Comentario
En octubre de 1799, Napoleón Bonaparte regresó de Egipto abandonando a su ejército. Al mes siguiente, se convirtió en Primer Cónsul y en árbitro de la política francesa. Desde esa posición preeminente trató de satisfacer su obsesión derrotar a su principal antagonista, Gran Bretaña, y como eso no fuera posible en el mar, trazó una estrategia para aislarla del continente. Así, en la Península Ibérica, hizo que España atacara Portugal -Guerra de las Naranjas-; en el Báltico, con el decidido apoyo de su aliado y admirador, el zar Pablo I, logró que Rusia, Prusia, Suecia y Dinamarca formaran la Liga de Neutralidad Armada, formalizada en diciembre de 1800. En ese tratado se preveía la formación de una escuadra aliada para vigilar el Báltico y controlar el comercio y la navegación en sus aguas. En estos países se fabricaban el lino y el cáñamo, necesarios para el velamen y el cabullaje de los barcos, y se obtenía la mejor madera para mástiles y vergas, productos vitales para Gran Bretaña, cuya flota contaba con medio millar de buques de guerra -doscientos, de línea-.
El Gobierno de Londres, alarmado por aquella maniobra tan perjudicial para su comercio y navegación, respondió con suma energía: apresó todos los barcos de la Liga de Neutralidad fondeados en sus puertos y, aprovechando que la armada rusa estaba aprisionada por los hielos en su base de Reval, envió hacia el Báltico una amenazadora flota.
La Liga de Neutralidad Armada tenía dos pilares: Dinamarca, guardiana de la entrada del mar Báltico, que contaba con una respetable armada, y Rusia. El Gobierno y el Almirantazgo pensaron que era preferible crear una amenaza, mostrando que Gran Bretaña estaba inquieta y dolida, que declarar la guerra, lo que, sin duda, hubiera lanzado a la Liga en brazos de Napoleón. Debía enviarse una escuadra sí, pero importante, al mando de un jefe diplomático, hábil e inteligente. La persona idónea era el almirante Sir Hyde Parker, que había regresado de las Antillas; pero éste no era un guerrero, por tanto, por si fuera precisa la acción militar, se puso a sus órdenes a Horatio Nelson, el vencedor de Abukir.
En esos días, Nelson vivía el escándalo provocado por su relación con Lady Hamilton, la esposa del embajador de Gran Bretaña en Nápoles. Lady Hamilton estaba embarazada, y todo el mundo sabía que el padre de la criatura era Nelson. Sin embargo, su fama como comandante naval estaba intacta. Cuando Nelson supo que se le designaba como segundo al mando de la flota que zarparía hacia el Báltico, estalló de alegría.