Comentario
De la fiesta de Quetzalcoatl
Era en otro tiempo la ciudad de Cholula como el sagrario de toda Nueva España, como otra Roma, a la cual por devoción venían muchos de regiones apartadísimas. Dicen que era notable por trescientos templos (cuando florecía el culto de los ídolos), más aún (según atestiguan otros), había tantos cuantos días tiene el año. El mayor de todos de los eregidos en esta Nueva España, era el que empezaron a construir en honor de Quetzalcoatl. Se cuenta que por aquel tiempo los cholulenses estaban decididos a levantarlo hasta la altura de la montaña llamada Tlachioaltépetl, la que casi tocaba al cielo, o de otra, que por las nieves con las que brilla perpetuamente, llaman el Monte Blanco, porque querían que el altar y el ídolo (puesto que ese demonio se llamaba dios del aire) llegaran hasta las nubes. Fue motivo de que esa portentosa y vasta maquina que ya casi tocaba al cielo, no fuese rematada hasta lo más alto, una fortísima tempestad (según ellos mismos atestiguan), acompañada de truenos y rayos, pero principalmente de uno más grande que todos, que imitaba la forma de rana venenosa (rubeta). Por estos agüeros se supo y conoció que a los otros dioses desagradaba esa fábrica y no consideraban con buen ánimo que este solo templo superase por la altura y magnificencia a todos los demás. La obra quedó interrumpida sin acabar lo comenzado, ya de inmensa magnitud. Después pusieron en el número de los dioses a las ranas venenosas. Celebran allí cada cuarto año la mayor de sus fiestas en honor de Quetzalcoatl. Ayuna el gran Achcauhtli cuatro días, comiendo una sola vez al día tortillas corrientes y bebiendo sólo agua; orando sin cesar y con la piel perforada por todas partes y chorreando mucha sangre. Sigue un ayuno de ochenta días antes de la fiesta de los Tlamacazque o sacerdotes de los dioses. Se reúnen en el aula del patio, llevando carbones encendidos e incienso de la tierra, pencas y púas de maguey y tizne negro u hollín. Se sientan por orden en esteras recargados contra la pared, según su costumbre, y no se levantan a no ser para exonerar el vientre o para orinar. Se abstienen de sal y de chile y no ven ninguna mujer durante los primeros sesenta días, tan distantes están así de darse a las cosas de Venus. Sólo las dos primeras horas de la noche daban al sueño y otras tantas de las últimas, y el resto del tiempo lo pasaban postrados en oración, quemando incienso, o en los baños cuando había cerrado la noche, con efusión de sangre de varias partes del cuerpo y untándolo con tizne. Durante los últimos veinte días se les aumentaba poco a poco la comida y ya no era tan exigua la señalada. Adornaban la estatua de Quetzalcoatl, o su ídolo, de riquísimos y muy hermosos ornamentos, entretejidos de oro, plata, piedras preciosas y plumas de varios colores. Por devoción al dios concurrían algunos sacerdotes de Texcalla vestidos con las vestiduras de Camaxtle. La última noche ofrecían collares y coronas entretejidas de maíz y otras diferentes yerbas perfumadas y hermosas. Añadían papiro que consideraban especialmente grato a los dioses, y montones de codornices, conejos y liebres. Cuando ya celebraban la fiesta misma, se vestían temprano por la mañana de vestes preciosas e inmolaban unos cuantos hombres. Porque aun cuando pocos murieran entonces porque el mismo Quetzalcoatl siempre vedó esta clase de carnicería, y a pesar de que fuera como el institutor de aquella gente e instaurador de la religión de los indios y su inventor, no se abstenían por completo de matanza, ni perdonaban a los que debían ser inmolados.