Comentario
La piedad y la fe han cambiado de formas en el tiempo, muchos santos y santas han sido sustituidos por otros, dependiendo de los valores que simbolizan; es muy revelador comprobar que los grandes cambios sociales son seguidos por otros devocionales, en mayor concordancia con la época: muchos recordamos las devociones promovidas en la etapa franquista, las del Sagrado Corazón, Fátima y Lourdes, entre las más destacadas.
La España en permanente crisis política, de sucesivas bancarrotas y con un aspecto ruinoso, se transformó a lo largo del siglo XVII en un país conventual. Las órdenes, en una fiebre reformadora o fundadora, se reprodujeron sin cesar y, pese a la pobreza del país, siempre acababan encontrando algún mecenas-protector; a la vez, en muchos casos, el recinto del convento libraba a sus ocupantes de una casi segura indigencia.
En todas las celdas de los incontables monasterios era necesario colgar cuadros o imágenes que estimulasen los pensamientos piadosos; el maestro Gregorio trabajó incansablemente para los conventos más importantes de los carmelitas, franciscanos o jesuitas. Son plurales las invenciones iconográficas del Barroco, porque es necesario proporcionar nuevas figuras, que se adecuen al santoral y devocionario de una orden en particular. Por ello muchas esculturas no deben admirarse tanto por la forma como por el contenido, ya que delimitan una iconografía muy precisa, incluso extraña, tal como ocurre con la serie de santos ermitaños, desconocidos en su mayoría, que decora el claustro de las Descalzas Reales.
Las esculturas de Gregorio Fernández corresponden al predicamento de la Iglesia desde el Concilio tridentino, en el sentido de que las imágenes sagradas ante todo deben incitar a la fe; este escultor realiza santos algo tristes, personas que lloran, melancólicas, porque nos transmiten el sentido último de la vida; el rostro de San Francisco Javier es bien representativo de su estilo. Un monasterio es un microcosmos social, un mundo aparte que da lugar a una realidad específica de carácter poético y donde los monjes elaboran procesos mentales bien alejados de cuanto ocurre fuera de sus muros.
Sin embargo, la clientela de Gregorio Fernández se extendió a las parroquias, donde las esculturas han de ser vistas por el pueblo, deben aleccionar y ante todo ilustrar los sermones que se predican durante la misa. En general son obras muy efectistas, de provocación, que emocionan al público, y los temas son los históricos del Antiguo y Nuevo Testamento más la escena de la Asunción que preside -salvo raras excepciones- el retablo mayor parroquial.
Para San Ignacio de Loyola hacer una escultura religiosa tenía tanto valor como escribir un tratado de Teología. En ocasiones se asocia esta estima mística del trabajo con una forma de sublimar la falta de preparación intelectual. En efecto, nos resultaría fácil pensar en él como en un cristiano del pueblo sometido a los rigores piadosos de la época, que plantea su capacidad creadora como un don divino del que sólo es depositario y, en consecuencia, responsable de devolver con creces lo recibido.
Estamos ante un artista que quizás nunca salió de Valladolid pese a que se casó con una madrileña, lo que ha facilitado hacer ciertas conjeturas sobre una posible estancia de Fernández en la capital del reino. Su contacto con la cultura debió de ser sobre todo indirecto, el de los amigos ilustrados, como el pintor Diego Valentín Díaz, que bien pudo ayudarle a comprender cuestiones teóricas del arte; este hombre poseyó una riquísima biblioteca con tratados de arquitectura, filosofía y poesía. También sus clientes eran en general personas doctas: clérigos, letrados y nobles.
En general, los escultores fueron menos cultivados que los pintores; por la índole misma de su oficio, se veían más limitados que los pintores para tratar temas y aspectos intelectuales. Esta valoración de Gregorio Fernández es más evidente si recordamos que España tuvo, durante el siglo XVII, a los artistas más cultos de la historia, como son Velázquez o Cano y en literatura estamos de lleno en el Siglo de Oro, con Cervantes, Lope o Calderón.