Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
ANTIGÜEDADES DE LA NUEVA ESPAÑA



Comentario

De otros dioses y diosas


La mayor de las diosas y madre universal de los dioses era Tlálliyóllo, bajo cuya protección estaban todos los medicamentos, así como bajo la de Chicomacatl, los mantenimientos, y bajo la de Tzapotzatene el uso de la pez, bitumen, resina y goma. Y para no ser moroso en numerar dioses y diosas de esta ralea, será bastante que diga que se rendía culto por todas partes a dioses y diosas particulares de los fabricantes de esteras, de paños, de cestas, de los salineros, de los pintores, de los escultores, arquitectos médicos, parteros, orfebres de oro y plata, agricultores, tejedores de coronas y collares de flores y de otros artífices semejantes. De estos dioses algunos estaban esculpidos bajo la forma y vestido de mujeres y otros de varones. Y así los de la lluvia, llamados Tlalloques, que habitaban el Paraíso Terrenal, se ponían a la adoración pública adornados con el vestido de sacerdotes y se les hacían por todas partes grandes honores (¡oh dolor!) en gracia de ellos, todos los años se degollaba una gran cantidad de niños, junto a sus templos y en sus altares, porque se les atribuía el dominio sobre las lluvias. Célebre era la diosa del mar, Chalchiutlycue, y también el dios del fuego, esculpido bajo la imagen de un hombre, Xiuhtecutli, que fue siempre sumamente honrado y aplacado todos los días con copal, con los primeros bocados de los manjares y los primeros tragos y la primer bebida se le ofrecían a él mismo para que lo probara, y adornaban los hogares con flores; esto además de que en un día fijado todos los años, se le hacía su solemnidad, pero la más importante era el cuarto año, y la más célebre en el nonagésimo segundo, cuando se encendía el fuego nuevo y entonces se quemaban o degollaban en su honor y reverencia una gran cantidad de esclavos. Y tampoco les faltó su Plutón, o sea el dios del tártaro, llamado Mictlantecutli, ni su Proserpina, cuyo nombre mexicano es Mictecioatl, en las prisiones de los cuales se decía que eran detenidos quienes quiera que bajaban a las sedes infernales muertos por la violencia de aquellas enfermedades que ya dijimos. Veneraban también al sol entre los celícolas principales, bajo el nombre de Quauhtleoamitl, y lo representaban en forma humana, con la cabeza adornada por una rueda radiada por todas partes y con rayos que procedían de su faz como iluminando todo, y a pesar de que cierto día del año le estaba consagrado, acostumbraban todos los días sacarse gotas de sangre de varias partes del cuerpo en su honor. Por la mañana miraban a oriente y como que saludaban, diciendo que su labor y trabajo ya había comenzado un sol fúlgido y preclaro, que alegraba todo y lo renovaba con su luz. Discurrían acerca de lo que acontecería a los mortales ese día, o qué éxito les estaría reservado. Al sol poniente se dirigían en otros discursos, como dándole las gracias por el beneficio de la luz, y proclamando que ya había cumplido su tarea esa lámpara esplendentísima del orbe y que ese día lo había consumado y concluido felizmente. Como no tenían averiguadas en lo más mínimo las causas de eclipse de ese planeta, ni señalado el tiempo cierto de ese fenómeno maravilloso, si acontecía que por la oposición de la luna al sol, la tierra se viera privada de luz, concebían vehemente temor y se admiraban sin medida de la turbación de la luz, del fulgor que languidece y de la apariencia hórrida y lúgubre de todas las cosas, más bien de todo el Universo, cuando se apagaba el planeta que da fuerza vital a todo. Y no sólo se limitaban a admirar, sino que tenían por cierto que durante el eclipse unos demonios atroces que revoloteaban por el aire, bajarían para matar a todos los hombres y para devastar el Universo. ¿Qué diré de los célebres nacimientos del sol y de la luna de dos dioses quemados en una pira y transformados en aquellos dos luminares, o de los mismos planetas que no podían ser separados sin la muerte de todos los dioses y de otras cosas semejantes, que parecen más dignas de risa que de ser contadas? ¿Y qué de que ponían ídolos en todos los lugares altos o en las colinas o en las cimas de los montes, en aquellos sobre todo de los cuales era frecuente que partiera la lluvia, tomados los nombres del sitio mismo ya por la forma de varón, ya por la de mujer; pero, el Texcaltense y los otros brillantes de nieve cualesquiera que fueran, los sacrificadores a quienes estaba eso encomendado los representaban con cara y vestido de mujer, ya sea para ponerlos en las colinas o para que se les reverenciara y conservara en las casas privadas. Y no eran hechas de ninguna otra materia más que de semilla de bledos, llamada por los indígenas con el nombre patrio de tzoalli, y sólo en el día que estaba atribuido y consagrado a estos númenes. En lugar de dientes les ponían a esos ídolos pepitas de calabaza y en lugar de ojos, frijoles grandes, brillantes y negros. Cuando habían concluido de hacerlos les ofrecían varios géneros de alimentos, que eran innumerables en la ciudad. No faltaban otros númenes de los cuales decían que dependían los infortunios y las enfermedades, entre ellos contaban a Cioacoatl, Cioateteuh y otras diosas, las cuales cuando vivían entre los mortales, murieron del primer parto y por eso fueron llevadas al número de los dioses. Decían que estas diosas en días establecidos bajaban a la tierra y contaminaban con mil géneros de enfermedades e infortunios a los mortales que de casualidad topaban con ellas, por consiguiente procuraban aplacarlas y ablandarlas con abundancia de dones y con oratorios erigidos en las encrucijadas. ¿Qué diré de otras cuatro diosas que tenían todas el nombre de Tlacoltehuhtl y a las cuales se decía que correspondían las cosas de Venus y de otros dioses a quienes se les asignaban las homorroides y las enfermedades de las partes vergonzosas y que por esta razón eran obscenos y sucios? ¿Y de Iztliton, de quien creían firmemente que los niños lavados en agua dentro de su templo, escaparían incólumes a todo daño de las enfermedades con las cuales fuesen infestados? ¿O de Xipetotec, de quien creían que tenía a su cargo las enfermedades de los ojos, el gálico, la lepra, el sarpullido y la sarna? ¿O del dios de la tierra a quien llamaban vulgarmente Tlaltecutli? ¿Y qué de que creían que había un numen en muchos géneros de estrellas (de lo cual ya dijimos bastante) a las cuales acostumbraban a venerar por varias causas, pero principalmente a las que salían con el sol? Y así veneraban a esta y a otras innúmeras cohortes de dioses (las cuales, porque sería molesto si las refiriera con detalle, paso en silencio) y con gran afán y solicitud incansable, persistían de noche y de día en muchos servicios a los que se creían obligados; les ofrecían incienso y rociaban a los dioses con sangre, que manaba del cuerpo herido por todas partes. Cumplen con estos deberes los sacerdotes en los templos públicos, llamados teuhcalli, los demás en sus propios domicilios privados. Y así cuando despertaban por primera vez, tenían por costumbre bañarse aun durante el invierno por frío y húmedo que fuese. Después atravesadas con cuchillos de piedra, la cual llaman Iztli, ofrecían sangre de las orejas a los dioses lares no sin sahumerios, principalmente de incienso patrio echado en el fuego y humeante. Y también despertaban en cuanto salía el sol a los criados y a toda la familia para que se dedicaran a lo mismo y que ofrecieran a los dioses celestiales igual obediencia. Ni siquiera eximían a los niños de tres o cuatro años, sino al contrario, les hacían poner por su mano dones sobre los altares, para que se acostumbraran a las oblaciones. Y como lloraban y aturdían con sus gemidos por haber sido despertados intempestivamente de su plácido sueño, tan conveniente en esa edad, los padres se llenaban de alegría, estimando que mientras mayores fuesen los berridos, mayores gracias se daban a los dioses por los beneficios recibidos.