Época: Barroco Español
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1750

Antecedente:
El Barroco efímero

(C) Virginia Soto Caba



Comentario

La diferenciación entre las diversas festividades por su carácter religioso, profano o cívico resulta un tanto gratuita si tenemos en cuenta que los principios políticos, ideológicos o morales que, en última instancia, motivaban la fiesta estaban íntimamente unidos. Iglesia y Monarquía se presentaban como el pilar fundamental cuyos valores debían ser aunados bajo una fidelidad absoluta. El carácter sacro y el halo divino que envolvían a los soberanos y el apoyo recíproco con la institución religiosa hace difícil la separación entre fiestas sacras y profanas.
Lo religioso fue la base y el marco de numerosas solemnidades cortesanas, como los bautizos o las pompas fúnebres e, incluso, los juramentos de los príncipes herederos. Por su parte, la mayoría de las grandes celebraciones litúrgicas realizadas en la corte contaba con la presencia de los reyes. La imagen de éstos en otras ciudades, a través de retratos, alegorías y emblemas, los elevaba a un nivel celestial parangonable al de los santos y ángeles.

Pero a pesar de esta íntima unión conviene resaltar las celebraciones litúrgicas dado su número y su carácter cíclico. Las ceremonias religiosas de carácter anual, como el Corpus, la Semana Santa o los Santos Patronos, junto a las procesiones, viacrucis, rogativas y oraciones colectivas, constituyeron un latido festivo, periódico y constante en el que no se menoscabó el artificio.

Particular importancia tuvo la fiesta del Corpus en las ciudades barrocas. Excelentes estudios han demostrado la validez del factor escenográfico en la conformación de esta procesión, de origen medieval, que gravitó por las calles luciendo el elemento esencial de su función: la custodia eucarística. Por su origen y su configuración temprana, el Corpus Christi debe ser subrayado por la influencia que, sin duda, tuvo en las solemnidades reales y las fiestas religiosas de la España de los siglos XVI y XVII.

La custodia era el vértice o punto focal de un cortejo litúrgico que fue adquiriendo nuevos elementos en el transcurso del Renacimiento: carros y tablados, muchos de ellos con tramoyas y concebidos como plataformas de representaciones teatrales, eran guiados y acompañados de cofradías, grupos civiles y eclesiásticos con sus respectivos pendones, banderas y estandartes. A lo largo de la centuria este séquito se enriquece y se tiñe de un folclore tradicional, con máscaras y mojigones, gigantes, cabezudos, danzas y música. Paulatinamente la procesión se disfrazó de exotismo con vestimentas coloristas en gigantes que representaban indios o turcos, o con la figura de la Tarasca, un animal monstruoso cabalgado por una mujer.

El resultado fue un ritual lúdico que mezclaba los ámbitos profanos y sagrados; puramente sensorial, de música y colores, pero dentro del control doctrinal de la cultura barroca. Para la exaltación del misterio eucarístico no se desperdiciaron las fórmulas populares y folclóricas, comprensibles por el vulgo y, sobre todo, efectivas. Frente a los rasgos populares, incluso grotescos, y entre oraciones, música culta o fanfarrias, el Corpus se articuló con diversas manifestaciones dramáticas, especialmente con los autos sacramentales.

De origen tardomedieval y procedente de las paraliturgias del interior del templo, estas escenificaciones sacras salen a la calle en el siglo XVI y se desarrollan en carros y tablados. Será en la centuria siguiente y en el Corpus madrileño cuando los autos se conviertan en un género dramático de categoría, acompañados de loas, entremeses y mojigangas, en la pluma de un Lope de Vega o Calderón de la Barca. Sobre los escenarios móviles del Corpus o bien en corrales de comedias se escenificaron estos dramas ante un público de elite, pues muchas representaciones estaban destinadas al Rey, Consejos y Tribunales, aunque para el pueblo también se proyectaron desde carros y tablados callejeros.

Al igual que en las solemnidades reales, presididas por la etiqueta y el protocolo, una disciplinada ordenación jerárquica asume el discurrir del cortejo y preside la puesta en escena de los elementos teatrales. Importante testimonio gráfico es el conjunto de dibujos que, en la segunda mitad del siglo XVIII, copiaban una representación del Corpus Christi hispalense de 1747. Se trata de la ordenación exacta de esta celebración a cuya cabeza iba la Tarasca, acompañada por vicios figurando la huida del sacramento eucarístico triunfante. Gigantes y representantes de la Justicia abrían también el paso.

Como ocurrió en Madrid, el poder religioso y el civil forman un vistoso desfile de uniformes, hábitos y capas, bajo palios y pendones y portando cruces y ciriales. Todo un resplandor de brocados, un crujir de rasos y tafetanes. Transcurre por calles acotadas de vallas pintadas y canceles dorados que separan al cortejo de un tumultuoso gentío que exige ver y admirar la serpentina representación. Origina, pues, la presencia de medidas de seguridad, alguaciles y guardias para prevenir estallidos populares.

Se puede decir que el Corpus se mantuvo casi sin alteraciones durante todo el período barroco, aunque existieron variaciones de unas ciudades a otras. El objetivo de los organizadores fue, como ha señalado Vicente Lleó en el caso de Sevilla, hacer desaparecer el aspecto cotidiano de la ciudad a través de altares y arcos procesionales en las calles, así como de colgaduras y tapices en las fachadas de los edificios. Fueron el disfraz artístico que transmutó la realidad urbana, un exterior que toma la función que antaño sólo tuvo cabida en el interior del templo, y cuya escenificación, como marco del séquito y de la representación de dramas hagiográficos, de la Pasión o autos sacramentales, oculta la realidad cotidiana en una realidad trascendente. Como indica el autor citado, desde el siglo XVI se diluyen las distinciones entre actores/espectadores y éstos son parte de un espectáculo en una realidad fuera del tiempo y del espacio lógicos. Gracias a la escenografía y lo efímero esta apariencia fue el rasgo esencial que determinó la fiesta religiosa del barroco.

Pero entre las celebraciones y festividades religiosas destacan, por su fastuosidad y su desarrollo artístico en artefactos provisionales, aquellas motivadas por sucesos excepcionales. Entre los motivos concretos destacan las santificaciones, con particular esplendor en aquellas villas o ciudades adictas o protectoras del santo. En 1608 Valencia costeó uno de los fuegos artificiales más famosos del siglo por la beatificación de Luis Bertrán. La ciudad, que se

destacaría a lo largo del siglo por sus fastos de carácter religioso, organizó desde entonces importantes celebraciones por las canonizaciones de Tomás de Villanueva, Francisco de Borja o Pascual Bailón.

La beatificación de Teresa de Jesús en 1614 motivó festejos en todas las ciudades donde los carmelitas tenían casa. En Valladolid el arquitecto Francisco de Praves levantó para la orden una auténtica iglesia de madera en el centro urbano para albergar la imagen de la santa. Pero mayor relevancia tuvo su posterior canonización, junto con Ignacio de Loyola, Francisco Javier e Isidro, en 1622 y especialmente en Madrid, convertida en un espectáculo artístico de la mano de Gómez de Mora, Alonso Carbonell y Lope de Vega.

Todas las ciudades españolas festejaron el reconocimiento de la Inmaculada Concepción de la Virgen, tras conocerse la publicación de un "Breve" en favor de este misterio por parte del papa Alejandro VII. El libro de Juan Bautista de Valda, publicado en 1633, ofrece un interesante relato del jolgorio colectivo que en Valencia provocó la decisión papal; fiesta que duró casi medio año, desde enero hasta mayo, sólo interrumpida por la Cuaresma, y que contó con la participación de todas las instituciones, desde la nobleza hasta los gremios, pasando por la Iglesia, la Universidad y los distintos colegios profesionales. La ciudad se enmascaró fundamentalmente de altares, costeados por conventos, parroquias y corporaciones, la mayoría de una gran simplicidad aunque existieron los mecánicos, como la tramoya que hacía caer copos de algodón, simulando nieve y simbolizando la pureza inmaculada, sobre la imagen de la Virgen.

Sin embargo, tal colaboración originaba, como era costumbre, una amplia, variada y compleja interrelación de elementos festivos, sacros y profanos, divinos y carnavalescos. Este último aspecto fue inevitable en el transcurso de gran parte de las celebraciones barrocas. En Valencia los estudiantes decidieron festejar el misterio mariano con una aparatosa procesión de máscaras y carrozas, cabalgata que emularía también el sector gremial con sus símbolos y estandartes, y en la que volvería a repetirse la nota transgresora pero permisiva y de profunda raigambre medieval, al incorporarse carros con animales maltratados o con auténticos locos sacados del Hospital General de la ciudad.

Una de las fiestas que mejor reflejan la conjunción de los valores religiosos y políticos del Antiguo Régimen, y en la que la fidelidad a la Monarquía presentaba tintes devocionales y una clara vinculación a lo sagrado, fue la originada por la canonización del rey Fernando III, en 1671. Sevilla, escenario de la reconquista del monarca homenajeado, tuvo lógicamente todo el protagonismo. Un Te Deum en la catedral y una procesión nocturna, a la que asistió toda la ciudad con velas, abrieron el festejo.

Los aparatos efímeros fueron relatados en un libro de Fernando de la Torre Farfán, considerado como el ejemplo impreso más bello del Barroco español y publicado por la propia catedral hispalense. Contiene estampas que reproducen los monumentos y emblemas que adornaron el templo, proyectados por Bernardo Simón de Pineda, el escultor Pedro Roldán y el pintor Juan Valdés Leal. Para la ocasión se engalanó la Giralda y la fachada del Patio de los Naranjos con numerosos lienzos pintados. Se recubrió el interior de la entrada principal al templo y todas las capillas presentaron una lujosa ornamentación, destacando el altar mayor con el monarca santificado, Carlos II y Mariana de Austria.

En el trascoro se levantó un gran monumento, una especie de arco de triunfo, dedicado al rey san Fernando, cuya efigie se colocó como coronamiento y remate final, entre figuras alegóricas. Numerosos estudios han insistido en resaltar la influencia que en la arquitectura coetánea y posterior ejercieron los aparatos sevillanos de 1671, en especial el monumento de san Fernando. Yves Bottineau destacó además la incidencia que tuvo en las obras efímeras de las exequias reales, en los túmulos y catafalcos de los reinados de Carlos II y Felipe V, como tendencia netamente hispana de un barroco dinámico y decorativo que disgregaba las líneas tectónicas de las estructuras arquitectónicas.

Las decoraciones sevillanas hicieron realidad las ideas y proyectos de un grupo de artistas de renombre. La figura de Murillo también destaca en la decoración de la catedral al ocuparse de la pintura del escenario de una tramoya instalada en el retablo del sagrario, realizado por Francisco Dionisio de Ribas. Esculturas, lienzos y bambalinas, con un artificio de luces y perspectivas que mostraban la ciudad de Sevilla, intensificaron la puesta en escena de un templo convertido en teatro y de una manifestación que fusionaba todas las artes. Un ejemplo interesante para comprender las interconexiones con la retablística, ya que por los mismos años se realizaba el retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Caridad, un proyecto de amplios efectos perspectivísticos y escenográficos.