Comentario
Desde 1935, Polonia estaba regida por una Constitución autoritaria, hechura del régimen de los coroneles regido por Pilsudski, que falleció aquel mismo año, dejando tras de sí un Gobierno militarista y conservador. Hitler, que reclamaba Danzig y un paso a través del corredor polaco, chocaba con la inquebrantable oposición de los gobernantes de Varsovia, confiados en Chamberlain, que había prometido ayudarles aunque, hasta entonces, Londres y París habían mantenido la paz en Europa a costa de ceder ante todas las pretensiones de Hitler. Este, tras anexionarse Austria en 1938, esperaba contar con la alianza de la URSS, con la que mantenía algunos acuerdos establecidos durante la República de Weimar: los alemanes fabricaban armas en territorio ruso, que estaban prohibidas a la Reichswehr por el tratado de Versalles y, a cambio, ayudaban a la industria militar soviética. Buenas y contradictorias relaciones que se ampliaron, el 2 de agosto de 1939, con un acuerdo sobre Polonia y, el 23, con un pacto de no agresión.
La firmeza polaca frente a Hitler se alentaba con su historia de enfrentamientos con los vecinos y el recuerdo de la victoria sobre las fuerzas soviéticas en 1920. La doctrina de su Estado Mayor derivaba de la victoria francesa en 1918, que convirtió a la Ecole Superiéure de Guerre de París en la máxima autoridad de las ciencias militares. Acabada la Gran Guerra, todos los Ejércitos enviaron a París a sus oficiales más distinguidos, a fin de ampliar estudios pero ya en 1939, las teorías de la Ecole resultaban obsoletas ante las posibilidades de la aviación y los blindados; los tratadistas tradicionales ignoraban que el motor de gasolina inauguraba una nueva era de la táctica.
Efectivamente, nacía una guerra moderna, que era hija de la industria.
Sin embargo, Polonia era un país agrario cuyo Ejército ni siquiera podía aplicar las ideas francesas a sus anticuadas tropas, que apenas contaban con blindados, cañones antiaéreos y contracarros. Como si fueran los tiempos de Napoleón, el orgullo militar polaco descansaba en sus tres regimientos de caballería ligera, 27 de ulanos y 10 de cazadores, más propios de las páginas de Víctor Hugo que de un plan de operaciones de 1939.
En todos los Ejércitos del mundo, los oficiales amaban a los caballos y difícilmente se resignaban a olvidar su gallarda presencia. La polémica caballo-motor llenaba páginas de las revistas militares pero, en las grandes potencias, la caballería de sangre dejaba paso a las motocicletas, los automóviles y los blindados. Polonia, en cambio, mantenía el mito caballeresco, ante la imposibilidad de contar con medios más modernos. Muchos de sus oficiales oponían el valor y la tradición, que eran gratis, a la gasolina y la mecánica, que Polonia no podía pagar. Aunque, por nada del mundo, los generales, que dominaban el Gobierno, habrían desviado el presupuesto en favor de los automóviles, los tanques y los aviones, perjudicando a los viejos regimientos a caballo, que llenaban sus sentimientos de soldados arcaicos y heroicos, guardianes de la Polonia campesina y católica.
Para protegerse de un ataque alemán, a través de la amplia y practicable frontera, el Ejército polaco debía establecer una línea fortificada atrasada, en la línea Vístula-San, y abandonar regiones consideradas vitales. Pero los generales deseaban preservar la totalidad del territorio, aunque la táctica aconsejara lo contrario. Confiados en sus propias tropas y en la protección de los aliados occidentales, se fortificaron en una línea demasiado próxima a la frontera alemana. Si las tropas de Hitler lograban romperla, sus fuerzas motorizadas tendrían abierta la llanura polaca. El país estaba inerme, a pesar de disponer de una gran reserva de tropas, que el Gobierno había concentrado entre Lodz y Varsovia, pero sin bastante capacidad de maniobra para contraatacar con presteza.