Comentario
Con ser un conjunto espléndido, el palacio olitense no agotó las iniciativas del rey Noble. De manera un tanto sorprendente, cuando ya contaba 55 años decidió iniciar otro gran complejo, el palacio de Tafalla, situado a unos cinco kilómetros de Olite. ¿Por qué? Según sus propias palabras "por seruicio et plazer nuestro et de nuestros succesores et herederos del regno de Navarra (...) un nuevo palacio muy insigne (...) de la quoal obra et construcion esperamos que nuestro seynor Dios sera servido et, non solamente nuestra dicha villa, mas encara todo nuestro dicho regno era ornado et ennoblescido". El empeño fue impresionante: más de 90.000 libras gastadas entre 1417 y 1425; maestros de primera fila (Johan Lome intervino activamente); extensión superior a la de Olite (unos 800 metros de largo por más de 100 de anchura), dado que incluía huertos y jardines en el interior del recinto amurallado.
Pero apenas conocemos de él sino las abundantes referencias documentales, alguna escueta descripción del siglo pasado, unos pocos dibujos y el interesante plano dieciochesco conservado en el Archivo General de Navarra. Vemos en él los cuatro núcleos que se escalonaban de sur a norte: el patio de acceso a las caballerizas, salones y escalera principal; el centro de habitación en torno a otro patio, esta vez pavimentado con losas (de ahí su nombre de pavado) y encuadrado mediante galerías a manera de claustro; un primer jardín, llamado de abajo, y un segundo jardín con cenador. Entre ambos jardines corría un pasaje practicable denominado "Esperagrana" que atravesaba el cuerpo inferior de la Torre de Ochagavía copiada en los dibujos de Madrazo. Dentro de cada núcleo se repartían las dependencias: por ejemplo, en torno al pavado la cámara fría, la torre morisca, la torre francesa, la del reloj con su salón, la capilla y la cocina, además de otras estancias menos importantes y las habitaciones de la familia real.
Los jardines estaban acondicionados con su red de riegos, su estanque para peces, incluso sus tronos en piedra labrada (uno se conserva). A diferencia de la yuxtaposición de torres de Olite, apreciamos aquí una idea rectora diferente, ya que todo se va articulando en torno a los grandes patios y jardines. Las razones estriban en que Tafalla carecía de limitaciones de solares y quizá en una mayor reflexión del monarca sobre el proyecto desde el primer momento. Aquí sí podemos hablar de relación con grandes palacios europeos contemporáneos (Aviñón, Karlstein, Nesle) en cuanto a la distribución alrededor de patios, pero la ausencia total de restos impide avanzar en este tipo de comparaciones.
Igual que sucediera con Olite, la vida del palacio fue languideciendo con el paso de los siglos, hasta que la invasión napoleónica propició el incendio de ambos conjuntos. Por fortuna, Olite conservó buena parte de sus arquitecturas, restauradas desde los años treinta del siglo XX con criterios documentados y acordes con su época, que hoy no compartimos pero que quizá supusieron la salvación de parte de lo todavía existente. En cambio, Tafalla fue desapareciendo por etapas a lo largo del siglo XIX, de manera que hoy queda poco más que la evocación sugerida por los espacios públicos (plazas y paseos) creados sobre su emplazamiento.
Por razones imprevisibles, Carlos III se vio envuelto en la mayor de las edificaciones que nos ha dejado la Navarra medieval: la catedral de Pamplona. La catedral románica, cuya planta sale progresivamente a la luz en las excavaciones en curso, se hundió en 1390 de forma insospechada, apenas unos meses después de la coronación del rey Noble. Obispo y cabildo no tardaron en ponerse manos a la obra y contrataron a un maestro, Perrin de Simur, a quien podemos atribuir las trazas iniciales. La catedral era la mayor iglesia del reino, panteón real desde antiguo, y servía de marco a numerosas ceremonias en que participaban los monarcas. Era natural que el rey colaborara en su reedificación, si bien no podemos asignarle papeles decisorios: Perrin de Simur nada tiene que ver con las numerosas obras reales conocidas.
Participó con largueza en la financiación, bien por donativos esporádicos, bien por la asignación de una sustanciosa renta que aseguró la continuidad de los trabajos a partir de 1397 (decidió entregar durante doce años la cuarentena parte de todas sus rentas ordinarias navarras, cantidad que fue modificando en sucesivas ocasiones), lo que le convirtió sin duda en el principal financiador del nuevo templo. Ello justifica la presencia reiterativa de las armas reales en las claves. A través de su estudio podemos trazar con seguridad el avance de las obras. La primera piedra se colocó en 1394. Se inició por el tramo y capilla del lado del evangelio inmediatos al transepto, como atestiguan el relieve que representa al cabildo orando ante la Virgen y las claves de la primera capilla con las armas del cardenal Zalba (muerto en 1403).
Siguieron la nave lateral norte y capillas correspondientes, con las armas de la reina Leonor (muerta en 1415). A continuación la nave y capillas de la epístola donde alternan las armas del rey con las del obispo Sánchez de Oteiza (1420-1425). La nave central empezó a cubrirse en tiempos de Carlos III. A su muerte prosiguió la colaboración su hija, la reina Blanca ( muerta en 1441), cuyos emblemas e iniciales vemos en las claves de los tramos segundo, tercero y cuarto. El último tramo medieval de la nave mayor trae las armas del obispo Martín de Peralta el Viejo (1426-1457).
La terminación de la catedral en su cabecera fue obra de los últimos años del siglo XV y a ella nos referiremos más adelante. Lo edificado en tiempos de Carlos III y su hija resulta de una marcada sencillez y austeridad: tres naves de cinco tramos con sus capillas entre contrafuertes (las capillas de los pies ocupan doble tramo), transepto destacado en planta y altura, ausencia de triforio, ventanales reducidos, escasa ornamentación escultórica. Sólo rompe el ritmo el apaño pensado para conectar con el claustro y su puerta preexistente. Precedentes de planta, proporciones y soluciones los encontramos en el sur de Francia (catedral de Bayona) y en tradiciones hispanas (muro en vez de triforio, por ejemplo en El Burgo de Osma).
Para el interior de la catedral pensó Carlos III su mausoleo. Sabemos muy poco de los monumentos funerarios regios navarros precedentes. Sólo queda la estatua yacente de Sancho el Fuerte en Roncesvalles (siglo XIII) y la de una infanta, quizá Blanca, hija de Carlos II (muerta en 1376), empotrada sobre la puerta de acceso al sobreclaustro. Esta última presenta una labra tan delicada que ha sido puesta en la órbita de Jean de Liége, con razones sólidas, pues a su círculo de producción pertenecen los sepulcros de Juan de Evreux, Blanca de Navarra y Juana de Francia; tía, hermana y mujer, respectivamente, de Carlos II. Es admisible pensar que Felipe de Evreux y Carlos II contaron con sus correspondientes sepulcros de buena calidad, destruidos por el hundimiento de la catedral en 1390.