Época:
Inicio: Año 929
Fin: Año 1031

Antecedente:
Las luces de al-Andalus

(C) Christine Mazzoli-Guintard



Comentario

Christine Mazzoli-Guintard, autora de este texto y profesora de la Universidad de Nantes, recorre imaginariamente las calles, patios y mezquitas de la Córdoba de al-Hakam II, prototipo de ciudad omeya andalusí.
La primera imagen de la ciudad que me salió al encuentro fue su muralla. Impresionada por ese poderoso cerco que ciñe toda la ciudad, rodeé todo su perímetro, que se prolongaba alrededor de cuatro kilómetros. Al mismo tiempo, observé las torres y tomé nota de las siete puertas que se abrían en el alto lienzo. ¿Por qué los omeyas se esmeraron tanto en fortificar su capital con esta barrera de piedra, cuyos cimientos siguen el recinto de la ciudad antigua? La gran construcción exigía cuantiosas inversiones, tanto para garantizar su mantenimiento como para abrir o rehabilitar sus accesos (como la Puerta Nueva, situada al sudeste de la ciudad y debida al califa al-Hakam II). Afianzar el muro urbano respondía sin duda a necesidades de defensa; de ahí la presencia de hombres de guardia encargados de vigilar las puertas y controlar las entradas y salidas. Además de proporcionar prestigio a la dinastía, resaltando su poder y riqueza, impresionaba a todo el que se acercara: tanto al embajador llegado de un país lejano como al sabio atraído por los círculos de célebres maestros; igual al comerciante que al campesino que acudiera a vender su cosecha en la plaza.

Para entrar en la ciudad, me dirigí a la puerta septentrional, la de Talavera -también llamada de los Judíos-, pero tuve que apartarme para dejar paso a un cortejo fúnebre que se dirigía hacia uno de los cementerios. Estaba situado extramuros, como todos los espacios de los muertos. Dicha puerta daba al eje central de circulación de Córdoba, la gran calle que la cruzaba de norte a sur, y que había de llevarme hasta las orillas del Guadalquivir.

Entré en esa amplia arteria y atravesé los barrios residenciales: a uno y otro lado se abrían redes de callejuelas más estrechas, algunas de las cuales no tenían salida. Tales vías daban a distintas casas, cuyos propietarios mantenían relaciones de parentesco. La disposición de las viviendas, con habitaciones en torno a un gran patio central abierto, protegía celosamente la intimidad familiar. La salida al callejón se realizaba únicamente a través de una puerta que se abría primero al pasillo, de tal suerte que cada patio estaba a resguardo de toda mirada indiscreta. Además, la sabia disposición de los portales a la calle impedía a los vecinos abrir una enfrente de otra.

En estos barrios residenciales, situados al margen del bullicioso centro urbano y mercantil, me crucé con varios fieles que se dirigían a una pequeña mezquita próxima. Luego adelanté a un hombre que acarreaba leña para su horno. Entonces oí unas voces que se elevaban a mis espaldas: eran vecinos que protestaban por los molestos humos que levantaba. Según explicaba uno de ellos, el juez ya había dictado sentencia: el propietario estaba obligado a instalar un conducto para evacuarlos por encima de las viviendas.

Distraída por estas disputas vecinales, me extravié por un laberinto de calles y callejones hasta desembocar de nuevo en la gran calle central, por donde descendí hasta el corazón de la ciudad: la mezquita Mayor y el zoco, el núcleo esencial de la relaciones sociales. El barrio del mercado, al oeste del alcázar, desplegaba sus bazares hasta orillas del Guadalquivir, cuyas crecidas habían inundado más de una vez los establecimientos. A la entrada estaban los vendedores de telas, en el antiguo edificio de la Casa de Correros, que cambió de ocupación por orden de al-Hakam II. Desde el año 972, cuando el califa ordenó demoler las casas laterales de la calle principal con el fin de ensancharla y facilitar el paso, se circulaba mucho mejor. Las tiendas tenían que adaptarse a las decisiones del poder: si el soberano ordenaba su demolición, había que levantarlas en otra parte. ¡Un auténtico urbanismo en movimiento! Así mismo, los tenderos hubieron de hacer frente a varias catástrofes, como las ruinosas crecidas del río o sucesivos incendios en los años 917 y, sobre todo, 936. Este último arrasó todos los bazares de la calle principal del zoco.

Tras deambular por los ambientes de comerciantes y artesanos, me dirigí hacia la mezquita Mayor, a cuatro pasos de allí. No quería dejar de contemplar los trabajos realizados por al-Hakam II en esa joya del arte islámico. A partir del año 961, el califa había emprendido importantes modificaciones en el templo que se prolongaron durante más de cinco años. El máximo mandatario había decidido agrandar la sala de oraciones en unos 50 metros, para lo que debieron desplazar el mihrab o nicho sagrado. El nuevo exhibía un revestimiento suntuoso de mosaicos y paneles de mármol esculpido. La nave central y las dos laterales, por detrás del citado espacio santo, estaban coronadas por cúpulas.

La gran mezquita debía tener una gran amplitud: era el lugar en el que impartía justicia el cadí y donde cada viernes se reunía el conjunto de la comunidad musulmana para la oración. Su interior también hacía las veces de foro político, ya que el sermón que precedía a la oración se pronunciaba en nombre del califa. Éste consolidaba su poder agregando nuevas piedras al edificio. Era, por así decir, su sello.

Frente al templo, al otro lado de una calle ancha, estaba el palacio del califa: no puede menos que levantar la cabeza para contemplar el pasadizo que lo conectaba con la mezquita. Construido por el emir Abdalá (888-912), al-Hakam II lo demolió para construir otro más imponente. Dicho pasadizo permitía al dignatario ir de su residencia al templo tranquilamente, a salvo de miradas indiscretas.

Cuando llegué ante el alcázar, no alcancé más que a imaginar su interior. Tras las fuertes murallas de la sede del poder, de la residencia privada de los omeyas, sólo eran admitidos los altos funcionarios o algún embajador importante; y ello mediante un complejo ceremonial. La puerta principal, llamada de la Zuda, daba al sudeste y al Guadalquivir. Desde su alta terraza, el califa bien podía saludar a un general que partía en campaña o presidir un reparto de limosnas.

Los soberanos cordobeses habitaban en este conjunto de palacios y baños desde su nacimiento; a su muerte ocupaban las sepulturas reservadas a los miembros de la dinastía. Como centro del poder y el gobierno de toda al-Andalus, incluía salas de recepción y una cárcel subterránea. El poder absoluto de los omeyas se manifestaba a veces de forma macabra, cuando se exponían las cabezas de los enemigos derrotados delante del edificio.

Antes de salir del entorno palatino, no pude evitar refrescarme en la fuente que el emir omeya había instalado ante la puerta en el año 918: los soberanos dieron siempre una gran importancia al abastecimiento de agua en su capital. No se trataba sólo de surtir las necesidades de la vida cotidiana de sus habitantes, sino también las salas de abluciones de las mezquitas y los hamman: algunos testimonios aluden a la existencia de 300 de estos baños públicos en la Córdoba omeya. De ahí los importantes trabajos realizados por los soberanos, desde Abd al-Rahmán II en 850 hasta Al-Hakam II en 967, para canalizar el agua hasta la zona esencial del palacio y del gran templo. Este último hizo construir una cañería de piedra para conducir el agua desde la sierra de Córdoba; en su interior había tubos de plomo para que el líquido no se ensuciara.

También era necesario ocuparse de la evacuación de las aguas residuales. Si bien parte de ellas iba a parar a pozos negros, en algunas zonas se canalizaba mediante un complejo sistema de alcantarillas, construidas con sillares de piedra caliza y cubiertas con grandes losas. Los albañiles vertían las aguas directamente al río.

Una vez en el sur de la ciudad, paseé un rato por el arrecife, calzada que bordeaba la orilla derecha del Guadalquivir, amplia y transitable, y daba a una explanada donde se rezaba al aire libre. Desde ahí contemplé los molinos en la presa del río y admiré el puente. De origen romano, había sido varias veces dañado por las crecidas y restaurado. El propio Al-Hakam II lo mandó reparar en el año 971: se necesitaron cuatro meses de trabajos para desviar el curso aguas arriba y poder consolidar así los pilares. Al otro lado se extendía una zona prácticamente desierta. Antes había existido un barrio, pero tras una revuelta acaecida en 818, el emir prohibió que volviera a edificarse. Su voluntad fue siempre respetada y en esa zona ceñida por un meandro del río nunca hubo nada, salvo ciertas residencias reservadas a los íntimos de la dinastía.

Dejando tras de mí el alcázar, me interné por los barrios que había al otro lado de la muralla occidental. Desde allí, mis pasos me fueron llevando, poco a poco, hacia Medina Azahara. Formaba con Córdoba la capital de Andalucía, ya que el califa repartía su tiempo entre sus dos residencias: el alcázar al borde del Guadalquivir y estos suntuosos palacios.

Su historia comenzó en 936, cuando Abd al-Rahman III ordenó la fundación de otra metrópoli algunos kilómetros al noroeste de Córdoba. Para poblarla, ofreció una prima a todos aquellos que vinieron a instalarse y sembró su trazado de baños, mercados y alhóndigas. Un lustro más tarde, la mezquita era inaugurada y el califa comenzaba a repartir su existencia entre Córdoba y Medina Azahara. Ambas -o más bien, lo que constituían los dos polos de una sola y misma población- acogieron, uno tras otro, a los diferentes embajadores, mientras que sus templos anunciaban a los habitantes las nuevas más importantes. La diferencia fue que Córdoba fue elegida para la manufactura de los tejidos (tiraz) y la nueva ciudad, para la Casa de la Moneda.

Me adentré por la carretera asfaltada y jalonada de construcciones, que iba a llevarme desde las riberas del Guadalquivir hasta Medina Azahara. Cuanto más me acercaba a la ciudad de Abd al-Rahman III, más reparaba en lo que, como a mi llegada a Córdoba, iba a imponerse en mi horizonte visual: un fuerte cinturón de piedra dotado de contrafuertes, como una imponente protección de la ciudad. Comenzaba un nuevo encantamiento, que me llevaría desde la zona de los palacios hacia la mezquita, y luego hacia la ciudad baja, donde se encontraba el barrio de los mercaderes. Una vez más, el trazado urbano omeya prometía un sinfín de sorpresas.