Comentario
De los monasterios de las mujeres
Cerca del templo mayor de toda ciudad de importancia, se establecía una gran aula en la cual eran recibidas las mujeres dedicadas a los dioses por cierto tiempo, de las cuales algunas se encerraban allí por aquellos a quienes afligían las enfermedades; otras obligadas por la penuria de la familia; otras por virtud y santidad; otras para conseguir de los dioses riquezas o vida sana y larga; pero la mayor parte por el deseo de los buenos casamientos que se obtendrían de los dioses, u obligadas por el de copiosa prole. Se debe de admirar en esta parte la seguridad de aquella gente que con las puertas abiertas (porque todavía en verdad no conocían las puertas de batientes), pasaban el día y la noche sin la guardia de varón alguno, y no había quien se atreviera a ofender su pudor. Prometían a los dioses quedarse encerradas en el templo cuatro, cinco o más años, y pasado ese tiempo se casaban. En la primera entrada del templo se cortaban los cabellos para que por este indicio fuese patente que estaban dedicadas a los dioses o para que pudiesen ser distinguidas de los sacerdotes, que llevaban el cabello largo. Hilaban algodón, del cual hay gran provisión entre los indios, y entretejían admirables y varias plumas de múltiples aves en lienzos para ellas y para los dioses. Barrían y limpiaban la casa, el patio y las aulas del templo, porque las gradas y los oratorios más altos sólo se permitía asearlos a los sacerdotes. Algunas veces se sacaban sangre de varias partes del cuerpo en sacrificio a los dioses nefarios y para aplacar sus iras. Durante las fiestas solemnes iban en procesión con los sacerdotes y andaban por el templo siempre a la izquierda de ellos, pero ni cantaban himnos ni ascendían las gradas. Se mantenían con las erogaciones comunes de los ciudadanos y principalmente de los afines consanguíneos. Y también con las limosnas y beneficios implorados de algunos hombres ricos y buenos que les daban de carne y tortillas calientes cuanto estimaban que fuera necesario para ellas y para las obligaciones, porque constantemente las ofrecían calientes para que el vapor (así ellas mismas lo decían) ascendiera a los dioses y los deleitara. Consumían todas ellas por partes iguales las vituallas, según la costumbre de nuestros sacerdotes. Nunca se desnudaban los vestidos que se habían puesto la primera vez, ya sea en gracia del pudor, ya sea para que instando el tiempo de ministrar a los dioses y de ocurrir a los trabajos acostumbrados, se levantaran más deprisa y más expeditas. Los días festivos bailaban delante de los dioses según la costumbre de esa gente, adoptando géneros de bailes congruentes a cada una de las fiestas. Si cualquier varón tenía que ver con alguna de ellas, uno y otro eran castigados con pena de muerte, o las mujeres obligadas a seguir a perpetuidad esa regla de vida, y aun ellas mismas se afligían a si mismas con más de mil géneros de tormentos, con la firme creencia de que este crimen no podía ocultarse a los ojos de los dioses, ni sus cuerpos librarse de la podredumbre o de otro mal sordidísimo.