Comentario
El éxito en Cefalonia provocó otro encargo por parte de los Reyes Católicos. El nuevo rey de Francia, Luis XI, mostraba una inclinación por el control de Italia semejante, o quizás mayor, a su antecesor en el trono Carlos VIII. Tras la fallida paz secreta de Granada, Fernando el Católico se percató de que sólo el Gran Capitán podría hacer frente una vez más a un contingente de tropas tan pertrechado como el que el rey había enviado a Nápoles.
En Ceriñola estaba en juego la política de los Reyes Católicos de un equilibrio internacional basado en el aislamiento político de Francia. Los acuerdos diplomáticos con Inglaterra, Flandes, Borgoña y el Imperio alemán habían sido ratificados, según la costumbre, con un intercambio matrimonial que condujo a Catalina de Aragón a Inglaterra, donde contrajo matrimonio con el príncipe de Gales, Arturo (y, tras su fallecimiento, con Enrique VIII); y a Juana a Borgoña, para casarse con Felipe, el primogénito de María de Borgoña y Maximiliano de Austria.
Todo ese andamiaje dependía del éxito, o del fracaso, de la jornada de Ceriñola. Y Luis XI era consciente de ello, quizá más que Fernando el Católico, por lo que facilitó la tarea del duque de Nemours mandando las mejores tropas, la mejor artillería y, sin duda, la mejor caballería pesada, de esa que aún presidía los choques frontales y que podía perfectamente decidir una batalla. Gonzalo tenía a su favor solamente su propio talento, la capacidad de seducir a su gente, a sus amigos italianos y a sus colaboradores cercanos, sus capitanes. ¿Sería suficiente para vencer al potentísimo ejército de Luis d'Armagnac que le había salido al paso en Ceriñola?