Comentario
El proceso de la escultura española en el período que se ha venido en denominar Modernismo, viene a desarrollarse dentro de unos parámetros en los que ese movimiento no parece resultar el idóneo para la identificación con la plástica de nuestros artífices, quienes continuarán por el camino de un eclecticismo a la búsqueda de sus identidades particulares en determinados focos, tal y como ocurre en Cataluña con el fenómeno de la modernidad y un decadente y preciosista clasicismo, en curiosa paradoja. No faltaron intérpretes en los que el regusto por el decorativismo típico del movimiento marcaría alguna etapa de su trayectoria -casos de Durrio o primeras etapas de artistas que más tarde se decantarían en el devenir de las vanguardias históricas, como Hugué, Gargallo o Julio González- pero ese arte menudo e intelectualizado nunca terminaría por calar de una manera profunda ni en nuestros escultores ni en un público donde la clase burguesa, verdadera impulsora del Modernismo, apenas existía -salvo en algunos estratos de Madrid y Barcelona- en la cronología que nos ocupa. En Cataluña, las directrices marcadas por la generación anterior, encaminadas a la búsqueda de una justificación plástica a su condición mediterránea, habría de tener en José Llimona Bruguera al elemento válido por excelencia a partir de su admiración e identificación con Maillol y a sus experiencias visuales con la obra de artistas como Rodin, a lo que sabrá unir las características de una sensibilidad a flor de piel de las motivaciones espirituales más elementales. Artista de una gran inquietud en la diversidad de asuntos, desde el religioso -Cristo resucitado del rosario monumental de Montserrat- al monumento público -Dr. Robert en Barcelona- sin olvidar sus figuras de fuerte carga simbólica en el marco de lo catalán como el San Jorge de Montjuic. Pero será en los desnudos femeninos, mármoles tersos, de mórbidas facturas y brevedad de volúmenes donde su personalidad hará fortuna, no sólo en la producción personal, sino como apertura de cauces a las nuevas generaciones donde artistas como Clará, y las llamadas escuelas de Olot y Barcelona, tendrían sus mejores aportaciones.
Un arte de puntuales referencias a los fundamentos de una mediterraneidad en la que el clasicismo encuentra recreaciones no exentas del pálpito modernista. Pero esa huella de Llimona tendría respuesta incluso en artistas coetáneos, como es el caso de Enrique Clarasó Daudí (San Félix de Castelar, 1857-1941), compañero de Casas y Rusiñol y alumno de la parisina Academia Julien, quien supo añadir al desnudo femenino de esta escuela una mayor intensidad poética y de delicado sentimiento frente al aseptismo de su paisano. Y esa enfermiza y decadente impresión de sus esculturas le llevará a encontrar en el monumento funerario un camino seguro para su arte, destacándose el grupo Memento Homo (Cementerios de Barcelona y Zaragoza).
Finalmente y en este período de renacer de lo catalán, habrá que recordar a Miguel Blay Fábregas (Olot, 1866-Madrid, 1936), iniciado en la imaginería catalana, que tras sus estancias en París y Roma consiguió añadir a su lenguaje acertadas soluciones modernistas expresadas en obras como Flor silvestre (Museo de Arte Moderno, Barcelona) o la composición que le valdría la primera medalla en la Internacional de 1892, Los primeros fríos. Más conservador lo encontramos en sus monumentos públicos, como los de Silvestre Ochoa, en Montevideo y del Dr. Chávarri en Portugalete. Particular interés, dentro de las nuevas tendencias y en el marco de una obra típicamente modernista, el Palau de la Música de la Ciudad Condal, ofrece su composición de La canción popular catalana. Otra vertiente de su arte la tenemos en su labor como escultor de temas religiosos, en la tradición española de imaginería.
Figura clave en la primera vanguardia española de París es Francisco Durrio (Bilbao, 1867-1940), quien en su primera etapa, que transcurre junto a Picasso y Gauguin, supo dotar a su obra de un personal y minucioso carácter modernista, fruto de su formación como orfebre. Finalmente y entre los escultores que aúnan los recuerdos de su formación con los hallazgos del momento, tenemos a un elemento absolutamente dotado como es el vasco Nemesio Mogrobejo (1875-1910), quien supo despojarse de los ropajes decimonónicos en aras de los horizontes que le ofrecían los amaneceres del nuevo siglo, acentuando los valores fórmales y decorativos modernistas en obras como Muerte de Orfeo, Pierrot o Hero y Leandro. Otros artistas encuadrables en idénticos esquemas plásticos son Enrique Casanovas (Pueblo Nuevo, 1882-Barcelona, 1948), Ismael Smith Mari (1886-?) y Mateo Inurria (Córdoba, 1869-Madrid, 1924), autor de unos deliciosos desnudos femeninos y animalista de primer orden.
Capítulo aparte, y aunque gran parte de su trayectoria se desarrolla en la centuria siguiente es Mariano Benlliure Gíl (Valencia, 1862-1947), su cita se hace obligada en el período que nos ocupa, tanto por cronología como por las constantes estilísticas que animaron en todo momento su arte. Prototipo de escultor oficial, su obra resume las diferentes tendencias y usos del fin de siglo, a lo que vendrá a colaborar su facilidad técnica y su extraordinaria habilidad como hombre público, alternando con especial brillantez su carrera artística con la política, actividad en la que obtuvo diversos e importantes cargos, como la dirección general de Bellas Artes, desde la que llevó a cabo una verdadera dictadura estética. Sus numerosos monumentos públicos, producción retratística, temas populares -entre los que destacan los célebres conjuntos taurinos-, sin olvidar la obra religiosa -cultivando el paso procesional de Semana Santa con general aceptación- le convierte, sin duda, en uno de los escultores más fecundos de nuestra historia de la escultura.