Época: Pontificado e Imperi
Inicio: Año 1085
Fin: Año 1130

Antecedente:
Relaciones entre los siglos XI y XII



Comentario

La victoria de Enrique IV se reveló pronto como ilusoria para los propósitos del emperador. Los veinte años que sobrevivió a su viejo rival fueron para él de continuada desazón política. A las dificultades para mantener a su cuestionado antipapa Clemente III se unieron las rebeliones de sus súbditos nunca del todo sofocadas. Los príncipes alemanes levantaron contra el soberano a dos de sus presuntos herederos: a Conrado, muerto en 1101, y a Enrique, que le sucedería -Enrique V -a su muerte en Lieja en agosto de 1106.
A lo largo de estos años, los Papas legítimos no desaprovecharon las oportunidades Urbano II (1088-1099), mucho más flexible y político que Gregorio VII, aplicó con más discreción los decretos sobre simonía, nicolaísmo e investidura laica. Los logros parciales que pudo conseguir Enrique IV fueron debidamente contrarrestados. A Urbano se le conoce, fundamentalmente, por haber presidido lejos de Roma (ciudad en la que difícilmente podía mantenerse frente al antipapa) un importante concilio: el de Clermont de 1095. En él promulgó una serie de medidas y pronunció el famoso sermón que puso en marcha la primera gran operación colectiva del Occidente Medieval: la Cruzada. La excomunión que pesaba sobre Enrique IV y sobre Felipe I de Francia -simoniaco y adúltero pertinaz- convirtieron al Pontífice en la auténtica cabeza de una empresa que, si tuvo unos orígenes puramente accidentales, despertó luego un extraordinario entusiasmo

Con Urbano II, el sistema de legados experimentó un nuevo impulso que aceleró el proceso de centralización pontificia. El avance de la Cristiandad latina en la Península Ibérica y en el Mediodía de Italia aumentó considerablemente el área de influencia pontificia. En octubre de 1088, Urbano II enviaba el pallium arzobispal a Bernardo de Toledo. Se reconocían así, formalmente, los derechos primaciales de la Iglesia toledana como heredera de la vieja supremacía eclesiástica visigótica.

A la muerte de Urbano II, la reforma paracía bien encarrilada. Así lo entendió su sucesor Pascual II (1099-1118) cuyo primer acto de gobierno fue reiterar, sin ningún tipo de contemplaciones, la condenación de los viejos vicios eclesiásticos tan tenazmente combatidos por sus predecesores. El panorama político alemán paracía también relativamente propicio. En efecto, en 1107, el monarca germano Enrique V parecía dispuesto a un comportamiento más transaccional con la Santa Sede que el mantenido por su padre. Tras arduas negociaciones se llegó a un acuerdo: el tratado de Sutri de 1111. El monarca se comprometía a renunciar a toda investidura de cargos eclesiásticos. Como contrapartida, los obispos entregarían al soberano todos los bienes feudales renunciando a cualquier tipo de regalías. En el futuro, los dignatarios eclesiásticos vivirían de sus bienes no feudales y de las ofrendas de los fieles. La formula era auténticamente revolucionaria ya que ponía a la Iglesia fuera del poder laico, y subvertía, consiguientemente, toda la estructura social y eclesiástica del Occidente... Demasiado utópico todo para el cúmulo de intereses que se había tejido a lo largo de varios siglos. Ni el episcopado -especialmente el alemán- estaba dispuesto a abandonar de buena gana sus beneficios ni el emperador paració actuar de buena fe en la operación. Por tanto, presionado por Enrique V, Pascual hubo de dar marcha atrás y reconocer a su oponente ciertos derechos de investidura. El monarca alemán fue solemnemente coronado pero una fuerte corriente de opinión reprochó al Pontífice su debilidad.

El conflicto renació: Enrique V fue excomulgado y Pascual II renovó los viejos decretos contra la simonía y la investidura laica. El alemán promovió un antipapa en la figura del arzobispo Burdino de Braga que tomó el nombre de Gregorio VIII.

En 1119, el conjunto de Occidente paracía hastiado de la polémica entre Papa y emperador, más aun cuando en 1104 con Francia y en 1107 con Inglaterra (concordato de Westminster) el pontificado había llegado a acuerdos honorables en el tema de las investiduras. Una nueva generación -la del nuevo papa Calixto II, la del abad Poncio de Cluny o la del canonista Ivo de Chartres- tomaba el relevo y se disponía a poner en juego soluciones pragmáticas frente a una situación que amenazaba pudrirse.

Ivo, obispo de Chartres, fue un reputado canonista autor de tres importantes recopilaciones que no llegaron a tener carácter oficial pero que prepararon el terreno para otras decisivas sistematizaciones posteriores. Su fama viene, con todo, de haber elaborado una fórmula que, lejos de la visceralidad y la rigidez ideológica, fue capaz de zanjar el espinoso tema de las investiduras.

Como buen reformador, Ivo era intransigente respecto a las condiciones en las que el candidato debía ser elegido. Sin embargo, introducía un matiz al separar episcopium de feodum. Dicho con otras palabras: una cosa era la ordenación, que tenía un sentido sacramental; otra la investidura, que no tenía este carácter y -siempre y cuando no se pretendiera con ella conferir algo espiritual- podía ser concedida por el rey.

Un espíritu paracido respiraba Calixto II (1119-1124). Emparantado con distintos príncipes y hombre de espíritu conciliador, era la persona que las circunstancias requerían. Uno de sus primeros actos de su gobierno fue la celebración de un concilio en Reims que gozó de una nutrida asistencia aunque los efectos de sus disposiciones reformadoras fueran muy limitados. Hubo que esperar algún tiempo para que la paz llegara a convertirse en una realidad. Con ayuda de los normandos, el Pontífice logró deponer en abril de 1121 al antipapa Gregorio VIII. Las diferencias con Enrique V fueron limándose hasta que, por mediación del metropolitano Adalberto de Maguncia, el Papa y el monarca alemán llegaron a un acuerdo siguiendo el modelo aplicado para Inglaterra desde 1107: fue el llamado Concordato de Worms de 23 de septiembre de 1122.

Por él, Enrique V admitía la libre elección y consagración del elegido canónicamente. Se comprometía, igualmente, a restituir a la Iglesia de Roma los bienes que le habían sido arrebatados en tiempos de la discordia y a ayudar al Papa cuando fuera requerido para ello. A cambio, Calixto II otorgaba a Enrique que estuviera presente en las elecciones que se celebraran en los obispados del reino alemán para vigilar la limpieza del proceso. Cualquier conflicto sería solucionado por el metropolitano y demás obispos de la provincia. Antes de la consagración del elegido, el rey le entregaría las regalías correspondientes. Por ellas, el obispo contraía las acostumbradas obligaciones de fidelidad feudal para con el soberano. En Italia y en Borgoña, las regalías serían entregadas a los seis meses de la consagración.

El Concordato de Worms era un punto medio entre las tesis extremas del gregorianismo y las costumbres más puramente feudales. La interpretación del texto no estaba libre de equívocos ya que algunos llegaron a pensar que se trataba de un acuerdo estrictamente personal entre un Papa y un emperador, sin ningún valor para el futuro. Calixto II, sin embargo, lo interpretó como un éxito que trató de solemnizar en una magna reunión conciliar en su palacio de San Juan de Letrán.

El escenario había sido familiar para las reuniones de obispos en la era gregoriana. Pese a que algunas habían tenido una nutrida asistencia, la tradición eclesiástica no las ha otorgado el carácter de ecuménicas. La presidida por Calixto II (1123) sí que adquiriría este título y crearía una imagen: la universalidad de los concilios se había trasladado de Oriente (Constantinopla, fundamentalmente) a Occidente. Un éxito más de la política teocrática y centralizadora de los Papas.

El considerado I Concilio de Letrán duró apenas doce días y conoció la presencia -según el abad Suger de Saint Denis- de "trescientos más obispos". De hecho, los asistentes se limitaron a ratificar las disposiciones del Concordato de Worms. Sin embargo, su efecto multiplicador fue extraordinario: entre 1125 y 1129, distintos concilios de ámbito local (Westminster, Rouen, Arrás, Troyes, París, Barcelona, Palencia...) lograron una más amplia y eficaz penetración de las medidas reformadoras.

Nadie mejor que el sucesor de Calixto II, el papa Honorio II, para continuar esta tarea. A lo largo de su pontificado (1124-1130) logró mantener buenas relaciones con los distintos poderes del Occidente: con Luis VI de Francia, con Enrique I de Inglaterra, con Alfonso VII de Castilla y León y, sobre todo, con el soberano alemán Lotario III de Suplimburgo. En él encontraría un sincero colaborador en materia de elecciones episcopales y uno de los pocos emperadores germánicos que tuvo verdadero interés por la expansión hacia el Este.