Comentario
En la guerra contra Estados Unidos, las islas Filipinas, a pesar de su importancia objetiva, jugaron siempre un papel secundario. La sublevación había comenzado en el archipiélago en 1896, organizada por el Katipunan, una organización nacionalista fundada en 1892. Siempre se ha considerado que la oposición a España en Filipinas tuvo un fuerte carácter anticlerical, y que en ella intervino activamente la masonería, como reacción al intenso protagonismo que las órdenes religiosas tenían en la colonia; todo ello está siendo objeto de revisión.
La rebelión fue extendiéndose e, igual que en Cuba, la política contemporizadora -en este caso representada por el general Blanco- fue sustituida por la política fuertemente represora del general Polavieja. El que sería llamado general cristiano confirmó la sentencia de muerte, rápidamente ejecutada, de José Rizal, el principal intelectual filipino, que había fundado la Liga Filipina y se declaró masón, pero que de hecho no había participado en la rebelión. Por diferentes razones, Polavieja fue sustituido por el general Fernando Primo de Rivera a mediados de 1897. El nuevo capitán general se mostró dispuesto a una negociación indirecta con los principales jefes de la insurrección -en especial, Emilio Aguinaldo- que éstos aceptaron y que culminó en el pacto de Biac-Na-Bató, de diciembre de 1897. Aunque subsistían algunos focos rebeldes, la paz parecía asegurada. No fue hasta después de la derrota naval de Cavite cuando Aguinaldo volvería a Filipinas y la insurrección se reavivó. No obstante fueron tropas norteamericanas las que tomaron Manila, en agosto de 1898, después de la firma del protocolo de Washington.
Por el Tratado de París, de 10 de diciembre de 1898, España reconocía la independencia de Cuba y cedía a los Estados Unidos, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam, en las Marianas. De nada sirvió que la entrega de las Filipinas no hubiera quedado establecida en el protocolo de Washington. La delegación norteamericana impuso sus exigencias sin que a la española le quedara otro recurso que la protesta. En el acta final, los negociadores norteamericanos reconocían en los españoles "el celoso cuidado, la sabiduría y la habilidad, así como la uniforme cortesía con que habían procedido". Sobre este episodio, el diplomático Pablo de Azcárate ha escrito que "las negociaciones con los Estados Unidos (..) fueron conducidas con clara visión de la realidad, con firmeza, con prudencia, con dignidad. Es verdad que los negociadores españoles no consiguieron obtener ni la más mínima concesión de sus adversarios. Pero lograron lo único que era posible lograr en sus circunstancias, a saber: silenciar los argumentos contrarios y forzar al gobierno de los Estados Unidos a refugiarse a propósito de cada punto litigioso, en lo que era su exclusivo y único argumento: la fuerza. Y esto tiene y tendrá valor para todo el que no se resigne a dejar la vida reducida a un simple juego de intereses materiales".
En 1899, España vendería a Alemania los últimos restos de su imperio colonial en el Pacífico, las islas Carolinas, Marianas y Palaos.
Sólo en Cuba, según los datos publicados por La Estafeta, murieron en combate o a causa de las heridas recibidas 2.150 soldados y oficiales; fueron heridos y sobrevivieron, 8.627; y murieron de diversas enfermedades, 53.500. En cuanto al coste económico, se calcula en 2.000 millones de pesetas. Según Pedro Tedde, entre 1895 y 1900 "la deuda pública en poder del Banco (de España) pasó de 921 a 1.670 millones (...) Paralelamente la base monetaria se incrementó en 1.331 millones de pesetas, un 43,8 por 100. El índice de precios se elevó un 28 por 100 (...) (y) se experimentaría una devaluación de la peseta del 10 por 100".