Comentario
El mejor momento para visitar la mezquita es por la mañana, preferiblemente después de uno de esos intensos aguaceros que dejan las calles de Córdoba convertidas en veloces arroyos, cuando sus adoquines, rosas, verdes y grises, aparecen relucientes. Como bajamos del centro de la ciudad, el mejor camino es el que nos lleva por la calle que se llamó de las Comedias, actual de Velázquez Bosco, erudito arquitecto que restauró el edificio hace casi un siglo; esta armónica calleja, que es una celebración de la cal y los geranios, además de llevarnos directamente a la mezquita, nos permite adivinar patios en el fondo de austeras fachadas y también nos evita sufrir los falsos zocos que proliferan hoy en sus proximidades, aunque tengamos que padecer los cables que castigan balcones, molduras o aleros, incluida la fachada del hamman, o baño musulmán, que por allí se conserva. Puedes ver, a la mano izquierda, un adarve, es decir, una de las cortas y enrevesadas callejas, ésta se llama de las Flores, que no tenían salida, pues, en época musulmana y durante el resto de la Edad Media, sirvieron exclusivamente para dar acceso a las casas del interior de una manzana, o una cuadra, como dicen por allá; en ésta verás algún taller de cueros cordobeses, es decir, los guadamecíes y cordobanes que tan justa fama dieron a la ciudad desde época muy antigua y que nada tienen que ver con esos pellejos blanquecinos, señuelos de japoneses y catetos, que cuelgan en los zocos vecinos.
La mezquita se nos aparece como un muro de piedra relativamente bajo, coronado de merlones, unos dentados (de gradas) y otros mixtilíneos, que enmarcan un rarísimo retablo en alto, sobre escaleras, entre faroles, protegido por amenazadoras rejas con alguna decoración de plantas, plásticos y otras zarandajas de la piedad popular posbarroca, todo ello como marco de una patética Inmaculada de los Faroles, copia insufrible de un cuadro de una de las glorias locales, el ubicuo Romero de Torres (1880-1930); una fuente situada al pie daba antiguamente nombre a una puerta de la mezquita, que se llamó del Caño Gordo, y que hoy tiene apariencia clásica. Quizá te sorprenda que la mezquita aparezca protegida por una especie de malecón de piedra, en parte viejo y en parte reconstruido, que tiene la virtud de repeler los agresivos automóviles y de solucionar con poca gracia el contacto entre el muro almenado y el pavimento de las calles próximas; éstas, como ya podemos apreciar, descienden rápidamente hacia el río por antonomasia, el Guadalquivir, gran rey de Andalucía, de arenas nobles, ya que no doradas, dato que copio del cordobés don Luis de Góngora (1561-1627), que fue clérigo de esta fábrica y en ella reposa.
Si nos olvidamos de esta puerta y seguimos el muro hacia la izquierda, dejando por ahora el solemne campanario que se alza hacia el lado opuesto, llegaremos pronto a la esquina noroeste de la mezquita, la de las calles de la Puerta del Perdón y de la Grada Redonda. Desde aquí percibimos la figura que dibuja en el suelo de Córdoba el mejor de sus edificios: es un rectángulo que mide 175 metros desde esta esquina hasta la de allá abajo, a la izquierda, es decir hacia el río y el sur, por 128 metros en el otro sentido, hacia el oeste, que cae a nuestra derecha.
Casi en la esquina, en la fachada larga, comenzaremos a ver una de las más chocantes características del edificio actual, que es la variedad de sus paredes, suelos y techos, pues unos, como éste, tan amarillo y relamido, parecen recién hechos, mientras otros simulan la más venerable antigüedad, y no faltan los que, llenos de remiendos y grietas, esperan pacientes a los restauradores; todo ello mezclado sin orden ni concierto. Aquí tienes una buena portadita barroca, a tu escala, pintada de amarillo hasta los desconchones; déjala por ahora y sigue la fachada, que es de las más monótonas del edificio, pues apenas si tiene algún estribo que, en otras, son numerosos y variados de tamaño. Vamos en busca de la siguiente puerta, de mucho mayor porte, situada junto a un pilar donde aún corre el agua; ésta, llamada de Santa Catalina, fue diseñada, hacia 1562, por el más genial de los arquitectos cordobeses del siglo XVI, Hernán Ruiz, el segundo de los de su nombre, y tiene para nosotros el interés de ofrecernos, en las enjutas del arco, dos representaciones de la Torre, según la apariencia que tenía entonces. Pero ya tendremos tiempo de hablar de ella, pues vamos a entrar de una vez por todas antes de que el chaparrón nos deje hechos unas sopas.
Veo que te sorprende que, de buenas a primeras, aparezcamos en la galería porticada de una rara especie de plaza pública, sombreada por filas de árboles, mientras el edificio en sí queda a nuestra izquierda, aunque ahora, con la que cae, su imagen no sea muy acogedora, casi oculta por los chorros de agua que, en número de dieciocho, golpean inmisericordes el pavimento que lo separa de la zona arbolada; tras la cortina de agua se adivina que la fachada, cuya poderosa cornisa delata un importante vuelco de toda su estructura hacia el patio, está constituida por diecinueve arcos de herradura, cuyos extremos aparecen cobijados por las galerías, y que la mayoría de ellos están tapiados. Vamos a entrar por el más cercano, donde te indignarás al saber que es imprescindible pagar una entrada para acceder al interior, pero, si te digo que es éste, el de la limosna a la fuerza, el principal de los recursos económicos con que la catedral cuenta para su mantenimiento, tal vez la des por bien empleada, aunque tu aportación no tenga otra contrapartida que la posibilidad de entrar, pues no muestran más amabilidad o información que unos escuetos carteles que te recuerdan que no debes fumar, los horarios de unas escasas misas, la imagen del Papa polaco y, finalmente, que guardes silencio. Sobre nuestras cabezas una tela metálica recoge papeles y plumas de palomas.
Una vez dentro creo que el desconcierto es la sensación que domina al visitante primerizo, pues ante tus ojos aparece un desfile de columnas y arcos, perspectivas en todas las direcciones del espacio, tenues luces cenitales y ventanas altas sobre un fondo de bóvedas de yeso, en cuyas claves se alojan lámparas; además tienes la certeza de que hay algo de gran tamaño, como otro y enorme edificio, intercalado en el centro del conjunto. Todo es muy oscuro y si no fuera porque hemos entrado por un rincón, el más moderno dentro de lo musulmán, probablemente no sabríamos hacia dónde caminar, pues los demás turistas, japoneses disciplinados, ruidosos jubilados y niños asilvestrados, en su inmensa y furtiva mayoría están tan desorientados como tú. Te sugiero que, fiándote de mi experiencia, caminemos sin dejar a la mano derecha la parte que da al patio, para lo cual pasarás bajo una serie de arcos, bicolores como todos los demás, pero lobulados, rozando las columnas, de mármol gris mate, y mirando de reojo los muy austeros capiteles. Antes de iniciar el camino observa la curiosa forma de los pilares que soportan los arcos del patio: son casi cuadrados, con dos columnas empotradas hacia las esquinas de las caras de levante y poniente, y otra más en el centro de la cara interior.
Hagamos el recorrido despacio, guiados por el muro que muy pronto, pasada una vidriera de colorines infantiles, se transformará en una serie de capillas enrejadas, donde adivinamos santos y retablos, oscuros y ensimismados, felices angelotes y apuñaladas imágenes de María, ante los que algunas bellas lápidas de piedra negra recuerdan el lugar donde reposan ilustres cordobeses de siglos más religiosos que el actual. Mientras hacemos el recorrido con la mayor parsimonia iré contándote una historia que, aunque sabida, será útil refrescar.