Comentario
De cómo el adelantado con el piloto mayor salió a tierra y mandó a una escuadra de soldados, que iba a buscar de comer, que no matasen a Malope. Cuéntase la muerte del maese de campo y algunas crueldades
Venida la noche, el adelantado hizo llamar al piloto mayor, y mandóle asentar junto a sí en la cama en que estaba enfermo; y con muy gran recato le dijo que el siguiente día por la mañana saliese con él a tierra, y que llevase consigo cuatro hombres de que más confianza hiciese, armado él y ellos, y que acompañase el estandarte real, y apellidase la voz del Rey cuando fuese tiempo; porque había de ir a hacer justicia del maese de campo por causas que a ello le movían.
Veló la nao aquella noche el piloto mayor con el cuidado ordinario, y al romper del día pidieron la barca del campo a grandes voces, a las cuales se levantó doña Isabel de la cama, diciendo: --¡Ay! ¡Ay!, que han muerto a mis hermanos, y piden la barca para venirnos a matar. Hízose sordo el adelantado, y ya que era día claro, salieron del campo una escuadra de hasta treinta soldados. Hízoles el adelantado decir que no pasasen adelante, porque los quería hablar, y embarcado con su gente, preguntó quién iba por caudillo, a dónde iban, y quién los enviaba. Respondió el ayudante: --Yo soy caudillo: vamos enviados del maese de campo al pueblo de Malope a buscar de comer. Avisóles el adelantado que no matasen a Malope, ni le hiciesen mal ninguno, ni quitasen cosa suya porque era nuestro amigo, mas antes lo llevasen consigo; que aunque no entendía lengua, servía de ella: que bien sabía se buscaba de comer, y vuelto al piloto mayor, mandó que contase lo que el día atrás le había pasado con Malope. Oyéronlo, y según se dijo, riendo.
El adelantado llevó consigo de camino al capitán de la galeota que un grande machete estaba afilando. En la playa le estaban esperando el capitán: y desembarcados, se juntaron todos con los cuales se fue hacia el fuerte que el maese de campo a gran priesa estaba haciendo; y antes de llegar, no faltó quien preguntó: --¿Dícese por allá que nos queremos alzar? Y estaba limpiando su escopeta. Llegó el general al fuerte, y el maese de campo que estaba almorzando, como lo vio, así como se halló sin jubón y sin sombrero, salió a recibir al general, y como se vio entre tan pocos amigos pidió bastón, daga y espada, que ciñó.
Fuéronse llegando los que habían de hacer la suerte. El adelantado alzó los ojos al cielo, y dando un pequeño suspiro, metió mano a su espada, diciendo: --¡Viva el Rey! ¡Mueran los traidores! Y luego, al punto, sin nunca le largar, un Juan Antonio de la Roca echó mano a los cabezones del maese de campo, y le dio dos puñaladas una por la boca y otra por los pechos: y segundó un sargento con un cuchillo bohemio, dejándoselo enclavado en un lado. El maese de campo dijo: --¡Ah, mis señores! Fue a poner mano a su espada; mas el capitán del machete le derribó casi del brazo derecho, y cayó diciendo: --¡Ay! ¡ay!, ¡déjenme confesar! Respondióle uno: --No es tiempo; tenga buena contrición. Estaba el miserable tendido y palpitando en el suelo, diciendo: --¡Jesús María!: y una buena mujer que se llegó ayudándole a bien morir; y uno de buena alma no hacía sino envasar la espada, y la mujer reñirle. Al fin le acabaron así, y el adelantado se enterneció.
Hecho esto, mandó luego echar un bando: que pues estaba muerto el maese de campo, a todos los demás perdonaba en nombre de su Majestad: y habiendo espirado el maese de campo, el atambor, por cudicia de los vestidos, le dejó desnudo en carnes.
Era el maese de campo muy solícito, gran trabajador, buen soldado que a todo lo que se ofreció en rebatos y entradas era el primero. Parecía ser de edad de sesenta años, por ser todo cano, y aunque viejo, brioso; pero muy arrebatado. Sabía sentir mucho y callar poco: y entiendo que ninguna otra cosa le mató.
En este tiempo estaban hablando don Luis y el piloto mayor, junto a una tienda de dos amigos del maese de campo, y al uno de ellos embistió don Luis, dándole una puñalada, y el soldado decía: --¿A mí? ¿A mí?, ¿qué he hecho yo? Dejó don Luis el puñal, y con la espada le iba a dar; pero el piloto mayor se lo defendió diciendo: --¿Qué cosa y cosa es que sin más ni más se maten así los hombres? Iba saliendo de otra tienda un soldado con la espada en la mano por desnudar, diciendo: --¿Qué es esto? ¡Al maese de campo! Embistióle don Luis, y arrimáronsele otros muchos: y el soldado retirándose hacia dentro, decía: --¿Qué hice yo? ¿Qué hice yo? Llegó el capitán don Lorenzo, y sobre unas casas donde el soldado cayó, lo mataron a estocadas. El atambor le desnudó, y se pusieron soldados de guarda a los baúles de los dos.
Don Lorenzo y su hermano con una escuadra de soldados se vinieron; mas hallaron a la puerta al piloto mayor que se les opuso, diciendo se reportasen. El capitán don Lorenzo le dijo, se quitase de la puerta: --¡Mueran esos traidores! Dijo el piloto mayor, que eran amigos. --¡Mueran!, ¡mueran! (replicaron), que mejor lo merecen que los demás: y el piloto mayor a ellos, que mirasen el tiempo y lo que hacen. Respondió don Lorenzo, que sólo San Pedro, o él podrían estar allí por quien quedasen con vida aquellos tales.
A la grita y al ruido de las armas, salieron las mujeres turbadas y desgreñadas. Unas pegaban de sus maridos; otras torciendo las manos, decían lástimas. Pareció este día de vengar injurias, o malas voluntades; pero a mi ver licencia a mozos a más pudiera llegar.
Salió después del nublado el sargento mayor de su tienda, y por que se dijese que también ensangrentó su espada, dio a un paje del maestre de campo una buena cuchillada en la cabeza, y otra a un criado suyo, y queriendo herir a un negro que le servía, se le fue por pies, y los dos heridos con las manos en la cabeza acudieron a pedir socorro al general, que mandó al sargento mayor que dejase a los muchachos.
Salió uno de sospecha, y otro de viva el Rey le iba a matar, si el piloto mayor no le defendiera. Allí se decía: --Salgan traidores con sus armas: y a esto dijo un cuerdo: que muertos y vivos tenían necesidad de honra. --Salgan, decían, a acompañar al estandarte Real, que enarbolado tenía don Diego Barreto, y tocando la caja junto a él, se pregonaba la voz del Rey a que todos respondían: --¡Mueran traidores!
Fue el capitán del machete a traer las dos cabezas que el general mandó meter en unas redes, y cada una en un palo las hizo hincar junto al cuerpo de guardia. Venía en esta ocasión de la nao la barca, bogando a muy gran priesa, y el vicario en ella con una lanza en las manos, y la gente de mar armada, diciendo unos y otros: --¡Viva el rey!, ¡mueran traidores!; y llegando a donde se hallaba el adelantado, dijeron: --Aquí venimos todos a servir a Su Majestad, y a morir donde V.ª S.ª muriese: y con esto se acercaron al estandarte Real. Uno de ellos preguntó al general: --¿Qué es, señor?, ¿está hecho? --Díjole, que si; y él: --Bien hecho está. Y viendo las dos cabezas dijo: --Un muro se me ha quitado de delante.
Y en este tiempo venían doña Isabel y su hermana de la nao, que por ellas había ido el capitán del machete a dar la nueva y el parabién de la victoria que él sabía celebrar, y alabarse que había dado una buena cuchillada al maese de campo, y hecho cortar las dos cabezas. Decía: ya agora eres señora, y estás marquesa, y yo capitán, que está muerto el maese de campo. Yo digo que es mucho para temerse hombres necios con licencias. Desembarcada doña Isabel, se recogió en el cuerpo de guardia.
En este punto salió del campo un soldado, disimulado, vestido de nuevo con plumas en el sombrero, y al descuido preguntaba: --¿Qué es esto?, haciendo que no lo sabía. Era éste el procurador de las pretensiones en quien pusieron los ojos todos: y dejó de volar este y otros por ser la gente poca que así se trataba. Muchos temerosos hubo y la ocasión a su poca seguridad la habían dado: y a sus amigos se encomendaron algunos que con mucha verdad terciaron bien, y los libraron. Mandó el adelantado que todos, así juntos como estaban, fuesen a la iglesia a oír misa que el vicario dijo; y acabada volvió el rostro, y dijo que no se escandalizasen de las muertes dadas: que así convino. Encomendó la quietud y la obediencia a su general, recordando que haciéndolo así sería acertar, y lo demás yerro. De la manera que se fue a oír la misa, se volvió con el estandarte al cuerpo de guardia. Los baúles de los muertos se abrieron, y sus enemigos hicieron reparticiones y aplicaciones. Mandó el adelantado dar sepultura a los cuerpos, con que se acabó esta primera tragedia, y despidió a todos con apercibimiento que se juntasen a la tarde, para el efecto que dirá el capítulo siguiente.