrid, y Ocáriz, el antiguo cónsul general en París, recibieron instrucciones de sus respectivos gobiernos para dar a conocer, con el embajador norteamericano en Madrid como mediador, las posiciones respectivas de sus gobiernos. Ambas resultaban inaceptables para las partes. Francia exigía el pago de indemnizaciones, entre las que destacaba el valor de los navíos franceses incendiados en la dársena de Tolón cuando españoles e ingleses se retiraron de la base naval a fines de 1793; mantener parte de los territorios fronterizos conquistados, como Guipúzcoa, la Cerdaña y el valle de Arán, cuyas fronteras eran consideradas "un límite más natural que la raya de la antigua frontera"; ciertas cláusulas comerciales ventajosas; y, sobre todo, la cesión de la colonia continental de La Luisiana y la parte española de la isla de Santo Domingo.
Las exigencias planteadas por Ocáriz no eran menores, teniendo en cuenta la situación de debilidad de España: se exigía también el pago de indemnizaciones de guerra; se fijaba la frontera en los Pirineos, sin cesión territorial alguna; se solicitaba una mayor influencia española en Italia, en particular en Parma y Nápoles; y se pedía el mantenimiento del catolicismo en Francia y la liberación del Delfín y su hermana, presos en el Temple, extremo éste que irritaba particularmente a los franceses, pues los militares españoles lo habían proclamado rey, como Luis XVII, en aquellos territorios del Rosellón ocupados en la primera campaña pirenaica.
Las conversaciones entre Bourgoing y Ocáriz pronto quedaron estancadas, y hubo que establecer nuevos contactos. Los elegidos para ello fueron Domingo Iriarte, embajador en Varsovia, y F. Barthélemy, representante de la República francesa ante la Confederación Helvética y que tenía su residencia en Basilea. Ambos diplomáticos se conocían desde 1791, en que coincidieron en París, sirviendo Iriarte la Secretaría de la Embajada española, y encontrándose Barthélemy recién llegado de Londres, donde también había servido como Secretario de Embajada. El aprecio mutuo favoreció la negociación, alentada en la búsqueda de un punto de encuentro por la toma francesa de Vitoria y Bilbao y por la preocupación causada por la importante rebelión realista de la Vendée. El aspecto que dilató las conversaciones fue la cuestión de La Luisiana, que tanto para los españoles como para los franceses era pieza importante para poder influir en los asuntos norteamericanos, mientras que el obstáculo del Delfín, el denominado Luis XVII, desapareció al fallecer éste en prisión el 8 de junio.
Finalmente, el 22 de julio de 1795, fue suscrito en Basilea por los dos plenipotenciarios el Tratado de Paz que ponía fin a la guerra franco-española. Si bien Francia era la más beneficiada, España quedó satisfecha porque no perdió lo que su situación militar hacía prever. Territorialmente sólo cedió su parte de la isla de Santo Domingo, manteniendo Luisiana y logrando la restitución de "todas las conquistas que ha hecho en sus Estados en la guerra actual" y fijando la raya fronteriza en la "cima de las montañas que forman las vertientes de las aguas de España y de Francia". La cuestión familiar, reducida a la hija de Luis XVI una vez fallecido el Delfín, encontró solución en un artículo secreto, por el que la República "consiente en entregársela si la Corte de Viena no aceptase la proposición que el gobierno francés le tiene hecha de entregar esta niña al Emperador. Por otra parte se reconocía el papel mediador de España en favor de la reina de Portugal, de los reyes de Nápoles y Cerdeño, del infante duque de Parma y de los demás Estados de Italia", admitiendo así que Italia era un ámbito de influencia española. Finalmente, se acordaba restituir los bienes confiscados a españoles y franceses y, por otro artículo secreto, Francia podrá hacer extraer de España yeguas y caballos padres de Andalucía, y ovejas y carneros de ganado merino, en número de 50 caballos padres y 150 yeguas, 1.000 ovejas y cien carneros por año", durante un quinquenio.
Pero el Tratado abría nuevas posibilidades a las relaciones franco-españolas. En su artículo 1 no sólo se hablaba de paz, sino de "amistad y buena inteligencia entre el Rey de España y la República francesa", y en el artículo XI, al tiempo que se restablecían las relaciones comerciales en la situación previa a la guerra, se añadía que "hasta que se haga un nuevo tratado de comercio", lo que indicaba la voluntad de fortalecer la "buena inteligencia" ahora iniciada. España era, a ojos de los políticos del Directorio y de la burguesía francesa, un potencial mercado para las manufacturas francesas, una posible proveedora de metales preciosos, en especial de plata americana, y la oportunidad de introducirse en América bloqueando la, cada vez mayor, penetración británica. El temor español a caer en una situación de dependencia económica excesiva respecto a Francia, abortó la aprobación del tratado de comercio previsto en Basilea.
Las condiciones moderadas impuestas por los franceses fueron presentadas por Godoy como un éxito personal, recibiendo de los reyes el título de Príncipe de la Paz, si bien la modestia de las reivindicaciones francesas era preconcebida, pues la República pretendía la reconciliación con España y reeditar la alianza que había unido a las dos potencias vecinas durante todo el siglo XVIII frente al común enemigo británico. Iriarte, como reconocimiento a su capacidad negociadora, fue nombrado poco después embajador español en París, pero no llegó a tomar posesión de la embajada por fallecer el 22 de noviembre.