Comentario
La producción artística constituía una faceta más de la vida medieval en el reino navarro. Todo se hacía con finalidades determinadas, no la de hacer arte, sino la de proporcionar algo necesario. Por ello la compleja administración regia había extendido sus mecanismos a este ámbito, que recibía el mismo tratamiento que, por ejemplo, los emolumentos de los nobles al servicio del rey o los gastos originados por la comida y vestido de la familia real. En los cientos de cuadernos de cuentas que rendían los administradores (tesoreros, merinos, etcétera) ante los funcionarios encargados de su revisión (los oidores de comptos) existen apartados como los de obras fechas o joyeles que, respectivamente, se centran en obras de arquitectura, normalmente militar o palaciega, y orfebrería, con el mismo trato que tenencias de castillos, pagos de mensajeros, compras de telas y pieles o limosnas repartidas. Los grandes proyectos precisaban otros mecanismos.
Así, ante una reparación en la torre de un castillo, eran el tesorero, el recibidor de la merindad, el baile o el alcaide quienes intervenían por el lado del encargo, y los maestros reales o locales, o incluso algún vecino, quienes se comprometían a su realización. En cambio, para la edificación de un gran palacio el monarca designaba a una persona de su confianza como comisionado o administrador de las obras. Solía ser un consejero real, a menudo con experiencia en encargos similares quien a su vez nombraba un tesorero destinado a llevar las cuentas, ayudado de un "contrarroldador", cuya labor consistía en apuntar diariamente todos los pagos. En ocasiones colaboraba un clérigo, en el sentido medieval de persona letrada, a la elaboración de cuentas, registros y recibos. Un guarda para controlar la obra y a quienes en ella intervenían completaba el personal específico. Los pagos de materiales y salarios se hacían por días, por semanas o por meses, con cargo a los fondos especialmente destinados a las obras.
Una burocracia similar organizaba el funcionariado artístico al servicio de los monarcas. La propia denominación de los cargos, derivada de las circunscripciones administrativas, denota su naturaleza burocrática ajena a consideraciones honoríficas o al reconocimiento de capacidades cualitativamente distintas de las de otros servidores. Desde el primer tercio del siglo XIV tropezamos en los documentos con referencias a mazoneros o carpinteros del rey, receptores de una pensión en trigo. También prueba su pertenencia al aparato administrativo el que permanecieran en el cargo tras la muerte del monarca. Existieron maestros de obras del reino, maestros de obras de merindad o bailío, y maestros de obras concretas. Su misión: velar porque las obras en edificios reales se efectuaran correctamente; visitar castillos y otras posesiones de la corona para avisar cuáles de ellas estaban necesitadas de reparaciones y calcular su presupuesto; ejecutar las obras personalmente o concertarlas con algún otro maestro; controlar y atestiguar que las labores se habían realizado conforme a la composición previa; llevar a cabo los pequeños arreglos que imponía el continuo deambular del rey por sus posesiones; incluso reparar las tiendas reales o preparar los escenarios de justas, fiestas, etcétera.
En todo ello los maestros del reino navarro actuaban como sus colegas de cargo de Europa occidental. En general eran naturales del reino y a veces recorrieron toda la escala gremial hasta culminar como maestros de obras del reino. Sus nombres no suelen trascender el panorama local. Juan García de Laguardia, Sancho de Beorieta, Lope Barbicano, Zalema Zaragozano y otros no pararon de trabajar, pero casi siempre en labores de menor importancia. Sólo algún personaje como Martín Périz de Estella sobresale, puesto que además de ser el máximo responsable técnico de la construcción del palacio de Olite, su atinado trabajo como contratista le permitió amasar un capital y codearse con los niveles sociales más afortunados, encargar un monumental sepulcro junto con dos retablos pintados, y situar a sus descendientes en un acomodado lugar entre la nobleza estellesa. El mejor escultor del siglo XV en Navarra, Johan Lome de Tournai, autor del espléndido sepulcro de Carlos III y Leonor, también llegó a ser maestro mayor de las obras de mazonería de Juan II y Blanca en 1439, cuando llevaba casi treinta años al servicio de monarcas navarros.
Menos clara es la trascendencia que el título de maestro real podía tener para pintores, argenteros y otros oficios artísticos. Significaba, eso sí, un reconocimiento a su capacidad, quizá el encabezar cuadrillas dedicadas al embellecimiento de las residencias reales (así vemos a Maestre Enrich de Zaragoza, pintor de las obras del rey en Olite) y a buen seguro el recibir antes que otros los encargos regios, como sucedió a la dinastía de orfebres Garvain. Sin embargo, en otras ocasiones, en vez de nombrarlos maestros reales, los reyes los distinguían con algún otro cargo que a fin de cuentas garantizaba los emolumentos, como cuando el tapicero Lucien Bertolomeu permaneció en la corte navarra confeccionando o reparando tapices a la vez que era cuidador de las aves reales, o como cuando el argentero Domenjón de Mayer obtuvo el cargo de ayuda de cámara (en paralelo, su mujer fue nodriza del infante Carlos). Y es que los monarcas dieron muestras de velar por sus maestros.
Llamaban a los más diestros de reinos vecinos o lejanos, los incorporaban a su séquito durante los viajes, les procuraban un lugar donde vivir o los mantenían a cargo de su hostal. En justa contraprestación, argenteros, tapiceros, alfareros y demás maestros se comprometían a montar taller en Navarra y permanecer cierto tiempo. Una vez en el reino ejecutaban sus encargos, se quedaban de por vida o buscaban empleo en otras tierras, una muestra más del continuo deambular del hombre medieval.