Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
DESCUBRIMIENTO DE LAS REGIONES AUSTRALES



Comentario

De cómo se hicieron otras dos entradas, que fueron las últimas, y lo que pasó hasta que se dieron velas


El día siguiente se hizo el viento Norte, y con ser poco, se rompieron tres cables que la nao tenía por amarras, quedando un delgado cable que para tener una barca parecía flaco, y fue tan fuerte que él solo sostuvo la nao que no fuese a dar en tierra, de que estuvo muy cerca.

Más tarde fue enviado Luis Andrada por caudillo, con treinta hombres, a buscar de comer para el viaje. Fue a la isleta que llamábamos huerta y en un estero halló cinco canoas de las grandes, cargadas de espuertas de bizcocho de la tierra, que los indios allí tenían retirado, y sin ninguna dificultad lo cogió todo y envió a la nao: y dijo que mató ciento y veinte puercos, de que se vio parte, y que halló los indios de paz, y después se amontaron porque soldados mal mirados toman más licencia que les dan para hacer agravios. Por esto en los caminos que son angostos, hicieron cuevas cubiertas de ramas y tierras, y dentro clavaron púas derechas, a donde un soldado se enclavó un pie. En cuanto anduvieron en esta entrada, se dio orden con los enfermos, y la nao se aprestó del todo.

Venido el caudillo, fue luego el piloto mayor con veinte hombres a la misma isla, siguiéndole muchas embarcaciones de los indios. Dejando en la barca seis hombres, saltó con los demás en tierra, y los indios de ella, como escarmentados, los recibieron con las flechas en las manos, haciendo la perneta, dando gritos y vueltas. Hízoseles con bandera blanca señal de paz; mas ellos daban más vueltas y más voces. Allegóse más el piloto mayor haciendo de la misa señal. Era un camino angosto y de mucha arboleda; y ansí comenzó de todas partes a llevar flechas y piedras. Hizo tirar dos arcabuces perdidos y dar arremetida al pueblo, en que no halló más de espuertas de su bizcocho en las casas, y otras de raíces muy naranjadas de que hacen tinta del mismo color. Siguió los indios que iban huyendo por una cuestecilla arriba, y llegando a lo alto, se halló en una muy hermosa llanada y de grande abundancia de frutales, a donde se cortaron muchos y grandes racimos de plátanos, cantidad de cocos, y en una casa se halló gran número de bizcocho; y cargado por escoltas a vista una de otra, por no dividirse, lo embarcaron todo, sin que se les hiciese mal ninguno, con haber habido muchos encuentros con ellos, ni tampoco se hirió ni mató a indio, porque el piloto mayor decía a los soldados que no les tirasen a dar, sino a espantallos.

Hecho esto, mandó a la barca le fuese siguiendo playa en la mano, a un puesto a donde iba a cortar palmitos; y cuando llegó, no fue vista la barca, por más que se procuró. Hizo junta, y todos fueron de acuerdo de ir a la parte a donde habían saltado en la isla. Iban marchando ya puesto el sol, cuando encontraron un sitio que con unas peñas hacía un buen reparo. Por esto y haber allí una canoa, decían al piloto mayor esperase a que del todo fuese de noche, para que uno en la canoa fuese a dar aviso a la nao y los viniesen a buscar. El piloto mayor dijo que el no parecer la barca daba pena, y mucha más considerando el lugar poco seguro a donde estaban los marineros de más cuenta, a cuya falta no quedaba quien pudiese llevarla y la gente a donde estaba acordado: con que no se tendrá noticia del descubrimiento hecho, y de la presunción de la parte.

Preguntó qué pólvora había. Dijéronle que diez cargas. Dijo ser poca, y mejor pasar adelante, buscando alguna de las muchas embarcaciones, que ganadas, si los indios los necesitasen, después de gastar la pólvora se defenderían con las espadas y rodelas, y dio por razón que si a la barca había sucedido desgracia, los indios la habían de ver, y esconder sus embarcaciones para que no se pudiesen ir. Esto acordó. Encargó la vanguardia a un soldado, y él con otros fue caminando por la playa, a donde había una grande espesura de árboles que desde su creación están allí sin haber quien les ponga mano, y unos grandes peñascos con cuchillas y puntas y partes casi imposibles de andar de día, cuanto y más de noche obscura. Unas veces les daba el agua a la rodilla y otras a medio cuerpo. Iban subiendo y bajando troncos y peñas, y torciendo caminos al mar y al monte. Eran por todos diez: los dos enfermos, que sentados dijeron a los demás que se fuesen y los dejasen, que ya no podían andar más. El piloto mayor que oído la resolución, les dijo no los habían de dejar, sino llevarlos, si necesario fuese, a hombros. Esforzados algo más, daban sus pasos, o traspiés. Era más de media noche cuando oídos dos arcabuces y luego otros dos, los compañeros delanteros se dieron prisa por saber qué fuese la causa; y hallaron ser la barca que acababa de llegar, y se habían detenido por la contrariedad del viento, y dado vuelta a la isla. Embarcada la gente, volvieron a las naos, donde al romper del alba llegaron, hablando la gente de ella con el mismo cuidado y pena de la tardanza.

Este día propuso la gobernadora a los pilotos que quería salir de aquella isla, a buscar la de San Cristóbal, por ver si en ella hallaba la nao almiranta, para hacer lo que fuese para más servicio de Dios y de Su Majestad: y que si no la hallasen, su determinación era ir a la ciudad de Manila en Filipinas, a traer sacerdotes y gente para volver a la población y acabar aquel descubrimiento; y que para esto rogaba, persuadía y mandaba a cada uno de los que allí estaban, le diesen su parecer en la forma que entendiese ser más conveniente. El acuerdo y parecer de todos fue se saliese al Oessudueste todo el tiempo que fuese menester, para ponerse en altura de once grados; y que si la isla, o la almiranta no se hallasen, en tal caso siguiesen el camino de las islas Filipinas; y lo formaron todos de sus nombres, y el piloto mayor en su parecer se obligó de volver acompañando a la gobernadora, si ella volvía como decía.

Viendo el piloto mayor la nao cuán maltratada estaba así de casco como de aparejos, los marineros pocos, la gente enferma, y que había de ser necesario dar treinta hombres, los más sanos, para con ellos tripular la fragata y galeota, dijo a la gobernadora: que su parecer era dejarse aquellos dos bateles pequeños; pues así por su mal despacho, como porque sus pilotos no eran de satisfacción, como porque con sus jarcias y velas y la gente que habían de llevar, se despacharía muy mejor la capitana y se aseguraría el viaje. A esto replicó el capitán de la galeota, que porque los navíos no le costaron su dinero decía que los dejasen. Respondióle el piloto mayor que no le movía otra cosa más de lo que entendía convenir al bien de todos, y que en Manila a donde se pretendía ir, se hallarían por menos de doscientos pesos otros mejores, y que por tan corta cantidad no era justo arriesgar lo mucho. Ayudaron al capitán de la goleta ciertos lisonjeros enemigos de la verdad y de la razón, los cuales la gobernadora tenía para su consejo de Estado, guerra y mar; y cada uno dijo su poco, y así se quedó siendo nada.

Quisiéronse luego descargar de enfados y trabajos de enfermos. Mandáse que fuesen llevados en la fragata. El piloto mayor lo contradijo, diciendo no era justo por la poca comodidad que allá había el quitarlo de la buena que allí tenían; pues todos podían ir alojados y abrigados en la nao grande y no en la pequeña al sol, sereno y lluvia. Respondieron que allá se les haría una tolda con una vela al modo de galera, debajo de la cual irían a su voluntad. El piloto mayor dijo que la navegación no siempre sufría toldos, y los enfermos siempre habían menester reparos. Mandóse en público que los dejasen, y por otra mano un cierto sargento los iba a su pesar echando en la barca. Dio uno voces. Acudió el piloto mayor, quitándosele de las manos, riñendo tan poca piedad y tan gran locura. Al fin mandó la gobernadora que los dejasen: y así, se quedaron.

Venida la tarde, salió el piloto mayor a visitar la galeota y fragata, y les dejó la harina y agua necesaria, e instrucción de la navegación que habían de hacer, y una carta de marear al piloto de la fragata, que no la tenía ni la entendía. A la noche salió a tierra el capitán don Diego de Vera, con algunas personas de su compañía, desenterró el cuerpo del adelantado para llevarlo en la fragata a Manila, porque en la capitana no quisieron consentir por abusos que nunca faltan.