Comentario
Para el campesino indio los tributos impuestos por la reforma de Akbar se fueron volviendo cada vez más duros y apenas le quedaba para la subsistencia una vez los había pagado. Aurangzeb dictó una serie de medidas encaminadas al aumento de la productividad del suelo, como una forma de incrementar los recursos del Estado, cada vez más necesitado para hacer frente a los levantamientos, insurrecciones y guerras que estaban estallando en el Imperio. Así, se alzaron los precios de los productos agrícolas, para mejorar la situación del agricultor y beneficiar su labranza, e igualmente se suprimieron tasas que gravaban al campesinado, muchas de ellas ya en el reinado de Akbar. En principio, tales medidas sólo tenían aplicación en las regiones bajo control directo del Gobierno central y no en los territorios autónomos, pero, además, había que contar con la buena voluntad de los altos funcionarios que conseguían buenas entradas con el cobro de tales contribuciones. El descontrol creciente a fines del siglo XVII da lugar a muchas dudas respecto a la efectividad de las órdenes imperiales. De hecho, muchas de las rebeliones religiosas estaban alentadas por el descontento campesino y su negativa a pagar más impuestos. Los impuestos, las levas, las hambres, como las terribles de 1630 y 1650, la tiranía y arbitrariedad de los jefes locales creaban en el campo indio un ambiente mucho más sombrío de miseria y desolación que el que nos pueden indicar el lujo de la vida cortesana, la suntuosidad desmesurada de los palacios y tumbas y los hermosos templos que salpican el paisaje indio. Mientras, ciertos cultivos dedicados a la exportación y que exigían fuertes inversiones para financiar las preparaciones industriales de transformación, como el índigo o la caña de azúcar, dieron lugar a empresas capitalistas en las que participaban los sectores que disponían de mayor cantidad de numerario, como comerciantes, recaudadores de impuestos o el mismo Gobierno.
Producción agrícola de lujo, y producción artesanal de lujo también. El boato y el fasto que presidía la Corte imperial eran imitados por los funcionarios, por los nobles y, en definitiva, por todo aquel que pudiese permitírselo. Los numerosos palacios, mezquitas y hasta ciudades edificados por Akbar requerían también productos suntuarios para su acabado: joyas, marfil, cuero, muebles, sedas y, sobre todo, tapices. Así, la artesanía de lujo era muy abundante en la India y existían excelentes artesanos de cada ramo, que maravillaban a los pueblos extranjeros y los hacían desear apoderarse del país. La multiplicación del comercio exterior, con la apertura directa a los mercados europeos, supuso también un aumento en la demanda de productos artesanales, ya de por sí solicitados por el crecimiento del consumo interior. Innumerables artesanos se afanaban en ampliar la gama de los productos ofertados, y para ello traspasaban las barreras que levantaba una sociedad de castas, lo que en principio habría dejado estancada a la India, al impedir ejercer otra profesión que no fuera exactamente la de los padres. Así, los oficios se diversificaron: más de cien se distinguieron en Agra en este siglo, como ocurría en las otras grandes ciudades.