Comentario
Curiosamente, la tradición artística oficial de Ife no halló su más brillante heredero entre los reinos yorubas puros, sino en una monarquía peculiar de una región vecina. A fines del siglo XII, fue coronado rey de los edo el príncipe Eweka, que era descendiente de dos familias nobles: su padre, Oranyan, pertenecía a la dinastía reinante de Ife y, vuelto a su tierra, fundaría Oyo, la principal de las ciudades yorubas, y su madre, Erimwinde, era una princesa edo. Eweka sustituyó entre los edo el gobierno nobiliario de los Ogiso, y se convirtió en el primer oba o monarca de Benin.
A partir de este momento, Benin se va constituyendo como una fuerte monarquía, que acepta el principio yoruba de la sumisión religiosa al oni de Ife, pero que acomoda sus instituciones a la tradición propia del pueblo edo (o bini, como también se lo denomina).
En cuanto al plano artístico, las leyendas dicen que, a fines del siglo XIII, el oba Oguola pidió ayuda al oni, y éste le envió desde Ife un escultor llamado Iguegha.
Grande es la fama mítica de este maestro, fundador de la escuela regia de Benin, pero lo cierto es que, salvo alguna figurilla de bronce de incierto origen, y el recuerdo del gran escultor Eghoghomagan, que trabajó para el poderoso e imperialista Eware el Grande (1440-1473), no conocemos verdaderas obras de arte de esta monarquía hasta los últimos años del siglo XV, coincidiendo con el momento en qué los asombrados portugueses alcanzaron la capital del reino. Aun siendo exagerado pensar, como han sugerido algunos, que fueron los propios portugueses quienes provocaron el florecer artístico de Benin, esta coincidencia tiene una razón de ser concreta: los mercaderes lusos, deseosos de comprar pimienta y marfil, fomentaron la talla de este último material -los famosos saleros biniportugueses, que tanta aceptación tuvieron en las mesas europeas renacentistas- y, a cambio, pagaban con metales, y sobre todo con cobre, que constituía el más preciado material para la escultura de Benin.
El arte regio de Benin cubre un largo ciclo de brillantes realizaciones, que sólo podrá darse por concluido a mediados del siglo XIX, cuando la decadencia creativa y técnica lo hunda al nivel de una pobre artesanía. Hasta entonces, el monarca, que reserva para su uso e iconografía el marfil y el bronce de todo su reino, cuida de mantener en su corte brillantes talleres a su servicio, y, junto a este arte palaciego, lucen con vida propia, aunque más apagada, las producciones de madera o terracota para uso de la nobleza, y la fabricación de toscas máscaras de leño para el culto popular.
Tradicionalmente, suele dividirse el desarrollo del arte regio en tres periodos. En el primero, hasta mediados del siglo XVI, las cabezas y figuras son sencillas, con tocados elegantes y poco aparatosos. En una técnica depurada, como muestra la finísima lámina de bronce de las esculturas, se representan facciones suaves, juveniles en casi todas las obras, y perfectamente integradas en un conjunto orgánico convincente: no hay duda de que, tras varios siglos oscuros, el espíritu del gran arte de Ife ha renacido, si bien con ciertos esquematismos y con un incipiente desprecio por el modelado epidérmico. Y las mejores obras, aparte de alguna cabeza de rey o de reina en bronce, son las caras, magníficamente talladas en marfil, que representan, según se dice, a la reina Idia.
El segundo periodo corresponde, y no en vano, a nuestro barroco europeo. Sea inspirados por las descripciones y grabados traídos de Europa, sea por iniciativa propia, los reyes de Benin convierten su palacio en un ambiente fastuoso. Dierick Ruyters, que visita la ciudad hacia el 1600, nos dice al respecto: "El palacio del rey es enorme; en él hay una infinidad de patios cuadrados y, alrededor de ellos, galerías en las que se monta guardia constantemente. Yo me adentré mucho en el palacio, y en él vi cuatro salas iguales, y, hacia cualquier parte que miraba, veía puertas y más puertas que conducían a nuevas estancias". A lo que añade el Señor de la Croix en 1688: "La mayor parte de las casas reales han sido techadas con ramas de palmera colocadas como planchas cuadradas; cada esquina ha sido embellecida con una pequeña torre en forma de pirámide, en cuya cúspide se ha fijado un pájaro de cobre con las alas extendidas".
Pero no sólo adornaban los palacios esos pájaros, o las serpientes que se colocaban también sobre estos curiosos chapiteles. En salas y santuarios se acumulaban cabezas de reyes y reinas, además de estatuas de nobles, emisarios y magnates -incluidos algunos portugueses, con sus trajes y armas típicos-; y, sobre todo, los pilares de los numerosos peristilos estaban cubiertos con placas de bronce en las que "se ha grabado la descripción de sus victorias, y que se procura tener muy pulidas", según recuerda también el Señor de la Croix.
Estas placas, fechables en general desde mediados del siglo XVI hasta mediados del XVII, son sin duda lo más conocido del arte de Benin. Aunque últimamente se ha puesto en duda la cronología tradicional, ésta nos sigue pareciendo defendible: la evolución comenzaría por las piezas más sencillas, en relieve bajo y con pocas figuras. Después, a fines del siglo XVI, se pasaría a unos grupos muy creativos, con escenas donde se analiza la perspectiva y el paisaje con árboles, quizá como respuesta a las sugerencias de ilustraciones europeas; y finalmente se llegaría al conjunto más numeroso, ya en el siglo XVII, que muestra de forma repetitiva grupos de personajes (rey, nobles, cortesanos, guerreros), casi siempre de frente, en relieve muy alto y recargados con todo tipo de adornos.
En estas placas y en la escultura de bulto redondo se aprecia el mismo criterio evolutivo, fruto sin duda de una evolución plástica y mental: el barroco de Benin apuesta por los juegos de profundidad y de claroscuro, impresionantes por su fuerza y por un buscado efecto de brutalidad. El oba se presenta con su poder omnímodo, bien resaltado en la vida real por los múltiples sacrificios humanos que se celebran en fiestas y funerales, pero basa ese poder, no en su personalidad -no hay ningún retrato en esta galería de monarcas-, sino en sus abultadas coronas, en sus gorgueras de cuentas y coral, en sus espadas, armas, joyas e infinitos abalorios. Por debajo de este lujo de símbolos y de recursos ensalzadores -entre los que no falta el tamaño preeminente del rey-, se observa, sin embargo, el peligroso avance de lo inorgánico: las piernas empiezan a ser simples tubos; los ojos y los labios, meras piezas estereotipadas que se pegan sobre la cara como apliques o bordados.
A partir de fines del siglo XVII se esboza la fase final del arte de Benin. Dejan de realizarse las placas conmemorativas -incluso acabarán retirándose de los pilares, de modo que los ingleses, al conquistar la ciudad en 1897, las hallarán almacenadas en montones-, y, aparte de algunas piezas grandes de marfil, entre las que sobresalen figuras de leopardos alusivas a la monarquía, lo que domina la producción son las cabezas de reyes en bronce, destinadas a veces a servir de base para grandes colmillos de elefante. Y en estas cabezas se sigue apreciando el progresivo sobreañadido de símbolos, que corre paralelo con la crisis imparable del reino. A fines del siglo XIX, cuando el oba Overamiwen presentó la última batalla a los ingleses, hacía décadas que Benin resultaba una entelequia política cubierta de lujo hueco.