Época: Reinado Fernando VII
Inicio: Año 1814
Fin: Año 1820

Antecedente:
La primera restauración

(C) Rafael Sánchez Mantero



Comentario

Tras su regreso, se abría una etapa en el reinado de Fernando VII en la que a las dificultades propias de una situación de enfrentamiento abierto entre los españoles por razones de ideología política, había que sumarle los problemas lógicos de un país recién salido de una larga guerra en la cual habían sido destruidos los resortes principales de la economía, así como algunas de sus principales fuentes de riqueza. La tarea que tenía por delante el monarca y su gobierno no era nada fácil, y eso explica -como ha señalado J. L. Comellas- el carácter efímero de los gobiernos que se sucedieron durante este periodo de seis años. En efecto, se produjeron frecuentes crisis ministeriales, que respondían tanto a la magnitud de los problemas que había que resolver, como a la incapacidad de los hombres que designó el monarca para afrontarlos.
Nadie cree ya que esos cambios fuesen debidos a la caprichosa voluntad de Fernando que quitaba y ponía ministros por el solo hecho de ser cortos de vista o de caerles mal a alguno de los íntimos amigos que se reunían con él en la camarilla, esa salita aneja a la que utilizaba oficialmente para sus despachos en el Palacio Real, y entre los que había personajes tan curiosos como el aguador de la fuente del Berro, o el embajador ruso Tatischeff. No, las sustituciones ministeriales se producían porque ante el fracaso repetido había que probar nuevas fórmulas que fuesen eficaces. Comellas ha señalado cómo el ministerio que fue objeto de mayor número de sustituciones fue el de Hacienda, que era el que tenía que enfrentarse a los problemas más difíciles. El que menos cambió fue el de Marina: sencillamente porque no había apenas barcos después de los desastres de principios de siglo. En 6 años hubo 28 sustituciones, lo que indica -en un sistema político absolutista- la gravedad de la situación.

La restauración de la Monarquía absoluta había significado el restablecimiento de las viejas instituciones, como el Consejo de Castilla, el de Indias, el de Hacienda, el de Ordenes, el de Guerra y el de la Inquisición. Sin embargo, lo que caracteriza al sistema de gobierno que se había restablecido es que no se advierte una línea política definida. Todas las decisiones son producto de bandazos sin rumbo que no responden a ningún proyecto concreto. El Estado ofrecía una situación de absoluta miseria y hasta en la política exterior se ponía de manifiesto la impotencia de España, cuando en las negociaciones por la Conferencia de Viena se le concedió a María Luisa, esposa de Napoleón, el estado de Parma, arrebatándoselo a una hermana de Fernando VII, o cuando se suprimió la trata de esclavos, que dañaba también los intereses de los españoles. La debilidad de España en estos momentos en el plano internacional la relegaba a una potencia de segundo orden.

El ministro de Estado Cevallos fue sustituido por García de León y Pizarro y, en diciembre de 1816, fue nombrado como ministro de Hacienda Martín de Garay. El intento de reforma que Martín de Garay quiso sacar adelante es uno de los esfuerzos más interesantes que pueden destacarse de este periodo. Su reforma estaba desarrollada en la llamada Memoria de Garay y se basaba en tres puntos: 1) La propuesta de fijación de los gastos de cada ministerio. 2) La propuesta para cubrir el déficit con una contribución extraordinaria. 3) Abolición de las rentas provinciales y su sustitución por una contribución especial que se repartiría por todas las poblaciones del reino. Esta tercera propuesta era una alternativa a la segunda y fue en realidad la que prevaleció. De cualquier forma, tanto una como otra, lo que hacían era aumentar la presión sobre el ya maltrecho contribuyente.

En cuanto al problema de la deuda pública, Garay propuso pagar una parte de los intereses en metálico y el resto en papel de crédito. Con ese procedimiento pretendía enjugar los más de once mil millones de deuda pública. Sin embargo, como ese papel de crédito sólo podría utilizarse para la compra de fincas que vendiese el gobierno y eso era en realidad una desamortización de bienes, tropezó con la oposición de los más conservadores y del mismo rey. Así pues, la reforma fracasó. Como afirma Fontana, el gobierno absolutista caía en una contradicción: por una parte quería mantener íntegra la estructura del Antiguo Régimen en una Europa que cambiaba rápidamente, pero por otra necesitaba obtener los recursos necesarios para solucionar sus graves problemas económicos y hacendísticos, y eso no podía hacerse sin que se viese afectada esa misma estructura.