Época: Iglesia
Inicio: Año 700
Fin: Año 1000

Antecedente:
La Iglesia en el Occidente Altomedieval



Comentario

Cuando Jonás de Orleans habla de ordo clericorum se está refiriendo de manera esencial a los obispos. En el conjunto del episcopado y no sólo en Roma -pensaba- se encontraba depositada la fe de Pedro. Los obispos tenían que responder ante Dios no sólo de su salvación sino también de la salvación de los mismos reyes.
Jonás se hacía eco de un sentimiento muy extendido entre el episcopado de la Galia que trataba en aquellos momentos -reinado de Luis el Piadoso- de ocupar un papel rector de la sociedad e inspirador de las normas de gobierno de los reyes.

De hecho los obispos ocupaban ya un importante papel en el Imperio, aunque excesivamente subordinados a los intereses de la realeza. La vieja elección canónica por el clero y el pueblo de la diócesis había dejado paso a otras fórmulas en las que la autoridad real podía llegar a ser determinante. El episcopatus acaba definiendo tanto una función pastoral como un beneficium que el titular recibe a cambio de desempeñar unas misiones en las que lo temporal y lo espiritual se mezclan con demasiada frecuencia. Los miembros del episcopado se reclutan, por lo general, entre las grandes familias aristocráticas que proveen al Estado franco de todo tipo de colaboradores.

La diócesis es el instrumento de encuadramiento religioso pero tiene también otro significado: la fundación de nuevas diócesis en el corazón de Europa, o la restauración de las antiguas en las zonas septentrionales de la Península Ibérica, simbolizan también la expansión material -política o económica- de una Europa en vías de consolidación.

El territorio de la diócesis seguía correspondiendo al de la antigua civitas del Imperio romano. Por encima quedaban otras circunscripciones: las provincias eclesiásticas que tenían al frente un metropolitano. Hasta entrado el siglo IX su poder era grande: convocatoria de sínodos provinciales, consagración de obispos de la provincia, nombramiento de administradores durante la vacancia de las diócesis, amonestación de los obispos sufragáneos cuando su comportamiento no fuera correcto, derecho de inspección general sobre toda la provincia eclesiástica, etc. El prestigio de algunas sedes metropolitanas se siguió manteniendo a lo largo del Alto Medievo: Reims, como especie de ciudad santa desde tiempos de la realeza merovingia; Ravena, como capital de los dominios bizantinos en Italia; Canterbury, como sede primada de la Inglaterra anglosajona, etc.

Con todo, en un mundo profundamente ruralizado, eran las pequeñas iglesias propias (Eigenkirchen según la terminología germánica) fundadas muchas veces por patronos laicos y las parroquias las encargadas de cubrir las necesidades espirituales de la masa de fieles. Sus rectores (presbiteri, parrochi, plebani...) administraban el bautismo, daban la bendición nupcial, velaban por el enterramiento in ambitu ecclesiae, etc.

En teoría el párroco estaba sometido al obispo a cuya diócesis pertenecía y era el beneficiario de una serie de derechos procedentes de las primicias de las cosechas, los diezmos de las distintas ganancias de los fieles y otro tipo de donaciones. En la práctica, las estructuras de la feudalidad que se habían apoderado del episcopado hicieron lo mismo a la modesta escala de las iglesias rurales. El patrono laico acaba designando con frecuencia a los titulares y se convierte en el perceptor de las rentas anejas. Si la aristocracia laica provee las filas del episcopado, las capas populares -incluso las más incultas- hacen lo propio en el bajo clero.

No faltaron, evidentemente, intentos de sanear el ordo clericorum a todos sus niveles. La labor iniciada por San Bonifacio con medidas de extraordinaria severidad para el clero indigno fueron proseguidas por los monarcas carolingios. Carlomagno, en la "Admonitio generalis" del 789, invoca los cánones conciliares de la Antigüedad y recuerda a los sacerdotes todas sus obligaciones, incluso las más sumarias. Luis el Piadoso se rodeó, al menos en los comienzos de su reinado, de sinceros reformadores como Agobardo de Lyon o Benito de Aniano. La ulterior crisis política dificultó en grado sumo la aplicación de unas disposiciones que quedaron así convertidas en un catálogo de buenas intenciones.

A cada restauración política acompañó una restauración eclesiástica. Así, Otón I, invocando la unidad de la Iglesia de tiempos de Carlomagno quebrantada luego por las tendencias centrífugas, promulgó un conjunto de reglas a fin de asegurar tanto la restauración de la Iglesia como la autoridad del rey sobre ella. Si bien la fórmula para la elección de obispos era la canónica tradicional (por el clero y el pueblo de la ciudad) en la práctica era el soberano quien tenía la última palabra. La ceremonia decisiva era aquella por la que el monarca enviaba al recién elegido la cruz episcopal de su predecesor. Siguiendo la vieja costumbre carolingia, el obispo prestaba juramento de fidelidad al rey.

En conclusión: cualquier actitud reformadora, por muy sincera que fuese, se seguía forjando en torno al año Mil sobre unas pautas de comportamiento eminentemente feudales. Los otónidas fueron muy generosos con los obispos alemanes cuyas funciones tenían tanto de pastorales como de cargos públicos. El tiempo diría hasta qué punto ello podía ser contradictorio.