Comentario
El valor didáctico del arte y la función distribuida a las exposiciones explica también todas las discusiones y polémicas suscitadas tanto por la composición como por el sistema de selección de jurado. El organismo que, con sus decisiones, es decir, los premios y las propuestas de compras oficiales, debía, al menos en teoría, guiar a los artistas por los verdaderos caminos del arte, y educar y fomentar, a la vez, el gusto del público y aficionados. Su composición refleja, aparte del enfrentamiento entre la Administración y la Academia de San Fernando por el control del mundo del arte, la evolución político-social de España, pues pasó de ser designado, casi en su totalidad, en 1856, a elegirse por sufragio universal en 1890, coincidiendo con su aplicación, también por primera vez, en las elecciones legislativas. Medida no muy bien vista por los críticos conservadores para los que el arte es lo menos democrático que existe, según expresión de uno de sus representantes, el valenciano Luis Alfonso.
Si la composición del jurado enfrentaba habitualmente a los artistas -exigían su exclusividad en función de competencia- y a los críticos -defendían su derecho en razón del destino de los cuadros: el público-, no menos problemas planteaba su elección, que no desmerecía a las campañas políticas, según se desprende de una gacetilla de "El Diario de Barcelona", de 1890: "La lucha habida en la elección del Jurado para la exposición de Bellas Artes, se llama la lucha por la existencia o sea por el premio, porque significa, a más del honor, la compra por el Estado del cuadro que ha obtenido la medalla, y los que en ella han intervenido dejan tamañitos a los mullidores electorales políticos de barrio, porque hay que saber que en el último certamen el reparto de premios fue cosa de compadres y comadres, algo parecido a las meriendas de los Carabancheles, y quien más empujó más obtuvo". Lo que, lógicamente, enconaba los ánimos, hasta el punto de que otro periódico, en este caso, el madrileño "El País", resume así una jornada electoral: "Todos salieron del Palacio de la Industria mirándose de reojo".
Con todo, las críticas y diatribas arreciaban al hacer pública el jurado la propuesta de premios, aunque sólo fuera porque, como recuerda frecuentemente la prensa contemporánea, nunca llueve a gusto de todos y los que han esperado medallas y no las han conseguido han visto siempre injusta la clasificación. Protestas que, con el paso del tiempo, llevan a pedir, la supresión del jurado, al que se culpa directamente de la decadencia de estos certámenes. Así lo plantea un aficionado en 1900, aprovechando una encuesta de la "Revista de Bellas Artes": "La decadencia de las Exposiciones -afirma- viene de la decadencia del Jurado, y ésta de la de los expositores, que consiste en haber rebajado la talla de los jueces hasta la propia altura del que los elige ("la tiranía de los malos", había llamado a este fenómeno Rodrigo Soriano, en 1892, denunciando la incongruencia de que cualquier expositor, aún sin saber si iba a ser admitido o no, pudiera, en cambio, elegir al jurado), buscando siempre al que menos vale para que la imposición se facilite, el elegido sienta el vértigo de las alturas y caiga insensiblemente en brazos del que le elevó más allá donde su posición era insostenible".
Las acusaciones, con el tiempo, alcanzan también a los precios, a pesar de presentarse, en un principio, como reclamo indispensable para que dichas manifestaciones artísticas pudieran cumplir con su objetivo: sacar al arte español de la dramática situación en que se encontraba, extender el gusto artístico y recuperar la gloriosa tradición nacional. Misión en apariencia fácil de alcanzar, según se desprende del discurrir de los primeros certámenes, hasta el punto de que, en 1884, el crítico Pedro Sánchez no tiene reparos en sostener que lograr un premio de primera clase, suele significar para el artista un porvenir asegurado, a poco que procure no dormirse sobre los obtenidos laureles. Y no se equivocaba, porque un premio en las exposiciones podía acarrear, además, desde pensiones en el extranjero -Gisbert y Casado en 1860- a toda clase de encargos, tanto pequeños -Rosales, en una carta de 1865, lamenta no poder ir a Roma por sus compromisos con la aristocracia madrileña derivados del éxito de su Testamento de Isabel la Católica en la exposición de 1864- como cuadros grandes, cual los encargos del Congreso a Gisbert y Casado en 1860 -Doña María de Molina presenta a su hijo D. Fernando IV ante las Cortes de Castilla y El Juramento de las Cortes de Cádiz, respectivamente- y del Senado a Pradilla en 1879 -La Rendición de Granada-, tasados los tres en un precio bastante más alto de lo habitual.