Época: Renacimiento Español
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1599

Antecedente:
El retrato renacentista

(C) Juan José Martín González



Comentario

Tratar sobre El Greco en una obra de estas características podría resultar pretencioso, pero hay que hacerlo aun en detrimento de la obra de otros artistas no por menos conocidos menos valiosos. Tan intensa, tan rica es su obra. Afortunadamente hemos de ceñirnos a su actividad como retratista pero ello no resta esfuerzo a la hora de comentar, elegir y poner en su lugar una serie de retratos de su mano que, alejados de la Corte, se cuentan entre los más sugerentes en el tránsito del siglo XVI al XVII.
La trayectoria vital y profesional de El Greco es sobradamente conocida, dada la cantidad ingente de literatura artística a él dedicada, pero convendría recordar algunos hitos que justifican de algún modo su particular manera de hacer. Nacido en Creta en 1547, emigra pronto a Venecia, principal foco de actividad artística ligado a su ámbito cultural. Allí se pone en contacto con los principales pintores de la Serenísima, entre ellos Pietro Maraschalchi y, sobre todo, Tiziano y Tintoretto.

Con ellos abandona una inicial manera, torpe e ingenua, próxima a los iconos bizantinos de su tierra. Con demasiada frecuencia se habla del influjo tizianesco en la obra de El Greco olvidando la que procede de Tintoretto que, a mi entender, domina casi todas sus grandes composiciones religiosas desde el San Mauricio de El Escorial a El Expolio de la Catedral de Toledo. Es precisamente en los retratos donde el cretense se hace más eco de Tiziano.

Hacia 1570 marcha a Roma y allí permaneció hasta 1576. Se creó muy mal ambiente artístico con sus agrias apreciaciones sobre los manieristas romanos, entre ellos el propio Miguel Angel, y pese a la protección que le brindaron algunos humanistas como Julio Clovio, prefirió exiliarse aprovechando la atracción artística que suponía la erección de El Escorial. Por desgracia su obra, brillante, demasiado pictórica, no gustó a un Felipe II acostumbrado en la Corte a los retratos de Sánchez Coello o a las composiciones religiosas de Navarrete El Mudo.

Además, rondaban por allí artistas como Zuccaro, Tibaldi o Cambiaso, precisamente el tipo de pintores que El Greco detestaba. Ya había trabajado con éxito en Toledo -en 1577 y en Santo Domingo El Antiguo- y allí regresa, creándose una clientela entre eclesiásticos y algunos particulares que le proporcionó trabajo hasta su muerte, en 1616, siendo tan así que hubo de organizar un nutrido taller.

El capítulo del retrato en la obra de El Greco no es muy extenso pero importante. Todavía estando en Roma, Julio Clovio escribe al Cardenal Farnesio recomendando al joven cretense en estos términos: "ha pintado un autorretrato que ha causado asombro a los pintores de Roma". Desafortunadamente el autorretrato no ha llegado hasta nosotros, pero podremos hacernos una idea contemplando el retrato que le hizo al propio Clovio, del Museo de Nápoles. En fechas próximas e incluidos en una Expulsión de los mercaderes del Templo, del Museo de Mineápolis, están los retratos de Tiziano, Miguel Angel, Julio Clovio y probablemente Rafael. Todos ellos nos hablan de un venecianismo no asumido. No ocurre así con el excelente retrato de Vicenzo Anastasi, de la Colección Frick de Nueva York. Representa a un guerrero de la Orden de Malta, en pie, de cuerpo entero, que se nos ofrece como un claro antecedente velazqueño y de lo que después haría El Greco en España, pues se fecha en 1576 y, por tanto, estando todavía en Roma. Ya en la Península y voluntariamente recluido en un Toledo desprovisto de Corte, no tarda en crearse la suya propia, restringida e intelectual, que le marca para siempre un estilo particular tanto en su obra de carácter religioso como, sobre todo, en el retrato. Amigos, eclesiásticos, artistas, pasan durante años por su casa y por sus ojos creando gracias a ello una galería de retratos escueta pero de intenso vigor.

El Caballero de la mano en el pecho, considerado popularmente como el mejor retrato de El Greco, no creo que deba apreciarse como tal. Hemos de tener en cuenta que se trata de uno de los primeros que El Greco realiza en Toledo a fines de la década de los 70 y ello le resta gran parte de la fuerza pictórica que tendrán los retratos más tardíos. No deja por ello de ser un retrato hipnotizante en su extremada melancolía pese a tratarse presumiblemente de un hidalgo en el momento de adquirir la condición de Caballero. Eso justificaría, según se ha dicho, la actitud de la famosa mano y la presencia de la espada.

Más tardío es el estupendo retrato Anciano Caballero, también en el Museo del Prado. Wethey lo data entre 1585 y 1590. Camón Aznar retrasó la fecha a 1600, lo que me parece más acertado sobre todo si tenemos en cuenta los retratos de El entierro del Conde Orgaz, fechado hacia 1587 y que después trataremos. La pintura que ahora nos ocupa, de pequeñas dimensiones, supone quizás por ello, una concentración visual sobre el rostro del retratado pocas veces conseguida con, tal economía de recursos. Es un puro restregón pictórico a lo Tiziano que no impide advertir el brillo de la sabiduría en los ojos de quien ya está de vuelta de todo. Si comparamos este conocimiento técnico con el que hallamos en la excelente galería de retratos que presenta el conocido Entierro del Conde de Orgaz (Iglesia de Santo Tomé, Toledo) entenderemos por qué debe retrasarse la fecha de su factura. El estudio de la composición completa del Entierro no atañe a nuestro interés pero sí en grado sumo el retrato múltiple, casi corporativo, que separa el plano celeste del terreno. Aprovechando este viejo recurso narrativo, El Greco nos ofrece una serie de retratos con isocefalia casi bizantina y quizás por ello poco articulada. Pero vistas las cabezas una a una, nos hallamos ante la colección de rostros personalizados más amplia de la pintura española. Se han hecho hipótesis y polemizado sobre ellas, en cuanto a la identidad de los retratos, hombres todos ellos importantes sin duda, pero poco dato seguro hay al respecto. Parece cierto, sin embargo, que los dos personajes de barba cana enfrentados sobre el grupo funerario fueran Antonio y Diego de Covarrubias, hijos del arquitecto. Esto podría afirmarse porque se conservan sendas pinturas de El Greco que los retratan. Datado el cuadro toledano hacia 1587, no cabe duda de que, al menos los retratos están más cerca del Caballero de la mano en el pecho que del Anciano Caballero que tratamos arriba. El retrato de Covarrubias del Museo del Louvre debe datarse como aquél, en torno a 1600. Lo representa cansino y decrépito pues sólo restaban dos años para que muriera el retratado, pero la fuerza es la misma y con menos recursos aún. La tonalidad rojiza del fondo armoniza con el jubón valientemente realizado, como le hubiera gustado a Tiziano. También por esas fechas debe datarse el retrato del Cardenal Fernando Niño de Guevara (Metropolitan Museum de Nueva York). Este personaje fue Cardenal en Roma y llegó a Inquisidor en 1600. Parece como si El Greco quisiera dar esa imagen atemorizadora no por la pequeñez del cuerpo ni por el fasto de las ropas, sino por esa mirada incisiva, adusta y poco amigable que retrata con tal justeza y verosimilitud. El retrato tiene no poco que ver con lo que posteriormente haría Velázquez con Inocencio X, que casi se asustó cuando se vio retratado con tan crudo realismo.

Los retratos más tardíos de El Greco no sólo demuestran que nunca decayó su técnica, sino que se fortaleció en muchos aspectos, como se advierte en los dos últimos retratos que vamos a comentar. El de Gerónimo de Cevallos (Museo del Prado) presenta una técnica tan radicalmente suelta que hizo pensar que el lienzo se encontraba en mal estado, pero no es así. Transparencias, veladuras y brochazos son recursos totalmente voluntarios para conseguir frescura dentro de la sobriedad, que comunica perfectamente con el personaje. Ese mismo efecto produce el majestuoso retrato de Fray Hortensio Félix Paravicino (Museo de Boston). Este literato y predicador real no tenía por qué presentar un aspecto tan terrible. Escribió poemas líricos y hasta una comedia, pero no cabe duda de que llevaba dentro la terribilitá y El Greco supo encontrársela. Es un retrato casi de cuerpo entero, sentado sobre un sillón de terciopelo verde y con libro y breviario en la mano. Libros, sillón y vestimenta de trinitario, ampulosa y compleja de pliegues, no hacen más que acentuar la intensidad del rostro, pero le da una monumentalidad pocas veces vista en la retratística del cretense. Estos dos retratos son tan tardíos que se fechan ajustadamente hacia 1610, seis años antes de la muerte del artista.

Una personalidad tan arrolladora y tan contradictoria, una vida larga y muy vivida y una obra tan personal difícilmente podría crear escuela. Su hijo Jorge Manuel Theotocopoulos fue quien contribuyó a los tópicos de escuela de o taller de estereotipando las maneras de su padre hasta casi la caricatura. No ocurre lo mismo con Luis Tristán, de quien consta que obró en el taller de El Greco a última hora y que es artista que recoge cierto influjo del maestro pero orientándose, afrontando poco el retrato, hacia formas más naturalistas propias del primer barroco.