Comentario
Cómo por la fuerza de los temporales volvió el Almirante hacia Poniente para saber de las minas e informarse de Veragua
Lunes, a 5 de Diciembre, viendo el Almirante que la violencia de los vientos levantes y nordestes no cesaba, y que no podía rescatar con aquellos pueblos, determino volver a certificarse de lo que decían los indios acerca de las minas de Veragua; y así aquel día fue a dormir a Portobelo, diez leguas a Occidente; siguiendo otro día su camino, fue embestido de un viento oeste, contrario a su nuevo intento; pero bien próspero comparado con el que había tenido por espacio de tres meses antes, y porque no creyó que durase este viento, no quiso cambiar de rumbo, sino luchar algunos días, porque eran los vientos inseguros; ya que vino un poco de buen viento a propósito para ir a Veragua, le sucedió otro contrario, que le hizo volver hacia Portobelo, y cuando tenía más esperanza de entrar en el puerto, volvía el viento a mudarse, contrario al que necesitábamos, a veces con tantos truenos y relámpagos que no se atrevía la gente a abrir los ojos; parecía que los navíos se hundían y que el cielo se venía abajo; algunas veces se continuaban tanto los truenos, que se tenía por cierto que alguna nave de la compañía disparaba la artillería pidiendo socorro; otras veces se resolvía el tiempo en tanta lluvia, que en dos o tres días no dejaba de llover copiosamente, de modo que parecía un nuevo diluvio. Por ello, ninguno de los navíos dejaba de padecer gran trabajo, y de estar medio desesperado, viendo que no podían reposar media hora, bañados continuamente de agua, y caminando, ya a una parte, ya a otra, luchando con todos los elementos y temiendo de todos; pues en temporales tan espantosos, temían al fuego, por los rayos y los relámpagos; al aire, por su furia; al agua, por las olas, y a la tierra, por los bajos y escollos de costas no conocidas, que suelen hallar los hombres cerca del puerto donde esperaban encontrar descanso, y por no tener noticia, o no conocer bien la entrada, se tiene por mejor luchar con otros elementos de los que se reciba menos daño.
A más de estos temores tan diversos, sobrevino otro de no menor peligro y admiración, que fue una manga de agua que pasó el martes, 13 de Diciembre, por entre los navíos, que si no la hubiesen cortado diciendo el Evangelio de San Juan, no hay duda que anegara cuanto cogiera debajo; porque, como hemos dicho, sube el agua hasta las nubes en forma de columna más gruesa que un tonel, retorciéndola como un torbellino. Aquella misma noche perdimos de vista la nave Vizcaína, y con buena suerte, volvimos a verle después de tres días oscurísimos, aunque perdido el batel, por haber corrido enorme peligro, pues habiendo fondeado cerca de tierra con el auxilio de una áncora, que al fin perdió, se vio precisado a cortar el cable. En aquella ocasión se notó que las corrientes de la costa eran conformes a los temporales, pues entonces iban con el viento hacia Levante, y se volvían al contrario cuando reinaban levantes, que corrían hacia Poniente; porque parece que las aguas siguen aquí el curso de los vientos que soplan más.
Con tales contrariedades de mar y de viento, perseguida la armada con tanta fuerza que la tenían medio deshecha, sin poder ninguno hacer más, por los trabajos padecidos, se logró algún descanso en un día o dos de calma, en que vinieron a los navíos tantos tiburones, que casi ponían miedo, especialmente a los que observan agüeros; pues así como se dice de los buitres que barruntan donde hay cuerpo muerto, y perciben el olor a muchas leguas de distancia, esto mismo piensan algunos que sucede a los tiburones, los cuales cogen el brazo o la pierna de una persona, con los dientes, y la cortan como con una navaja, porque tienen dos filas de dientes a modo de sierra, fue tanta la matanza que hicimos de ellos, con el anzuelo de cadena, que por no poder matar más, los dejamos correr por el agua; es tanta la voracidad suya, que no sólo comen toda carroña, sino que son cogidos con el trapo colorado en que se envuelve al anzuelo, yo vi sacar del vientre de uno de estos tiburones, una tortuga, que vivió después en el navío; de otro, la cabeza de un tiburón, que habíamos cortado y echado al mar, por no ser de comer, aunque lo demás es carne apetitosa; se la había engullido el tiburón, y nos pareció cosa fuera de razón que un animal se tragase una cabeza de la grandeza de la suya; pero no es de maravillar, porque tienen la boca rasgada casi hasta el vientre. Aunque algunos lo tuviesen por mal agüero, y otros por mal pescado, a todos les hicimos el honor de comerlos, por la penuria que teníamos de vituallas, pues habían pasado más de ocho meses que corríamos por el mar, en los que se había consumido toda la carne y el pescado que llevamos de España, y con los calores y la humedad del mar, hasta el bizcocho se había llenado tanto de gusanos que, ¡así Dios me ayude!, vi muchos que esperaban a la noche para comer la mazamorra, por no ver los gusanos que tenía; otros estaban ya tan acostumbrados a comerlos, que no los quitaban, aunque los viesen, porque si se detenían en esto, perderían la cena.
El sábado, a 17 del mes, entró el Almirante en un puerto, tres leguas al Oriente del peñón que los indios llamaban Huiva, y era como un gran puerto, donde descansamos tres días; saltando en tierra, vimos a los moradores habitar en las copas de los árboles, como pájaros, atravesados algunos palos de un ramo a otro, y fabricadas allí sus cabañas, que así pueden llamarse, mejor que casas; aunque no sabíamos el motivo de esta novedad, juzgamos que procediese de miedo a los grifos que hay en aquel país, o a los enemigos, porque en toda aquella costa, de una legua a otra, hay grandes enemistades. A 20 del mismo mes, partimos de este puerto con bonanza poco segura, porque apenas salimos al mar, volvieron a molestarnos los vientos y las tempestades, de manera que nos vimos obligados a entrar en otro puerto, del que salimos al tercer día con muestra de mejor tiempo; pero, como quien espera al enemigo en alguna esquina para matarle, luego nos embistió un mal tiempo, que nos llevó casi al Peñón, y cuando ya teníamos esperanza de entrar en el puerto donde nos habíamos refugiado primero, como si jugase con nosotros nos embistió a la boca del puerto tan contrario viento, que nos forzó a volver hacia Veragua.
Estando parados en la ribera del mismo río, se volvió el tiempo tan violento que sólo fue de provecho en dejarnos tomar aquel puerto de cuya boca nos habíamos retirado antes, el jueves, a 22 del mes de Diciembre; aquí estuvimos desde el día segundo de Navidad, hasta 3 de Enero del año siguiente de 1503. Compuesta allí la nave Gallega, y hecha la provisión de maíz, agua y leña, volvimos al camino de Veragua con malos y contrarios vientos que se hacían peores conforme el Almirante cambiaba el rumbo de su camino; esto fue cosa tan extraña y jamás vista, que yo no habría anotado tantos cambios si, a más de estar presente, no lo hubiese visto escrito por Diego Méndez, el que navegó con las canoas desde Jamaica, de que adelante se hará mención, el cual también escribió este viaje, y en la carta que el Almirante envió con él a los Reyes Católicos, cuya relación puede conocer el lector, pues está impresa, cuánto padecimos, y cuánto persigue la fortuna a los que debía dar prosperidades.
Pero, volviendo a las mudanzas y contrariedades de los vientos y del viaje que tanta fatiga nos dieron, entre Veragua y Portobelo, por lo cual se llamó aquella costa después, la Costa de los Contrastes, digo que el jueves de la Epifanía dimos fondo junto a un río que los indios llaman Yebra, y el Almirante le llamó Belén, porque llegamos a dicho lugar el día de los Tres Magos. Al punto hizo sondar la boca de aquel río, y de otro que estaba más a Occidente, que los indios llamaban Veragua; halló su entrada muy baja, y la de Belén con cuatro brazas de agua en plena mar. Entraron con las barcas en el río Belén, y subieron hasta el pueblo donde tenían noticia que estaban las minas de oro de Veragua, aunque, al principio, no sólo rehusaban los indios hablar, sino que se juntaban armados para impedir que desembarcasen los cristianos. Al día siguiente, yendo nuestras barcas al río de Veragua, los indios de aquel pueblo hicieron lo mismo que los anteriores; tanto en tierra, como en el mar, se prepararon a la defensa con sus canoas; mas por haber ido con los cristianos un indio de aquella costa, que les entendía un poco, y les dijo ser nosotros buenas personas, que no queríamos cosa alguna sin pagarla, se aquietaron algo; trocaron veinte espejos de oro, algunos canutillos y granos de oro sin fundir; para darles más valor, decían que se cogían lejos de allí; que cuando esto hacían no comían, ni llevaban mujeres consigo; que es lo mismo que decían también los de la Española cuando fue descubierta.