Comentario
Como consecuencia de la introducción del comercio como actividad lucrativa y del mercader como promotor del progreso y la prosperidad, la plena Edad Media asistió a la configuración de una nueva forma de ciudad, la ciudad-estado de los mercaderes y los negocios, que tuvo en Italia y norte de Europa su mayor auge; si bien en el resto del continente hubo asimismo manifestaciones similares en versión reducida según las circunstancias. Pero dicho fenómeno hizo que las ciudades surgidas en Europa con una motivación o un respaldo comercial presentaran una fisonomía muy diferente a la que hasta entonces ofrecieron las precedentes del mundo antiguo o de la transición, incluida la Europa carolingia.
En muchos casos, estas ciudades mantuvieron un importante contenido nobiliar, de forma que en algunas fue la nobleza la que se introdujo en los negocios y en otras fueron los mercaderes los que acabaron ennobleciéndose. Pero cabe recordar aquí cómo fue desde el siglo X cuando comenzaron a surgir los prototipos de ciudades-república italianas con fundamento mercantil, y de que manera a lo largo de los siglos XI y XII las "comunas urbanas" dominaron todo el espacio comprendido entre la cordillera alpina y el espacio romano, actuando con independencia jurídica y comercial desde muy temprano, aunque el reconocimiento oficial de dicha independencia no les llegara hasta el siglo XIII en algunos casos.
Posiblemente el éxito del autogobierno de estas ciudades fue parejo con el triunfo mercantil de la hegemonía italiana en el Mediterráneo y en buena parte de Europa, rivalizando con otras ciudades del norte que, como Colonia o Lübeck lograron asimismo independencia política y predicamento comercial. En medio Flandes y al este los principados mercantiles de origen varego-eslavo constituyeron los extremos de la cruz espada del gran comercio continental que tuvo además en Inglaterra y en España otras localizaciones, con especial incidencia en esta última cuando en el siglo XIII se ocuparon Valencia y Baleares por Aragón y Andalucía y Murcia por Castilla.
Estos centros urbanos mercantiles rivalizaron, no obstante, con las grandes ciudades políticas y administrativas, como París, Londres, etc. Sin embargo, estas últimas generaron igualmente un potencial comercial que hizo de las mismas un conjunto armónico de ciudad protegida por la realeza y a su vez abierta a la actividad lucrativa de la artesanía desarrollada y del comercio regional. Situación que se reprodujo, también a menor escala, en otras ciudades que mantuvieron un potente soporte financiero-mercantil suficiente pare eludir la estricta dependencia del realengo o del señorío, ejercido estrechamente en muchas poblaciones de gran rango político pero de escasa capacidad de maniobra (Toledo, Burgos, etc.).
En conjunto, incluso en las pequeñas ciudades preservadas por derechos especiales que las diferenciaban de las simples aldeas, la presencia de mercaderes, tiendas y reducidos negocios de artesanía e intercambio alimentaron un comercio y hasta algún mercado periódico de acuerdo con el entorno y las condiciones propias de dicha ciudad. De ahí la gran diversidad que presenta el fenómeno urbano-comercial en el panorama de una época indefinida todavía en cuanto a fronteras políticas pero interrelacionada por la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios.
En buena parte de las ciudades europeas era frecuente encontrar lo necesario pare el consumo cotidiano del entorno, y salvo los artículos de lujo, el resto era producido in situ. La mayor o menor disponibilidad de medios fue mejorando el nivel y la calidad de vida de las gentes de ciudad, y el mercader sustituyó en buena medida al noble en cuanto al reconocimiento de su actividad como beneficiosa y protectora, pues proporcionaba desde medicinas hasta alimentos variados que mejoraban y enriquecían la dieta habitualmente monótona. En resumen, la democratización del consumo en la ciudad era posible por el estímulo provocado por los mercaderes en la producción de calidad y adecuación a un bienestar al que no se había podido aspirar hasta entonces.
Si las grandes ciudades se hacían eco de los resultados y ventajas del gran comercio internacional, el resto empezaron a contar con manufacturas propias que satisfacían el consumo interior y rivalizaban con algunos productos que ofrecían como genuinamente representativos del lugar. Es el caso, por ejemplo, del fustán (tejido de lana y algodón) de Cremona, los brocados de seda de Lucca, los paños de lana de muchas localidades flamencas, inglesas, italianas o españolas. Asimismo, la demanda de materia prima privilegiaba la lana británica o la seda oriental que se exportaba desde países musulmanes, bizantinos y extremo-orientales. La demanda de colorantes y mordientes pare fijar los tonos completaba el panorama de lo que empezaba a constituir lo que podríamos denominar como la industria pesada de la Baja Edad Media: los textiles en las grandes áreas de concentración económica y los modestos paños en cualquiera de los telares de los múltiples puntos de producción del viejo continente.
De igual forma el comercio de alimentos como el trigo, el pescado o el vino, junto con el de los minerales utilizados para diversos fabricados, completan el amplio espectro de productos que las ciudades y los mercaderes traficaban continuamente, generando una actividad inusitada hasta entonces y descontrolada por el poder feudal.
La ciudad-mercado fue, por tanto, la gran novedad de estos siglos, ya fuera el caso desarrollado de ciudad-estado italiano o alemán, ya fuera el ejemplo de ciudad-burguesa de Francia o de Castilla y Aragón. La regulación foral o la propiamente mercantil se convirtió, además, en el instrumento protector del intercambio y de quienes vivían profesionalmente de ello.