Comentario
La inclusión de los ingenieros encontró razones de índole semejante. Los reformadores defendieron, siempre que tuvieron ocasión para ello, la integración de las artes y las ciencias, cuya más feliz realización habría sido la anhelada Academia General de Ciencias y Artes, que habría aglutinado disciplinas de distinta naturaleza. Este proyecto fue un sueño constante de los espíritus ilustrados, y su saldo final constituyó un indudable fracaso. Como consecuencia de ello, la academia debió incluir una parte de las competencias inicialmente atribuidas a la abortada Academia de Ciencias, introduciendo en su sección de arquitectura actividades ingenieriles.
Durante los treinta años transcurridos entre 1760 y 1790 se desarrolló plenamente el modelo académico ilustrado en San Fernando. Un repaso superficial a la nónima de personajes influyentes integrados en este centro permite descubrir la auténtica dimensión de esta influencia: el conde de Floridablanca, el conde de Aranda, Jovellanos, A. Ponz, I. Bosarte, etcétera, demuestran el interés depositado por los personajes más influyentes del período en esta institución. Por ello, y una vez delimitadas las normas de funcionamiento del instituto, sus esfuerzos se dedicaron por entero a los dos temas que más interesaron desde la entrada de los ilustrados en el centro. La redacción de un plan de estudios, en lo que al funcionamiento interno se refiere, era el primero; en lo relativo a su vertiente exterior -en segundo lugar- la persecución sistemática del gremio y el férreo control sobre la arquitectura.
En relación con el primer punto, se concibió un sistema educativo conforme a la idea de que el cuerpo humano es el sujeto más digno de ser imitado de toda la creación. Por ello, se estableció una serie de escalones en los que se pretendió ofrecer una enseñanza de naturaleza antropomorfa. Así, el primer estadio de la educación académica lo constituyó la llamada sala de principios, en la que se ilustraba al discípulo en la copia de elementos simples del cuerpo humano, como eran ojos u orejas. El segundo era la sala de yeso, en donde se exponían para su copia modelos de estatuas antiguas, no necesariamente clásicas en un primer momento, para que fueran copiadas por los alumnos. A medio camino entre la sala de yeso y la del modelo vivo podía situarse un escalón intermedio conocido como el estudio del maniquí que, vestido convenientemente, servía a los alumnos para la copia de telas. El tercer escalón -el más avanzado- era el ya mencionado sala del modelo vivo, que suponía la confirmación del talento artístico. Eso sí, limitando la interpretación personal de la creación artística por medio de la permanente supervisión de los artistas-profesores designados para ello por los centros académicos que, con su rígida corrección, imponían la certeza de una única visión del arte, fuera de la cual no había más que amaneramiento, ignorancia o incorrección.
Esta situación se mantuvo a lo largo de todo el siglo aunque, bien es verdad, con la inclusión de algunas materias teóricas -como el estudio anatómico o de perspectiva- que vinieron a completar en parte el esquema. Este sistema docente altamente normalizado provocó en cierta medida la progresiva desaparición de la antigua relación preacadémica maestro-discípulo que imponía un modelo de aprendizaje tradicional, en el que los aprendices incluso convivían en el domicilio de sus maestros, los cuales se obligaban mediante un contrato a facilitarles comida, alojamiento, vestido y formación. A cambio de todo ello, los aprendices realizaban aquellas labores consideradas como mecánicas, tales como la preparación de lienzos, bastidores, colores, etcétera. Sin embargo, no hay que pensar por ello que la oficialización de la docencia académica acabó con la antigua escuela de obrador de artista. La aparición de las academias no invalidó el viejo sistema de aprendizaje, sino que se superpuso a él, complementándolo por medio de una infraestructura -como las copias de yeso, el modelo vivo, la biblioteca de las academias- que normalmente el estudio privado de artista no podía ofrecer, pero no por ello acabó del todo con la enseñanza que podríamos calificar como privada.
En ambientes académicos se impuso una visión de la creación artística historicista de Corte cuyo sello particular fue su vocación recuperadora de opciones del pasado de muy diversa índole. En este sentido, las academias españolas colaboraron activamente en el control del gusto y en el tipo de arte que se produjo en su seno y fuera de él. La visión del arte altamente intelectualizada impuesta por los teóricos de las apuestas más marcadamente clasicistas, Winckelmann y Antonio Rafael Mengs preferentemente -este último mucho más importante para el caso español, debido a su presencia en la Academia de Madrid en calidad de Director Honorario por la pintura-, motivó la aparición de un discurso teórico de muy difícil aplicación práctica, incluso por parte de sus propios creadores.
Todo ello unido a un fuerte desconocimiento del arte grecolatino de primera mano y el alto prestigio del clasicismo italiano y francés de los siglos XVI y XVII, provocó la aparición necesaria de actitudes abiertamente eclécticas, junto con otras marcadamente intransigentes, herederas directas del dogmatismo de Mengs. Este promovió una visión de la creación artística por medio de la cual no existía más que un único procedimiento para acercarse al arte: la Antigüedad clásica. Todos los demás eran procedimientos viciosos que debían ser necesariamente evitados.
Como consecuencia de esta ambigüedad en el plano teórico, la Academia de San Fernando de Madrid como la institución académica más representativa de la monarquía, promovió una opción estética sensiblemente antiultrabarroca al mismo tiempo que muy tolerante con la defensa de otros momentos no estrictamente clásicos. Así, en ella se dieron cita y convivieron plácidamente opciones tan aparentemente contrarias como es un clasicismo militante de carácter arqueologizante, junto con alternativas recuperadoras del clasicismo italiano y francés de los dos siglos anteriores; o alabanzas generalizadas al barroco español del siglo XVII: Murillo, Velázquez, etcétera, todo ello acompañado de una incipiente pero incuestionable valoración de la estética medieval y, lo que resulta más interesante, existió incluso un sector muy minoritario pero muy importante que se llegó a manifestar en contra de la propia existencia de la academia.
Como consecuencia de todo ello, resulta necesario poner de manifiesto que el academicismo español del siglo XVIII no militó únicamente en el campo del clasicismo intransigente -a pesar de lo que se afirme habitualmente-, sino que propugnó una estética ecléctica, fundamentalmente recuperadora de opciones del pasado, y ampliamente tolerante de actitudes artísticas ajenas a la estética clásica. El único aspecto en el que la academia se mostró auténticamente intransigente fue en el de la crítica del barroco de los últimos años del siglo XVII y primeros del XVIII, considerando la segunda mitad de la centuria como aportadora de una producción en general degenerada.
Con todo ello la Academia de San Fernando comenzó a funcionar formalmente a partir de 1757, con la publicación de sus estatutos definitivos. En ellos se estableció, como característica fundamental, la definitiva diferenciación entre las funciones encargadas a los artistas -de naturaleza puramente docente- y las responsabilidades propias de los personajes ajenos a la práctica artística, como nobles, diletantes, etcétera, encargados del gobierno y la gestión del centro. Como puede entenderse por todo ello, la distancia marcada por este modelo de funcionamiento académico y el descrito en el caso de la Academia de San Lucas de Madrid, del siglo XVII, es ya abismal. La introducción de intereses ajenos a los defendidos por los artistas supuso un elemento de fricción permanente entre éstos y los gestores del centro, que puso de manifiesto las numerosísimas contradicciones existentes, como consecuencia de la necesidad de satisfacer los intereses de colectivos tan heterogéneos como era el propio monarca, los nobles, los políticos, los discípulos, los artistas, los ingenieros y los artesanos. Como consecuencia de todo ello, la Academia de San Fernando entró en una profunda crisis en 1792; crisis que supone el preludio del rechazo operado contra esta institución a partir del período romántico.
El academicismo español del siglo XVIII, siguiendo las pautas del modelo francés, se constituyó conforme a un modelo altamente jerarquizado. Esto queda reflejado en los estatutos de la madrileña Academia de San Fernando, en los que se dispone la dependencia institucional de todos los centros que se creen a partir de 1757. Así, la Academia de San Carlos de Valencia comenzó a funcionar como Junta Preparatoria desde 1765 y publicó sus estatutos en 1768; el academicismo aragonés presenta ciertos antecedentes de interés a principios de siglo, aunque la apertura de la Academia de San Luis de Zaragoza se produjo en 1754, pero su existencia fue siempre un tanto inestable; la de la Purísima Concepción de Valladolid se creó en 1796 y la de San Carlos de México en 1784.
Asimismo existieron otros centros que pugnaron largamente para llegar a serlo, como la Escuela Gratuita de Barcelona (1775), mantenida por la Junta de Comercio de la ciudad; o la Escuela de Sevilla (1770), responsabilidad del polígrafo sevillano Francisco de Bruna, cuyas sesiones tenían lugar en el Alcázar. Sin embargo, ni éstas ni ninguna otra ciudad española consiguió el privilegio de su conversión en academia de arte.